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El hígado etrusco: De cómo el autor de este artículo conoció a José Lezama Lima y entró en su poética

El hígado etrusco: De cómo el autor de este artículo conoció a José Lezama Lima y entró en su poética

José Lezama Lima era mi vecino y yo no lo sabía. Yo llevaba algunos meses tratando de leer su novela Paradiso sin poder pasar de la página veinte. No entendía casi nada. Su estilo era tan barroco que rayaba en lo hermético, su lenguaje inconfundible podía llegar a ser tan esotérico como las palabras hechizadas de un culto iniciático.

Ese desafío me decidió a conocerlo y un mediodía de 1969 acudí a su casa habanera, con mi primer cuaderno de poemas bajo el brazo. Me abrió la puerta Baldomera, su vieja niñera. “Joseíto está durmiendo la siesta”, dijo la anciana, y añadió: “¿Es de la parte de quién?”

Se me ocurrió decir: “Dígale que vino a verlo un joven poeta”.

"Entonces me prestó El gran Meaulnes, de Alain Fournier. Con esa novela francesa descubrí la Literatura, así, con L mayúscula"

Ya me retiraba cuando, desde el fondo de la casa, se oyó una voz grave, jadeante: “Si es un joven poeta, déjelo pasar”. Así lo conocí y ahí empezó nuestra amistad que enseguida devino magisterio. Yo tenía veinte años, y él, sesenta. Yo era un autodidacta que ya ejercía el periodismo, pero mis lecturas eran caóticas y algunas de mis lagunas culturales parecían océanos. Yo vivía inmerso entre la curiosidad y la confusión.

Lo que más me impresionó en aquel primer encuentro no fue tanto la obesidad de Lezama, sino más bien su corpulencia, pues no sé por qué siempre pensamos que los gordos son pequeños. También observé que su asma justificaba cierta musicalidad en sus frases, siempre terminadas en una leve inflexión que no era ajena a la elegante torpeza de sus dedos, con los cuales dibujaba signos en el aire mientras hablaba. Durante la chispeante conversación, la ceniza de su tabaco rodaba por su guayabera acumulándose en los pliegues del pantalón.

En aquella visita me regaló su poemario Dador y este consejo: “Léase a Rimbaud, que leyó en el hígado etrusco”. Yo le dejé mis versos de principiante y una semana después pasé a reco­gerlos. Sólo había marcado con cruces verdes cuatro de los treinta poemas. “Son los que más me gustan”, dijo.

"Después del Curso Délfico, toda mi vida ha consistido en seguir ensanchando aquel camino inicial que él abrió para mí, complementándolo y enriqueciéndolo"

Entonces me prestó El gran Meaulnes, de Alain FournierCon esa novela francesa descubrí la Literatura, así, con L mayúscula. Semana tras semana, me siguió prestando los mejores libros de su insondable biblioteca, títulos y autores que no se conseguían en las librerías ni en las bibliotecas públicas de La Habana, pues ya se reprobaba todo lo considerado políticamente incorrecto, o sea, demasiado ajeno a las urgencias de la Historia, así, con H mayúscula.

A ese proceso de lecturas dialogadas entre los dos, él le llamaba el “Curso Délfico”, en alusión al Oráculo de Delfos, antigua ciudad griega. Prestándome todos aquellos libros, el autor de Muerte de Narciso me obsequió una brújula para orientarme en la selva de las letras universales, desarrolló mi intuición literaria, aguzó mi olfato poético.

Tuve que leer mucho. ¡Por suerte yo no tenía televisor ni radio, tampoco leía periódicos! Después del Curso Délfico, toda mi vida ha consistido en seguir ensanchando aquel camino inicial que él abrió para mí, complementándolo y enriqueciéndolo a lo largo de diversos atajos en una multiplicación fractal.

José Lezama Lima y Manuel Pereira. Foto: Luc Chessex.

Así empezó mi iniciación literaria y su casa se convirtió en mi verdadera universidad. Allí obtuve los mejores doctorados del mundo sin darme cuenta, espontáneamente, sin pizarrón, ni exámenes, ni diplomas, ni aburridos programas de burocracias académicas, simplemente mediante diálogos socráticos y abisales relámpagos poéticos.

