Se llamaba Luis, se apellidaba Buñuel y había surgido de las entrañas de Aragón. Vivió más de la mitad de su vida en Francia, donde se casó, y en México, donde murió, pero nunca tuvo acento francés ni mexicano: si alguno tuvo fue maño. El documental del año 2000 A propósito de Buñuel, del periodista Javier Rioyo y el cineasta López-Linares, lo muestra en su casa de México usando un acentazo baturro que no puede ser muy distinto del que tendría de chico allá en Calanda, en la provincia de Teruel. Buñuel, siempre igual a sí mismo, fue siempre Buñuel. Lo triste es que para conseguirlo tuviera que convertirse en nómada. Lo atestigua una exótica filmografía internacional en la que conviven películas francesas como Belle de Jour, norteamericanas como The Young One, mexicanas como Los olvidados y también algunas españolas, sobre todo una, Viridiana, que tradicionalmente pasa por la mejor de todas; desde hace décadas, aún en vida del propio Buñuel, figura en todas las listas de Las Cien Mejores Películas de la Historia.
Si Buñuel terminó por aposentar sus reales en México fue sólo porque allí pudo ser al fin don Luis, que yo creo que es lo que de verdad le gustaba: o sea, que todo el mundo hiciera lo que él mandaba. En los años setenta, ya consagrado, viajó a Los Ángeles para presentar una película, —La charme discret de la bourgeoisie—, y allí fue homenajeado por un selecto ramillete de viejos cineastas con una cena en casa de uno de ellos. De este modo tan anti-institucional la aristocracia del Cine lo reconocía como uno de los suyos. El periodista Manuel Hidalgo lo cuenta en El banquete de los genios, libro que contextualiza el profundo significado de una reunión en la que estuvieron Hitchcock, Wilder, Wyler, Robert Wise, un “joven” Robert Mulligan o el mismísimo John Ford: la Historia, entonces viva, del Cinematógrafo. Todos ellos venían siguiendo al baturro y sus baturradas desde siempre, pasándose chismes sobre sus andanzas y recomendándose con pasión cada nueva película suya, cada nueva película de Bunnuel. De Hitchcock y John Ford no hace falta decir nada; en cuanto al resto, ahí va una rápida referencia. Cukor es las Hepburn, ambas; Wilder, Con faldas y a lo loco; Mulligan, Matar un ruiseñor; Wyler, Ben-Hur; y Wise, West side Story y también Sonrisas y lágrimas. Hay fotos de la reunión en la que se puede ver al Mago del Suspense entregado a la charla con el aragonés mostrando la felicidad y la devoción de un niño. Y a Buñuel, abrumado, que es lo que confesó en sus memorias que se sintió: abrumado por todo lo que vivió aquella noche.
Alrededor de Buñuel hay numerosas leyendas: su “amistad” juvenil con Lorca y Dalí, su increíble parecido físico con el actor denominado Gran Wyoming, sus visitas a las casas de lenocinio vestido de cura y su devoción por Toledo, cedida por vía vicaria a Roman Polanski, uno de los tres indiscutibles clásicos vivos hoy (los otros dos, por si alguien siente curiosidad, son Eastwood y Allen)… Lo que no es ninguna leyenda es que Buñuel los tenía como el caballo de la estatua del general Espartero que preside la calle de Alcalá, en Madrid, frente a El Retiro.
Pulidos, enormes y de bronce.
Allá en los años 30, Buñuel y el director español de cine José Luis Sáenz de Heredia eran amigos. Veinteañeros ambos, incluso eran socios y cuando uno producía, el otro dirigía, y viceversa. De este modo hicieron Don Quintín el Amargao, La hija de Juan Simón (1935) y alguna otra película. Pero llegó la guarra civil, todo fue al guano y Sáenz de Heredia a la trena por facha, peligrosa acusación en aquel Madrid: era primo hermano de José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, fundador de Falange Española. Vamos, que a sus veinticinco años, año arriba, año abajo, con el apellido el azar le había dado demasiadas papeletas. “¡Pero bueno era mi tío Luis!”, habría exclamado aquí Paco Rabal. Y es que la gran hazaña de Luis Buñuel no es formar en la historia del cine al lado de Ford, Renoir, Murnau y Fritz Lang, sino haber salvado a José Luis Sáenz de Heredia. Una calurosa noche del verano de 1936, Buñuel se presentó en el trullo donde custodiaban a su amigo dando voces con cara de malas pulgas y, agárrate a la escalera, vestido de cura, que era lo que más le gustaba hacer en la vida. Con el artístico detalle de una estrella roja de cinco puntas prendida en el pecho: todo muy Buñuel. Aunque leyenda, como las miles que tejen su trayectoria, es cierta: una leyenda verdadera. Como en el caso de tantos monstruos del Cine, y no sólo en el de John Ford, cuando la Leyenda es más gráfica que la Historia, se cuenta la Leyenda.
También iba Luis Buñuel aquella noche provisto de papeles falsos y, para rematar la faena, de una botella de coñac (bueno) adquirido ex profeso en Chicote: pese a los desastres de la guerra, aún presidía una productora de cine, Filmófono, y manejaba. Lo que sucedió en los cincuenta minutos siguientes nadie lo sabe, pero al cabo de ese tiempo ambos amigos salían a la noche y a la acera de la madrileñísima calle del Marqués de Riscal y se despedían apresuradamente para no volver a verse hasta quince años y dos guerras después en la terraza de un café de la ciudad francesa de Cannes. Fue en el curso de no sé yo qué edición del célebre festival, y cuentan, y no paran, que los ruidosos abrazos que se dieron y los sonoros bocinazos que metieron se pudieron oír en toda la Costa Azul. “Ah, les espagnols, quoi, bon…”. Es decir, “los españoles, ya se sabe”. Por cierto, que aquel año el premio al mejor director fue para una película mexicana dirigida por Luis Buñuel, Los olvidados.
Se llamaba Luis, se apellidaba Buñuel, era español e hizo siempre lo que le dio la gana. Algunas de las mejores películas de la Historia del Cine, por ejemplo. Y alguna otra cosa.
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Para saber más sobre Luis Buñuel:
Jean-Claude Carrière y Luis Buñuel. Mi último suspiro. Plaza & Janés. Esplugas (Barcelona), 1982.
Ian Gibson. Luis Buñuel: La forja de un cineasta universal. Aguilar. Madrid, 2013
Max Aub. Luis Buñuel, novela. Cuadernos del Vigía. Granada, 2013
Manuel Hidalgo. El banquete de los genios: Un homenaje a Luis Buñuel. Península. Barcelona, 2019
Calanda, está en Teruel. Bien que no existamos, pero no nos ignoren tanto.