Imagen de portada: Alejandra López
Juan Forn fue el escritor y editor que instauró la modernidad en la literatura argentina. Murió el 20 de junio de 2021, a la edad de 61 años, dejando tras de sí no sólo su propio legado narrativo, sino también a los autores descubiertos y lanzados por él mismo, como Rodrigo Fresán, Camila Sosa Villada o Mariana Enríquez. Precisamente fue esta última quien escribió el prólogo a Yo recordaré por ustedes, testamento literario de un hombre a quien todavía debe mucho la literatura en castellano.
En Zenda reproducimos el prólogo que Marina Enríquez escribió a Yo recordaré por ustedes (Seix Barral).
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Este libro es un gabinete de curiosidades. También se los conoce como cuartos de maravillas, pero en estos textos la curiosidad es lo central. Los gabinetes eran habitaciones o muebles de burgueses europeos que exhibían objetos exóticos de todo el mundo. Tenían sobre todo rarezas biológicas, desde supuestos cuernos de unicornio hasta pájaros de tres picos, o fósiles, o cabezas de pobres gentes cazadas en algún lugar del globo, o autómatas, o artefactos relacionados con creencias del momento (o de épocas anteriores) como, por ejemplo, un pequeño frasco donde estaban atrapados un espíritu, un hada, la maldad de una bruja. Eran caprichosos y bellos. No les requerían a sus dueños demasiado trabajo, seguramente, pero cuando se ven fotos o pinturas de los más bonitos, o sus inventarios que después sirvieron para investigaciones científicas, se siente el placer del encuentro con lo sorprendente, el orgullo de contar con esta pequeña historia en un estante de la casa.
Como sea, la enfermedad lo llevó a los cuarenta años a Villa Gesell, una ciudad de la costa argentina que se abarrota de turistas en los veranos, en especial jóvenes en plena iniciación y revuelo, y que se queda vacía en los inviernos ventosos y solitarios, con el mar gris y la arena como niebla. Gesell no es Rio: es casi el principio de la Patagonia, es otro paisaje, es un lugar que regala fiesta pero que regala mucha más soledad.
Cuando su hija Matilda tenía dos años, Forn llegó a Gesell y, contemplando la biblioteca, pensó: Y ahora qué hago, soy un jubilado a los cuarenta años. No podía beber alcohol, tenía que vivir sin estrés en lo posible, cuidarse en las comidas… Y él estaba acostumbrado a la intensidad.
Su familia, burgueses de mucho dinero, lo enviaron a uno de los colegios más prestigiosos del país. El joven Forn era un rebelde y que tuviese que hacer el servicio militar en 1978, el año más sangriento de la dictadura argentina, no ayudó a su inquietud. Después de que se llevaran secuestrado a su compañero de carpa hizo lo posible para darse de baja por salud, se subió a un avión de carga y se fue a Europa. Cuando volvió, su padre, que tenía amigos en Editorial Planeta, consiguió que lo tomaran como cadete de Emecé, es decir, el escalafón más bajo que existe. De ahí creció hasta ser editor de Biblioteca del Sur, la colección de autores argentinos más importante y exitosa de los años noventa, y Espejo de la Argentina, best sellers de no ficción e investigación periodística de calidad que cambiaron el periodismo narrativo y su público. De ahí al diario, y los libros propios —los hermosos cuentos de Nadar de noche, las novelas bien de la década eléctrica como Frivolidad, noches, cigarrillos, escritores, redacción, madrugadas perdidas y de repente una pancreatitis, la casa frente al mar y la salud delicada. Le dijo al periodista Ángel Berlanga en una entrevista para Página/12: «Después de muchos años de escribir y de leer ficción sentía que venía recorriendo un túnel en el que las paredes y el techo se hacían cada vez más estrechos. La forma de escribir para Radar, la clase de libros que me obligó a leer y la manera en que he trabajado ese formato es haciendo un cruce de géneros, un mestizaje muy visible de biografía, ensayo, relato de ideas, crónica, confesión, cuento. Y fue como si aquel pasadizo desembocara de golpe en un salón enorme en el que convergían (y dialogaban) muchas cosas. Pude escribir dialogando mucho más fructíferamente con lo que estaba leyendo. Porque pasé de leer un 90 por ciento de narrativa y un 10 de no ficción a incrementar mis lecturas de biografías, ensayos y, especialmente, de esos textos indefinibles a los que solo se les puede llamar literatura: desde Masa y poder, de Canetti, a Habla, memoria, de Nabokov; desde Menos que uno, de Joseph Brodsky al Danubio, de Magris; desde Música para camaleones de Capote a la Excursión a los indios ranqueles de Mansilla. Los libros que más me gustan hoy son los imposibles de etiquetar, esos que saltan y toman de todos los géneros un poco. Hay un tempo en esa manera de escribir y pensar, muy afín con mi nueva vida, que consiste en estar gran parte del día frente a la computadora, o leyendo un libro, o caminando por la playa. Tener tiempo para dejar que una idea llegue, ver cómo rebota con otros ecos, de cosas que he leído, o visto o escuchado. Y, por supuesto, me bajaron también los niveles de impaciencia, ansiedad, histeria e inseguridad con que lidiaba en mis tiempos porteños».
