—No te formes una idea completa de nada hasta que no hayas llegado a su final.
Un consejo este que puede aplicarse a esta viñeta, o entenderse como una forma de enfrentarse a The Twilight Zone, fantástica serie fantástica (los que la conozcáis entenderéis el porqué de esta aliteración) cuyos episodios contaban con un sorprendente desenlace y que fue creada por Rod Serling en 1959. Era Serling un guionista especializado en ese tipo de giros finales, y uno de los más famosos es el de aquella película en que Charlton Heston, al grito de “¡Malditos, os maldigo a todos!“ descubre que no estaba en un lejano planeta habitado por simios sino en aquella ciudad donde, como cantaba Mecano, los jamones son de York.
The Twilight Zone obsesionaba al Heavy del Bigotón de tal manera que en 1984 le dedicó un disco conceptual: cada canción estaba dedicada a un capítulo y, por aquello de mantener la sorpresa final, característica principal de la serie, existían 10 ediciones diferentes del álbum pero con un último tema distinto en cada una de ellas y cuyo título no aparecía en los créditos; la carátula era la misma en todos los casos, por lo que uno nunca sabía qué disco se llevaba a casa hasta pinchar el último corte. Existía una sexta edición, limitada a cinco ejemplares distribuidos aleatoriamente a lo largo del mapa: en esta limitadísima tirada, al llegar al final se escuchaba una locución del Heavy avisando, cual Willy Wonka rockero, que el poseedor de ese ejemplar era uno de los 5 afortunados que podrían visitar la fábrica donde se manufacturaban sus discos.
Yo, con 11 años, fui uno de los agraciados, y quizá ahí empezó mi pasión por este artista que me ha llevado a escribir y dibujar esta atípica biografía.
Durante semanas estuve casi sin dormir debido a la excitación de conocer el lugar donde se fabricaba la fantasía. Cuando llegó el momento, el primer chasco fue averiguar que no seria el propio músico quien nos hiciera de guía, sino un jefe de planta de carácter tan gris como su cabello. Pero eso no fue lo peor: ¿dónde estaba el río de vinilo líquido? ¿Y los Oompa-Loompas encargados de marcar los surcos en los discos gracias a dagas de diamante? ¿Y las ardillas que con rápidos movimientos pasarían los rollos de cinta magnética por los dos carretes del casete? Definitivamente, aquello no era como me lo había imaginado, y no era más divertido que la visita a la fábrica de cajas que había realizado con el colegio; mi decepción era tan evidente que mi cicerone me dijo, en su tono aburrido y monocorde:
—No te formes una idea completa de nada hasta que no hayas llegado a su final.
Sonreí.
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