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«El hijo del padre», de Víctor del Árbol

«El hijo del padre», de Víctor del Árbol

¿Quién es Diego Martín? Ni siquiera él lo sabe. Un padre de familia, un esposo, un respetable profesor universitario. Uno de los hijos de la emigración de la España rural a la España industrial en los años sesenta. Alguien que se ha hecho a sí mismo renunciando a sus orígenes, a sus raíces. Y a la vez alguien incapaz de liberarse de ese pasado, de la sombra de su padre, del enfrentamiento ancestral entre la familia Patriota y la suya. Un hombre que se está convirtiendo en aquello que más odia.

El detonante es Martin Pearce, un seductor enfermero que cuida de su hermana Liria, ingresada desde hace años en un centro psiquiátrico. Martin, que de entrada parece un chico sensible, refinado y cautivado por la belleza, esconde otra cara que Diego descubrirá de la peor manera posible.

¿Qué hizo Martin Pearce para desatar a un Diego desconocido? ¿Qué ocurrió para que este rompiera con su familia y se enfrentara con todos ellos? Diego todavía recuerda ese pasado con la mirada del niño que fue y comprende que quizá ha llegado el momento de verlo con unos nuevos ojos.

Zenda reproduce un fragmento de El hijo del padre, de Víctor del Árbol

3

El Pueblo (Badajoz, Extremadura), julio de 2010

El aeropuerto de Sevilla era un hervidero. Turistas, familias que se reencontraban, todos los acentos, todos los colores y todos los idiomas. La gente se agolpaba en la puerta de llegadas. Diego alzó la cabeza y vio entre el gentío a su hermano. Octavio sostenía en alto un cartel con su nombre. Tal vez se trataba de una broma o de un reproche, con él nunca se sabía. Se dieron un abrazo seco y fuerte, como si no hubiera pasado el tiempo ni tuviesen cuentas pendientes. Octavio, recién afeitado y con la raya del cabello en medio, como un hachazo, olía a limpio. Se había puesto su mejor ropa, los mejores zapatos. Qué tal el viaje, hace un calor del infierno… Se dijeron ese tipo de cosas. Sin mucho más que decir salieron a la zona de aparcamiento. Octavio abrió el maletero de un viejo BMW de color oscuro.

—¿Coche alemán? El abuelo Simón se estará retorciendo en la tumba.

Octavio sonrió con su dentadura nueva.

—Son resistentes. Este tiene ya más vidas que un gato y no me ha dejado tirado nunca.

Se dirigieron hacia la autovía de Mérida. Les quedaba un largo recorrido por delante y el aire acondicionado no funcionaba. Bajaron las ventanillas y el estruendo del motor se solapaba con la música de la radio. Se hacía difícil hablar, y eso les ahorraba tener que decirse algo.

A medida que se alejaban de la ciudad el paisaje se deslizaba en un equilibrio cercano a la belleza: arboledas a un lado y otro de la carretera, campos vallados donde pastaba el ganado, la ausencia de nubes en el cielo, el horizonte sin grandes relieves.

—Está todo quieto, como en una postal de hace mucho tiempo.

Octavio miró por la ventanilla.

—La tierra cambia más despacio que nosotros.

Diego asintió. Examinó el rostro de su hermano, que en unos años había envejecido como en tres vidas; la piel curtida, las arrugas profundas alrededor de los ojos, las canas en la perilla. Sí, los cuerpos se iban aunque los recuerdos quedaran inalterables.

Todavía se preguntaba si Octavio le había perdonado por haberle traicionado años atrás.

 