De esa nueva forma de escribir, de ese nuevo formato encontrado, nacieron las columnas de los viernes en el Página/12, que pronto fueron formando una legión de fans y además se reunieron en varios libros. Pero Yo recordaré por ustedes no es una recopilación más. Por un lado, está el ojo, el oído y la mano de la enorme editora chilena Andrea Palet, que sugirió la selección y el orden interno de estos textos, que dialogan y hacen un viaje propio —que no explicaremos aquí, para que el lector lo descubra—, pero que sí puede decirse va de lo lejano a lo privado pasando por todos los matices de pequeña historia, hitos, curiosidades, locuras, mini biografías, canon de perdedores. Hay una enorme cantidad de suicidas en estas páginas. De poetas. De borrachos. De lectores. De escritores que se la pasan en la cama. De escritores que no escriben. Hay menciones al Ministerio de Asuntos Estelares de Zambia, a la taxidermia de la Maison Verreaux, a la francofobia confesa de Forn, al endemoniado clima de Ceylán, a varios recovecos terribles o insólitos de la revolución China, a Hokusai, a atletas suicidas, a amantes suicidas, al hijo músico y autista de Kenzaburo Oé, a Maiacovski y Nijinsky —también hay muchos pacientes que se internan o los internan en institucionespsiquiátricas—, a los santos locos en los caminos de Rusia, a la torre de Tatlin, a abuelas que vuelven de la muerte, a Jonas Mekas —el título del libro está en el texto dedicado a este nómada hermoso—. Están las caminatas de Walser, la inexplicable Clarice Lispector, el desconcertante João Gilberto, el hermano manco y músico de Wittgenstein, la apátrida Dubravka Ugresic, Konstantinos Kavafis, el hermano de De Chirico, Natalia Ginzburg, Trieste, Vasco Pratolini, el mar, la madre de Forn, Fellini, la poeta uruguaya Idea Vilariño, Proust, Le Corbusier, Leonora Carrington, Jean Rhys, Oliver Sacks, Bruce Chatwin, Adolfo Bioy Casares, Sergio Larraín, Horacio Quiroga… En una entrevista con Hinde Pomeraniec para el diario Infobae, Juan Forn explicó: «Mi identidad está conformada por un montón de cosas que pasaron en el siglo xx. Y yo he tratado en esas contratapas de hacer una especie de historia informal y paralela a la oficial del siglo xx. Qué sé yo, debo de haber escrito entre cuatrocientas y quinientas contratapas y siempre me divierte la idea de que fueron como pequeñas notas al pie de un libro como Historia del siglo XX de Hobsbawm, por ejemplo. Esa clase de historiadores que le dieron mucha importancia al tema artístico, sociológico, antropológico, que no solamente tienen la estrechez de miras del historiador académico».
Este es un libro que da ganas de salir corriendo a leer. De hecho, mientras lo releía para este prólogo encargué en una librería de usados La muerte de un burgués, de Fritz Zorn, un libro que trata de varias cosas que me interesan menos que nada (Suiza, sus ricos y sus desdichas por ejemplo) pero que Forn cuenta tan bien que, en fin, estoy esperando un libro que jamás hubiese comprado. Pero si al principio hablaba del gabinete de curiosidades es porque Yo recordaré por ustedes tiene algo de objetos traídos de viajes, solo que esos itinerarios son lecturas, porque Juan Forn no viajaba mucho. Pero algo lo movía, y eso era la curiosidad. Lo dice claramente refiriéndose a Chatwin, pero es obvio que también habla de sí mismo: «El motor es por supuesto la curiosidad, esa curiosidad omnímoda que es la característica central de los grandes amantes de la vida; los que ven la unión invisible debajo de lo diverso». Y en otro texto, sobre Sacks, dice: «El jardín verde es la curiosidad y la curiosidad es la vida». No hay mucho más que agregar sobre la felicidad de este libro, su asombro, su vitalidad en recuperar un mundo que ya no existe.
