La nueva novela de Matías Néspolo es un bestiario policial sobre la vida migrante en una Barcelona sumida en una crisis no solo económica, sino también moral y, más importante, literaria. Los protagonistas de esta novela son la sombra de lo que un día fueron y pretenden agarrarse al último clavo ardiente que les ofrece la vida.
En ese making of, Matías Néspolo describe la chispa germinal de Una fábula sencilla (Candaya).
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Para decirlo sin vueltas con una maravillosa novela de Marcelo Cohen, la escritura es el lugar Donde yo no estaba. Puede ser un sitio inhóspito y peligroso o un vergel encantador, un vasto y lejano continente o una simple caja de cerillas al alcance de la mano, un país luminoso recién parido o un viejo laberinto de tinieblas. Todo eso da igual. Lo que cuenta es que yo no soy quien entra allí, quien alcanza o descubre ese paraje ni quien se extravía en él. Ese reino le pertenece al otro, al que cuenta la historia.
Nada tiene esto que ver con la persona gramatical, la perspectiva, la focalización o la omnisciencia, porque quien narra siempre es la voz de otro. Se me acusará de místico o romántico trasnochado, pero no conozco otra forma más honesta de escribir que al dictado de esa voz, como si uno no fuera más que un copista, un amanuense aplicado que no pierde palabra.
Es más, hasta estoy convencido de que no hay otra manera posible y por eso, de un modo u otro, todos lo hacemos así, aunque no seamos del todo conscientes o nos cueste reconocerlo. Y quizá todas las particularidades del oficio se resuelvan en el tipo de relación que estableces con el que te dicta la historia. Hay quien convive o comulga con él una larga temporada antes de sentarse a escribir: lo estudia al detalle, dibuja un croquis, redacta su biografía o investiga su árbol genealógico, explora a conciencia su territorio y traza un mapa de su recorrido y hasta intenta averiguar qué le pasa o qué diablos quiere, como si ello fuera posible.
Otros, en cambio, simplemente lo escuchan a ciegas y toman nota. Yo soy de esos, lo confieso. Y el problema, en todo caso, es que la voz —o las voces, a veces son varias— suele ser esquiva, caprichosa y escurridiza. Nunca sabes cuando en verdad se manifiesta. Puedes perseguirla un año o dos y malgastar un centenar de páginas fallidas confundido con el ruido de la calle. Si hubiera un método infalible para afinar el oído, como el que pregonaba Auden en La mano del teñidor, lo seguiría a rajatabla. Pero me temo que no existe, y me gusta pensar que por eso soy lento, como si esto fuera un dudoso elogio, qué le vamos a hacer…
Lo cierto es que la voz que narra Una fábula sencilla se presentó no hace mucho, tras varios ensayos frustrados, a comienzos de un verano. Un estío lejano era el tiempo de su relato y se demoró hasta finales del tercero en acabarlo, poco más de dos años en total. Al principio no tenía ni la más remota idea de quién era ni de qué me decía. Me dictó al vuelo el primer capítulo de la novela, más o menos tal cual a como ahora figura impreso —el único mérito del humilde amanuense, si es que tiene alguno, ha sido el de enmendar en posteriores copias sucesivas los posibles errores de transcripción—, días más tarde el segundo y una semana después el tercero.
Lo que sí estaba claro desde el minuto cero era que esa voz sabía lo que hacía, hacia dónde se dirigía y cuál era la historia que necesitaba contar y porqué, aunque yo lo ignorara por completo. Todo eso se me hacía evidente con solo escuchar el tono en el que narraba, y ante semejante empaque y seguridad no me quedaba más remedio que prestar atención, bajar la cabeza y seguir transcribiendo como el hermano obediente de Bartleby.
Pronto comencé a detectar sus mañas, vicios, trucos y recursos. El tipo estaba obsesionado con los animales y dividía la historia en episodios que dedicaba a uno distinto cada vez, como si fueran breves relatos autónomos. El registro de su lenguaje revelaba su origen, pero a menudo cedía generoso la palabra a otros personajes de procedencias diversas. El presente del relato transcurría en Barcelona y cercanías, pero saltaba continuamente en el tiempo y en el espacio, hacia atrás y hacia adelante, a uno y otro lado del Atlántico. De a ratos parecía que se encaminaba a un policial, pero a la vez yo intuía que el muy embustero me estaba contando otra historia. Una historia que giraba en torno al desarraigo, al desamparo, a la amistad y, sobre todo, a la poesía, siempre inalcanzable, disparada hacia adelante como el deseo, en el sinuoso y hostil camino de la prosaica realidad.
¿Y si todo eso me llevaba de nuevo a un callejón sin salida? ¿Y si había malogrado otros dos años oficiando de escribiente para quien no debía? Por entonces me podrían haber asaltado este tipo de dudas, pero por suerte yo ya no estaba allí. Y cuando un mínimo resabio de consciencia asomaba tras el amanuense, pronto se retiraba por donde había venido aliviado al reconocer, por lo menos, quien dictaba el relato. En ese punto ya sabía que Gabriel, en narrador de Una fábula sencilla, no era otro que el Metafísico, el secundario de un cuento, bisagra tal vez, que había publicado en la antología Barcelona-Buenos Aires (once mil kilómetros) en 2019. Allí el Tano Castiglione, el protagonista de mi segunda novela, narraba en primera persona una escena en el Raval de Barcelona en la que pintaba al otro con injusta crueldad o, ya de plano, acusado cretinismo. Y de ahí, supongo, surgió la necesidad de Gabriel de tomarse revancha y contar su propia versión de la historia.
En todo caso, sus razones o motivos tendría y, en definitiva, eso era algo que a mí no me incumbía. Además, ni siquiera estaba ahí para juzgarlo. El amanuense se limitó a reseguir su dictado y a dejarlo acabar la historia. ¿Y por qué el narrador se empecinó con sus breves escenas zoológicas, a la manera de un bestiario, para enhebrarlas en una especie de fábula? Pues no lo sé, y no creo que él lo supiera tampoco. Pero al menos la de Gabriel, como toda fábula, tenía algún sentido. Porque todo lo que pasa allá afuera no lo tiene en absoluto.
Y seguro me dirán que todo este texto no es más que otra fábula, de acuerdo. Pero al menos también tiene sentido, y en cierto modo explica qué demonios sucede cuando llenas de palabras una página en blanco y ni siquiera estás ahí para registrarlo.
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Autor: Matías Néspolo. Título: Una fábula sencilla. Editorial: Candaya. Venta: Todos tus libros.
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