Fue en 1985. Diego tenía diecisiete años y su padre lo había echado de casa. Malvivía en un zulo asqueroso de L’Hospitalet, con una sola ventana con vistas al parque de los Pajaritos. Lo llamaban así porque los domingos por la mañana los jubilados del barrio se reunían para vender e intercambiar pájaros. Jilgueros, canarios, periquitos. Diego se asomaba atraído por aquel jolgorio de cantos y trinos y de jaulas tapadas con trapos. Era mejor mirar afuera que mirar hacia dentro, a aquellas paredes con un papel manchado de humedad, el suelo de terrazo oscuro, el baño que siempre se embozaba y dejaba una peste a mierda de todos los desagües de los vecinos. La puerta de la calle no cerraba bien y por la noche había que atrancarla con una silla. A veces, cuando se oían peleas y gritos en el rellano, Diego dormía sentado en esa silla por si a alguien se le ocurría entrar. Casi no había muebles, y antes de que pasara el camión de la basura Diego recorría las calles buscando una silla, una estantería o un colchón. Pasaba casi todo el tiempo fuera buscándose la vida, y cuando volvía se quedaba muy quieto, como si le diera miedo que alguien supiera que estaba allí solo. Al principio no había ni siquiera luz, tenía que apañárselas con unas velas y una linterna que usaba poco porque las pilas eran caras. Se sentaba en el suelo del comedor vacío con un cenicero, una vela y un libro (fue la época en la que descubrió a Herman Hesse), y leía y fumaba, mirando de reojo hacia la puerta cada vez que oía pasos o voces al otro lado. A veces robaba algo de comida en un supermercado, otras hacía trabajos temporales como cargar camiones o ayudar en mudanzas, o cualquier otra cosa por la que quisieran pagarle sin contrato. A veces comía y a veces no. Si se le acababa la bombona de butano se limitaba a bocadillos y latas de atún y se aseaba con agua fría.

Y, de repente, un buen día, apareció Octavio con su mochila, sus piernas flacuchas embutidas en unos tejanos elásticos, su cazadora con un parche de Medina Azahara. Era el único al que Diego le había dicho dónde se escondía.

Y allí estaban, dos críos que no sabían muy bien qué hacer con sus vidas, jugando a ser lo que no eran, adultos. Diego no recordaba ninguna ocasión en que salieran por ahí a tomar una cerveza, fueran juntos al cine o a un concierto. No tenían mucho que celebrar. Octavio procuraba no molestar, ser útil; cocinaba lo único que sabía: enormes perolas de arroz hervido que duraban toda una semana. Era como masticar cemento. A veces conseguía un poco de tomate frito y un par de huevos y se los echaba encima. A eso le llamaban arroz a la cubana. Los dos sentados en una mesa coja, con un hule viejo de flores, frente a frente sin decirse nada. Comiendo ese arroz infumable y compartiendo un quinto de cerveza. Luego él se ponía a escribir sus poemas y Diego se encerraba en su cuarto a escuchar Sultans of Swing, a leer a Ted Lewis y a soñar que estaba en cualquier otra parte.

Diego no sabía que en aquella época Octavio había empezado a tener problemas con las drogas. O no quería saberlo.

Una noche Octavio le despertó zarandeándole el pie. Detrás de él había dos policías municipales. Los vecinos se habían quejado por el ruido (¡los vecinos que se pasaban el día de bronca en bronca, golpeando tabiques, gritando!). Los policías eran amables, jóvenes. Les hicieron muchas preguntas, lanzando miradas de preocupación alrededor. Dijeron que iban a dar aviso a los servicios sociales del ayuntamiento y que vendría alguien a hablar con ellos. La semana siguiente fue de tensa espera. Hasta que recibieron por debajo de la puerta una nota de la asistenta social y a la mañana siguiente se presentó el dueño del zulo. Les daba veinticuatro horas para desaparecer.

Para Diego la cosa no era tan grave. Empezaba a hacer amigos, salía con alguien, y por primera vez tenía un trabajo legal. Podría salir adelante, encontrar algún sitio en el que quedarse. Pero tenía que soltar lastre. Y lo hizo, sin pestañear. Le dijo a su hermano que tenía que volver a casa. Ya no podía ocuparse de él. Octavio no montó ninguna escena, no le insultó ni le recriminó nada. Recogió sus cosas, un par de libros, unos casetes, algo de ropa. Le dio un abrazo y se largó. Cruzó el parque de los Pajaritos un domingo por la mañana, entre el bullicio de jaulas y jubilados. El sol del invierno no calentaba. Octavio se perdió entre las calles. Durante mucho mucho tiempo. A Diego todavía le dolía la espalda de su hermano alejándose hacia su propio infierno.

Diego quería decirle que lamentaba haberle dejado abandonado a su suerte. Pero hacía ya tanto tiempo que no tenía sentido. A fin de cuentas, Octavio había rehecho su vida y no le debía nada.

—Puedes quedarte en mi casa. Los niños tienen ganas de conocer a su tío.

—Prefiero quedarme en la Casa Grande. No quiero molestar.

—No está en condiciones, el viejo lo abandonó todo mucho en los últimos años.

—Me las apañaré. De todas maneras, serán solo un par de días.

Octavio frunció un poco el ceño y sus cejas pobladas formaron una curva.

—Pensaba que te quedarías un poco más. La familia quiere verte.