Más tarde yo terminaría mi carrera de periodismo, pero ni en la Universidad de la Habana, ni en ninguna otra del extranjero, han podido enseñarme nada que iguale ni supere lo aprendido en su casa de Trocadero 162.

Como todo habanero de raíz, Lezama era ante todo un conversador genial. Sus diálogos conmigo estaban inspirados en la mayéutica. Cada vez que yo le devolvía un libro, comenzaba un ciclo de preguntas —ni teóricas, ni tediosas— que podían originarse en La Eva futura, de Villiers de L’Isle-Adam, para terminar en un monólogo sobre el yin y el yang o las delicias de un mamey.

Su abrumadora erudición, expresada en un torbellino de citas y anécdotas —que iban desde las Vidas paralelas hasta La montaña mágica—, incluía golpes de humor popular, haciendo de su charla todo un acontecimiento. Cuando Lezama empezaba a hablar, el mundo entero se detenía para escucharlo.

"De alguna manera yo intuía que ser amigo de Lezama Lima era vivir más de una vida, remontar el curso del tiempo, entrar en otra dimensión, participar de un misterio"

Yo no entendía algunas de sus sentencias, el significado de muchas palabras se me escapaba, tenía que consultar el diccionario constantemente, ciertas ideas suyas remitían a unas fuentes que yo ignoraba; su inmensa capacidad de asociación me transportaba a marcos referenciales que no conocía, con frecuencia citaba a escritores que yo ni sospechaba, o aludía a momentos históricos que yo no barruntaba; pero algo me decía que esa aventura poética era un regalo de los dioses; de alguna manera yo intuía que ser amigo de Lezama Lima era vivir más de una vida, remontar el curso del tiempo, entrar en otra dimensión, participar de un misterio.

Lezama Lima creó un sistema poético que algunos confunden con una hermenéutica. “Yo no soy un filósofo, sino un poeta”, insistía. Sobre ese conjunto de leyes (“vivencia oblicua”, “azar concurrente”, la imago, el potens o posibilidad infinita…) se han publicado miles de páginas soporíferamente exegéticas. Los “lezamólogos”, por lo general, no son más que glosadores que confunden más de lo que aclaran. Cualquier lector sensible, con cierto nivel cultural, puede ahorrarse esas teorizaciones.

Para empezar a entender a Lezama lo mejor es no pretender entenderlo, dejarse llevar por el oleaje de sus palabras, disfrutarlo como se paladea una guanábana sin empeñarse en establecer una epistemología de las anonáceas.

Siempre recomiendo a mis alumnos adentrarse en Lezama empezando por sus ensayos, no por su famosa novela, como hice yo erróneamente. Después viene su poesía, donde si bien es cierto que sobran algunos poemas encontraremos versos memorables. Y, sólo al final, ya podemos aventurarnos en su prosa de ficción, ese poema novelado o novela poética que se llama Paradiso. Esa es la escala de Jacob para ascender a ese universo fascinante que él recreó con tanta paciencia como brío para ganarse la inmortalidad.

Después de tan suculento entrante, si alguien quiere prolongar por su cuenta y riesgo los caminos trazados por Lezama, hay que conocer las mitologías más poderosas, indagar en los presocráticos, en la gnosis, en Plotino, en Confucio y en Lao-tsé, hay que dominar el barroco desde España hasta Taxco, escudriñar los momentos cruciales de la Edad Media y del Renacimiento, examinar el espíritu de las formas en el ámbito plástico, las civilizaciones prehispánicas, las vanguardias artísticas y literarias del siglo XX, familiarizarse con los clásicos europeos, estudiar a los poetas místicos y a los malditos también, hay que conocer el Antiguo y el Nuevo Testamento, penetrar en ciertos enigmas de la cubanidad, oír la mejor música, empezando por la música de las esferas… Hay que leer en el hígado etrusco.

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ALBERTO
ALBERTO
2 años hace

Por lo pronto lo único que se me ocurre es guardar este artículo para releerlo, indagar más sobre los dos, y en mis tiempos ver si pudiera seguir los consejos de su autor, no para escribir, sino para leer como paso previo a lo, que sin saberlo hoy, pudiera escribir en un futuro, mejorando un poquito mi nivel de escritura….

Última edición 2 años hace por ALBERTO