Imaginen la escena: un hombre norteamericanizado aterriza en aquella Granada de los años cincuenta. El franquismo había arrasado el vergel cultural en el que a principios de siglo se había convertido España, y los zapatos Oxford de Agustín Penón se llenaban de polvo al caminar por los caminos desiertos de la Vega de Granada. En lontananza, Fuente Vaqueros, un pueblo sepultado, como tantos otros, bajo el silencio de la posguerra, se descubre ante el propio Agustín y su inseparable compañero William Layton. Exigen audiencia con el alcalde de la localidad: venimos a hablar de Federico García Lorca. Federico – García – Lorca. Las tres palabras prohibidas. Palabras que puestas en los paladares del pueblo saben a miedo, a venganza, a muerte. En ese momento se activan las alarmas: quién es este americanito que viene por aquí a tocar las pelotas.
Juan Carlos García de Polavieja, investigador jerezano, se ha propuesto rescatar la figura de Agustín Penón. Para ello, ha creado una asociación de amigos del propio Penón, y dedica parte de su vida a recoger material que nos ponga a lorquianos y amantes de la literatura en general sobre la pista del escritor barcelonés. La familia de Penón había huido al estallar la guerra instalándose en América, continente que vio crecer al pequeño. Amarrado quizá por las raíces de la tierra que con tanto ingenio glosó Lorca, Penón sintió que una voz en España le llamaba, una voz honda, cavernosa, que se percibe por igual en las cuevas del Sacromonte o en los bajos del viaducto de Madrid. Es esa voz que claramente percibió Agustín en El Romancero Gitano, poemario del que se enamoró en los años treinta. Como respuesta a esa voz, y tras convencer a Layton para que lo acompañase, Penón vuelve a España y, tras una breve estancia en su Barcelona natal, emprende el viaje a Granada con el que arranca este artículo.
Volvamos a la escena. Penón le pide al alcalde, sudoroso currante de la tierra infinita, una casa museo para Lorca, así como una estatua que honre su legado. García de Polavieja describe en sus investigaciones la tormenta política que se desata después: del alcalde al gobernador civil de Granada, de ahí a Madrid, donde se activan motores diplomáticos y alarmas ministeriales. Como quiera que la familia de Penón gozaba de cierto prestigio, y como quiera también que Franco pretendía acercarse a Estados Unidos tras la victoria aliada en los años cuarenta, con ese olfato de dictador para decir que tiene otros cuando sus principios se vienen abajo, lo cierto es que agitar el avispero de Lorca era un peligro en cualquier sentido. No se pudo conseguir el objetivo superficial de Penón, el museo y la estatua, pero sí el profundo: se encendía la figura del mejor poeta del siglo XX, y lo hacía para ya nunca apagarse. En cualquier caso, resulta triste comprobar que tenían que venir de fuera, tanto da si Penón, Brenan o Gibson, para extraer del cuerpo de esta España nuestra la anestesia del silencio. Le agradezco desde esta columna a Juan Carlos que haga lo propio con una figura como Penón. No hay olvido ni sueño, dijo el poeta. Así sea.
Extraordinario! Me quedé con ganas de leer más.
Quien quiera conocer la investigación de Agustín Penón, debe leer «Miedo, olvido y fantasía», el impresionante libro de Marta Osorio publicado por la editorial Comares en el año 2000. Sin ella, el legado de Penón habría caído definitivamente en el olvido. Un artículo como este debería citarla.