Diego no necesitaba mentiras piadosas. Casi nunca estaban juntos y cuando lo estaban solo había desconfianza, frío e intriga.

—¿Qué me dices de Alberto, de Gloria? ¿Ellos también quieren verme?

Octavio forzó la expresión.

—Se alegrarán de verte. Tenemos diferencias, pero somos hermanos.

Octavio el optimista, el conciliador. El que todo lo entendía y todo lo perdonaba. Era el frágil hilo que sostenía el globo y se negaba a dejarlo ir. El humorista de fraseo interminable, el poeta sin versos. Trágico y cómico como el protagonista de Pagliacci de Leoncavallo. Cuando eran niños y compartían litera cada uno tenía su lado de la pared. El lado de Octavio estaba decorado con pósteres de Leño, Obús, Barón Rojo y Barricada. Se pasaba el día tumbado leyendo sobre las Brigadas Rojas y la Baader-Meinhof. Se creía Ulrike Meinhof o una encarnación de Guevara, y cualquier discusión con él se convertía en un disparate. Pero incluso en sus discursos más violentos seguían estando el lirismo, la broma fácil, los dientes separados, los ojos achinados y la verborrea interminable. Sin quitarse las botas militares ni las muñequeras con clavos falsos. Sus poemas eran enigmáticos criptogramas, dictados por el impulso y guiados por los porros y los quintos de Cruzcampo. Aspiraba a ser un cabrón sin alma, pero era un trozo de pan con un corazón enorme. Leía a Lovecraft en ediciones baratas y quería hacerse un tatuaje con el rostro de Mayakowski y unos versos suyos en el brazo: «Todas las estudiantes, antes de dormirse, soñarán acostadas sobre mis versos».

—¿Todavía escribes?

Octavio miró a su hermano de reojo, como si le dolieran la nostalgia y las concesiones a la realidad.

—Todo eso pertenece al pasado. Ahora soy otro, los dos lo somos. Fíjate en ti, todo un profesor universitario.

Casi sonaba a reproche. El espacio narrativo en la pared de Diego era menos convulso que el de su hermano. En aquella época prefería la pura analogía de las imágenes. Le dio por el cómic, sobre todo le fascinaba Hazañas bélicas. Pasaba las horas copiando aquellas viñetas con un soldado alemán en una trinchera nevada a punto de lanzar una granada de mano contra la oruga de un tanque T-26 soviético, tratando de recrear algunas de las historias que, muy de vez en cuando, le contaba el abuelo Simón. Se creía mejor persona por estar enamorado de Mari Trini o conocer la letra de las canciones de Cecilia. Hasta se atrevía a arañar algunos compases de Laura de Lluís Llach en la guitarra y a cantar en catalán, y le parecía que eso era el colmo de la sensibilidad y del cosmopolitismo.

—Cada uno elige el lado de la pared en el que quiere estar.

Octavio le lanzó una mirada rápida antes de concentrarse de nuevo en la carretera. Conducía despacio, como si le diera miedo forzar el motor de aquella vieja carraca.

—No hay nada malo en las renuncias si son voluntarias. A mí me va bien con mis elecciones.

—¿Trabajar en una funeraria?—Ríete si quieres. La gente no para de morirse, sobre todo los días de fiesta. Y todos quieren estar guapos y presentables. Ese es mi trabajo y, en cierto modo, es un arte.

—¿No echas de menos nada de aquel Octavio, del poeta que querías ser?

Octavio se encogió de hombros.

—De vez en cuando escucho a Ketama y me fumo algún porro, y conservo mi vieja camiseta de Obús, pero esas concesiones al pasado se terminan cuando alguno de los chiquillos me pide ayuda con los deberes o cuando mi mujer se queja porque la wifi se ha vuelto a colgar. Ya no tengo aquellos sueños. No persigo ningún epitafio.

Octavio creía con una ingenuidad descorazonadora que cualquier hombre podía aspirar a una vida digna, que las cosas rectas no se podían torcer y que la integridad era un arma invencible. Lo más importante para él era irse a casa sin haber cedido un centímetro, mirar a su esposa y a sus hijos a los ojos y hacer que se sintiesen orgullosos de él. Un hombre civilizado, un coche de tercera o cuarta mano, una loción barata, un cigarrillo fumado sin prisa y en la radio las noticias, sin pensar mucho en los años pasados o venideros.

