La resistencia al paso del tiempo cristaliza en el clasicismo, un concepto que dentro del terreno literario tiene claro exponente en El hereje, la última novela publicada por Miguel Delibes, que acaba de cumplir un cuarto de siglo en plena actualidad y protagonizará una exposición en Valladolid.
A sus 74 años, a punto de entregar a la imprenta Diario de un jubilado, y con el scriptorium prácticamente cerrado, aquella tertulia primaveral de 1995 engolosinó al narrador hasta el punto de embarcarse en su obra cumbre, su última novela y eslabón final de su trayectoria, si se exceptúa La Tierra herida (2005), la transcripción de un diálogo con su hijo Miguel Delibes de Castro.
Tres años tardó Delibes en alumbrar las peripecias del conventículo eramista de Cazalla, en cambiar su enrevesada caligrafía por la letra de molde, en mudar el papel pautado de desecho que le suministraban desde El Norte de Castilla por el de imprenta cuando el 29 de septiembre de 1998 vio la luz El hereje. Así nació su libro más trabajado, documentado y en el que más tiempo empleó, el único centrado íntegramente en su ciudad natal, a la que nombra y ofrenda desde la primera página con una sencilla y rotunda dedicatoria («A Valladolid, mi ciudad»).
Fue su estreno en el género de novela histórica después de cincuenta años, una excepción que asumió sin detraer ninguno de los rasgos, formales y literarios, de una ejecutoria que inició en 1948 con La sombra del ciprés es alargada. Como la inmensa mayoría de sus trabajos, redactó a mano El hereje en papel de desecho, a caballo entre Valladolid y su refugio burgalés en Sedano, con las mismas claves de siempre: la historia de un perdedor y el alegato en favor de la libertad en cualquiera de sus manifestaciones. De lo local a lo universal, como hizo siempre, de la dimensión de El hereje habla su traducción a más de una decena de idiomas, entre ellos el árabe, el japonés, el albanés, el serbocroata, el neerlandés y el braille (sistema de escritura y lectura para ciegos).
Siete años duró el sueño erasmista que Cazalla importó a Valladolid desde Alemania, durante los frecuentes viajes que como confesor real realizó junto al emperador Carlos V. Una delación dio lugar a una persecución, detenciones y autos de fe. Se celebraron en la Plaza Mayor el 21 de mayo y el 8 de octubre de 1559, éste con la asistencia de Felipe II, y las penas oscilaron entre las reclusiones en ámbito religioso, cárcel de por vida y muerte en la hoguera: lenta si el reo no abjuraba y rápida si se retractaba en favor de la Iglesia Católica.
De todo ello da minucioso detalle Delibes, del habla del siglo XVI, indumentaria, costumbres, urbanismo, transporte, comercio y geografía a través de hitos que desde el año 2000 configura una ruta turística por el Valladolid de la época, incluido el Campo de Marte, actual Campo Grande, donde se instaló el quemadero.
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