Se quedaron callados durante varios kilómetros. Y, de pronto, como si necesitara escupir el hueso de lo que había estado rumiando, Octavio carraspeó:

—Después del entierro hay cosas que arreglar. Papeleo. El viejo ha dejado un testamento redactado, pero parece que lo cambió a última hora. Tenemos cita con el abogado.

Diego contempló la tierra seca que se extendía a un lado y otro de la autovía, como en esas películas americanas donde el asfalto oscuro atraviesa la nada.

—No quiero nada suyo.—A la familia se la perdona, Diego. Por muy cabrón que fuera, era nuestro padre.—No para mí, ni para Liria.

Octavio crispó la mandíbula.

—Eso es agua pasada. Lo que ocurrió fue jodido para todos, pero han pasado casi veinte años. Hay que olvidar, hermano.

—Así, sin más. Supongo que para vosotros ha sido fácil, aquí, todos juntos en el Pueblo, alrededor de la Casa Grande, fingiendo que no había pasado nada.

—No digas eso. Tú no sabes lo que nosotros tuvimos que aguantar después del juicio.

Diego se secó el sudor de las manos en la pernera. Le picaban los dedos y el cuello. Notaba cómo la piel se le escamaba por momentos y se le enrojecía.

—Pero tendrás una opinión, ¿verdad? Algo tendrás que pensar de lo que pasó.

Octavio elevó el tono de voz, impaciente.

—Las opiniones son como los culos. Cada uno tiene la suya. ¿A quién le sirve lo que yo piense de aquello?

—Me importa a mí, Octavio.

—Vosotros dos, Liria y tú, siempre estuvisteis muy unidos, teníais una complicidad que nos dejaba a los demás fuera. Tú siempre te ponías de su parte, hiciera lo que hiciese y dijera lo que dijese. Y si decidiste creerla a ella y no a nosotros fue porque necesitabas una excusa para seguir odiando al viejo. Eso es lo que opino. Y ahora, si no te importa, hablemos de otra cosa.

Pero no había nada más de lo que hablar.

Pronto apareció el desvío hacia Mérida y unos kilómetros más allá el cartel en dirección al Pueblo. Octavio pasó de largo la carretera que cruzaba el casco urbano, se detuvo en el paso a nivel hasta que se levantó la barrera y tomó una senda sin asfaltar que atravesaba campos de olivos y alquitaras. Más allá el camino se perdía, ondulante, entre suaves colinas. A lo lejos se adivinaba la forma oscura y solitaria del monte Mocho. Diego tuvo la sensación de adentrarse en un pasado que no le pertenecía.

La Casa Grande apareció por fin detrás de una hondonada como algo insólito.

—Ahí la tienes —dijo Octavio muy serio—. El antiguo hogar de la familia Patriota, el origen de todas las leyendas que alimentan esta tierra, y la tumba de nuestro padre.

Quien más y quien menos tenía que ver con aquel caserón levantado en 1863 por un lejano Patriota enriquecido en Cuba, cuyo nombre se perdía en los orígenes de la genealogía de aquella familia que durante décadas gobernó la comarca con puño de hierro. Todo el mundo tenía algún pariente que había trabajado en sus tierras como jornalero, en las alquitaras, en la fábrica de envasado o en el servicio doméstico.

—Entre esas paredes, en esos campos baldíos, se fraguó la desgracia del tío abuelo Joaquín. Nunca acabé de entender por qué el viejo se empecinó en comprarla.

Octavio se encogió de hombros.

—La historia de los Patriota y la nuestra están íntimamente ligadas, y esta casa es el nudo de esa unión. Supongo que era su manera de vencer a esa gente. Quedarse con la casa, con los campos. Ya sabes cómo era, orgulloso y tozudo.

—Los nuestros solo sufrieron desgracias aquí.

—Las desgracias también forman parte de la historia, Diego

—Parece que la haya arrasado un huracán —dijo Diego, observando la fachada que se resquebrajaba por todas partes, con las contraventanas de madera descolgadas y las malas hierbas trepando hacia los balcones del tercer piso.

—Tiene casi ciento cincuenta años y en los últimos nadie ha hecho reformas. No sé ni cómo se mantiene en pie. ¿Estás seguro de que quieres quedarte aquí?Diego observó el jardín delantero, o más bien lo que quedaba de él. Había una piscina vacía, con el fondo verdoso y repleto de hojas muertas y ramas.

—Estaré bien.

Octavio le entregó una gran llave de hierro y señaló hacia el este.

—Hay una ermita a un kilómetro y medio, dentro de los límites de la propiedad. Tiene un camposanto. Es donde él quería ser enterrado y lo ha dejado todo dispuesto.

—¿Quería ser enterrado precisamente aquí? ¿Por qué?

Octavio movió la cabeza.

—No daba explicaciones, solo órdenes.

Diego cogió la maleta y esperó a que el viejo BMW de su hermano desapareciera dejando una densa polvareda en el camino. Entonces inspiró con fuerza para enfrentarse a aquel lugar.

Siendo muy niño su padre trabajó para la familia Patriota. La abuela Alma Virtudes, su madre, estuvo siempre al servicio de esa casa, y el abuelo Simón, su padre, trabajaba como hombre para todo del patriarca, don Benito, y luego lo hizo para el primogénito de los Patriota, Rodrigo. A manos de esa gente, la familia de Diego sufrió humillaciones y penalidades continuas, sobre todo después de la guerra, como si todos fueran responsables de los crímenes del tío Joaquín. La única amiga que su padre tuvo allí fue Beatriz Patriota, la nieta de don Benito, hija de don Rodrigo, pero también esa amistad entre niños acabó extinguiéndose cuando se finiquitó la inocencia de los primeros años.

Diego no alcanzaba a contar las veces que vio a su padre hundido en el sofá, ojeroso y borracho, con la mirada vidriosa, farfullando aquellas historias terribles y manoteando como si se batiera contra un fantasma. Era impresionante ver a un gigante como él ovillado y balbuciendo que un día la Casa Grande sería suya y que la tiraría abajo piedra a piedra con sus propias manos.

Nunca le creyó nadie, incluso era posible que él mismo tampoco lo creyera realmente. Pero la vida, que maneja un sentido del humor incomprensible, le dio la oportunidad de cumplir su absurdo deseo. Los herederos de don Benito Patriota dilapidaron la fortuna familiar con la rapidez con que un terrón de azúcar se deshace en un vaso de agua. Uno tras otro tomaron malas decisiones, se vieron implicados en casos de corrupción, afrontaron problemas fiscales; ya no les quedaban aliados en la nueva política y los bancos se negaron a seguir financiando sus fracasos. El mundo que ellos habían conocido y dominado desaparecía con una rapidez pasmosa. Las huelgas, las reivindicaciones laborales, el menosprecio de las nuevas generaciones que no les debían nada y las exigencias de la democracia se llevaron por delante sus últimas reservas de orgullo, sus influencias, sus antiguas amistades. Solos, desconcertados y sin aliados poderosos, optaron, uno tras otro, por buscarse la vida lejos de la comarca. La poderosa familia Patriota cayó en bancarrota. Abandonada a su suerte, la finca de la Casa Grande estuvo cerrada durante años.

Hasta que un buen día se descolgó por fin el cartel de EN VENTA. En el Pueblo todo el mundo se preguntó quién sería el loco que había pagado la fortuna que se pedía por aquella finca ruinosa que jamás recuperaría su antiguo esplendor. Y quien apareció en aquel frío mes de marzo de 1987, para pasmo de los que todavía conservaban un poco de memoria, fue el hijo de Simón y de Alma Virtudes, el sobrino del anarquista Joaquín Cáceres. Conduciendo un flamante Ford Taurus, con todos sus hijos, excepto el primogénito, y seguido por un camión de mudanzas con matrícula de Barcelona. La Navidad del año anterior le había encontrado con cuatro décimos del Gordo en el bolsillo. Jugador impenitente, obsesionado con la fortuna, su padre había jugado durante treinta años los mismos números. Y al final había visto recompensada su absurda fe en el azar.

Lo invirtió todo en comprar esa finca ruinosa, pero solo cumplió su promesa a medias. No derruyó lo que quedaba de la casa, sino que se vio atrapado por su influjo de grandeza, los muebles nobles, los cuadros, las lámparas que descubrió cuando levantó las sábanas que lo tapaban todo. Ahora sabía lo que era ser rico, lo que se sentía siendo el dueño de aquellas vistas sobre el Pueblo. Empezó a gastar con desmesura, se propuso levantar el viejo imperio de los Patriota, pero el padre de Diego nunca fue hombre de cálculos ni de negocios. El dinero se escapaba como el agua entre los dedos en aquella casa insaciable donde siempre había algo que reparar, que poner, que cambiar. El negocio de la aceituna ya no era como cuando de niño servía en aquella casa, todo estaba mecanizado, todo se dirigía desde otra parte lejos de la tierra y él no entendía esa dinámica de préstamos, inversiones y subvenciones. Las putas y los excesos, las partidas de cartas y los lujos absurdos hicieron el resto.

Solo quedaba ruina.

 

Aquel debería haber sido, al menos en parte, también su hogar, pero Diego se sentía un extraño que se había colado en la trastienda de un secreto para fisgonear.

Recorrió las estancias buscando los vestigios de su padre: un chubasquero colgado en la puerta de la cocina, una cesta con cebollas, unas botas de goma altas con barro seco en las suelas. La casa olía a hombre viejo y solo, a tabaco de liar y a ropa sucia. En la cocina había una botella de vino a medias y unas copas en el fregadero. El vino estaba en mal estado y Diego lo escupió en el sumidero. Al final de un largo pasillo de madera maltratada y alfombras sucias se hallaba la pequeña biblioteca con su chimenea. Libros de arquitectura y de arqueología con grandes fotografías y láminas a doble página de castillos, monasterios, catedrales… Entre sus páginas había notas escritas por su padre en hojas pautadas con una caligrafía esforzada y repleta de faltas de ortografía. Diego imaginó a su padre junto a la chimenea escribiendo sobre bóvedas y arcos, con la lengua entre los dientes y sus gafas muy pegadas a las cejas, delineando cada vocal y cada consonante como si las esculpiera.

Subió las escaleras y entró en la habitación en la que había muerto. Sobre la cama estaba el colchón desnudo. Tenía unas manchas parduzcas. En el perchero colgaba todavía una camisa, como una piel cansada. Era un dormitorio espacioso y con mucha luz. Desde la ventana se dominaban los campos de la propiedad y se veía un tractor varado en un surco. A lo lejos asomaba el perfil del Pueblo con el campanario de la Iglesia Nueva elevándose sobre las casas de techo plano. Al fondo se perfilaban el monte Mocho y las ruinas del puente romano, donde los Patriota cazaron y descuartizaron al tío abuelo Joaquín. Era difícil saber lo que su padre sentiría cada mañana al despertarse y asomarse a esas vistas, lo árida e inútil que debía haberse vuelto su venganza, esa clase de justicia que jamás le compensó.

Examinó el conjunto de fotografías sobre la cómoda antigua. Toda una vida que Diego se había perdido. Durante un rato siguió husmeando, abriendo cajones y armarios sin buscar nada en particular. En el pasillo dio con una trampilla en el techo. Tiró de la cuerda y se desplegó una escalera.

Encontró sobre el falso techo un amplio desván. Cuando encendió la luz una rata corrió a esconderse. La altura del techo le permitía estar casi erguido, apenas necesitaba inclinar un poco la cabeza para esquivar las vigas del travesaño y las telarañas. En la pared colgaba un llavero con diferentes llaves y debajo había una vieja maleta cubierta de polvo y cerrada con un candado. En alguna parte había oído decir que a una persona se la conoce mejor buscando en sus olvidos que en sus recuerdos. Diego probó con varias llaves hasta que dio con la acertada. Dentro no había gran cosa. Algunos trajes que el viejo ya no usaba. Pero debajo encontró algo muy distinto. Envuelta en un paño encontró una pistola con el cargador y su munición. Diego la estudió. A pesar de ser un arma vieja estaba en perfecto estado. La corredera funcionaba con suavidad y el cañón estaba limpio. El gatillo y el percutor engrasados. La culata, revestida de madera, tenía muescas, y en las partes metálicas se distinguían arañazos y pequeños restos de óxido. Parecía un arma de la guerra civil. Tal vez su padre la había encontrado en el campo al remover el barro con el tractor y había pasado horas desmontándola pieza por pieza, limpiándola y volviéndola a montar. También encontró varios casquillos, lo que demostraba que había estado practicando con ella y que el arma funcionaba. En la cacha de madera había grabadas unas iniciales. Diego se acercó a la bombilla para examinarlas:

J. C.Joaquín Cáceres, el hermano de la abuela Alma Virtudes. Su tío abuelo.

Volvió a la maleta y sacó lo que quedaba dentro. Protegida cuidadosamente con un trozo de tela encontró una fotografía en un bonito marco de plata vieja demasiado grande, como si alguien hubiese sustituido con ella la original. Un chico de apenas dieciséis años con el rostro severo y una mirada profunda alzaba el brazo con el puño cerrado, y en la mano derecha sujetaba esa misma pistola.

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Autor: Víctor del Árbol. Título: El hijo del padre. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros y Amazon

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