Una pequeña nota personal, para terminar, porque quizá muchos no lo sepan, pero Juan Forn fue mi primer editor. Nunca le corregí un detalle erróneo que repetía sobre nuestro primer encuentro porque siempre supe que él amaba las buenas historias. Entonces preferí callar. No pensaba sacarle el tema ni nada por el estilo, en vivo o en mensaje. Juan decía, y escribió alguna vez, que yo entré a su despacho de Editorial Planeta vestida con uniforme de colegio y mi primera novela en brazos. Lo del manuscrito es cierto; lo del uniforme no, porque cuando llegué a Planeta ya había terminado el secundario y, además, jamás hubiese ido con el uniforme que odiaba con saña. Tampoco desmiento la imagen: es mejor que la realidad.
Las circunstancias de cómo llegué a ese despacho son azarosas y no importan hoy. Recuerdo claramente esa oficina horrenda de Planeta, llena de libros y papeles, con una ventana que siempre estaba cerrada y el humo de nuestros cigarrillos como una bruma marina. (A lo mejor no era tan horrible la oficina: quizá es un recuerdo distorsionado, como el de mi uniforme.) Él peleó por mi novela. Iba a editarla otra persona en una colección orientada a jóvenes. Pero Juan se la arrebató. Vio algo en ese libro. Confió en él. Lo quiso. A veces ocurren esos cruces de generosidad con capricho y arrebato que definen futuros. Yo no lo sabía, él tampoco, pero en ese momento quedamos unidos para siempre, independientemente de nuestras vidas posteriores. En los agradecimientos de la novela lo nombro: «Gracias a Juan Forn por su ayuda, paciencia y rigor». Creo que, justamente, le di curiosidad. La chica punk de pelo negrísimo, borceguíes y una actitud arrogante que debía de ser insoportable pero él quizá quiso saber qué había detrás de tanto atrevimiento.
Yo me reunía con él varias veces por semana para corregir y leer y nos quedábamos hasta tarde hablando de libros y de la vida y de películas y de viajes. Eso sí: jamás le dije que a veces había alguien esperándome afuera en el auto —un amigo, mi madre— porque yo, durante esos meses, me recuperaba de una agorafobia insidiosa y necesitaba apoyo. A él no quería mostrarle vulnerabilidad. Era un editor estrella, famoso diría, pero yo no lo conocía porque era joven, mi mundo no era el de los círculos literarios, y porque vivía en La Plata, una ciudad tan próxima como lejana de Buenos Aires. Sabía, sin embargo, que Juan era importante, y comprendía que para que la relación funcionara era necesario mantener la guardia alta, era fundamental un poco de paridad ficticia para aprender y absorber lo que él tenía para decirme. Repasábamos página por página las correcciones y él me explicaba muy claro cuándo y por qué un diálogo era absurdo, si convenía usar la tercera persona, por qué mi inexperiencia, a veces, no era encantadora sino torpe, qué autores debía leer ¡ya mismo! Él era tan joven ese año (¿1994? ¿1995?) pero para mí era un hombre, un profesional, un jefe, un profesor. Una máquina de escribir no era de lo más adecuado para corregir el manuscrito, así que Juan pidió un adelanto a la editorial y ese dinero compró mi primera computadora. Recuerdo que poco después, una noche, bastante tarde, lo llamé casi llorando desde La Plata.
—¡Borré todo!
Eso, para colmo, era posible entonces. No había nube ni backup ni nada semejante.
Con mucha calma me preguntó qué botones había apretado. Me guio hasta que recuperé el manuscrito, no completo, porque en esa época, también, se solían perder con frecuencia los últimos cambios.
—Salvá el documento —me dijo—. Y no me asustes así, querés. Llamame cualquier cosa.
Me fui a corregir la novela a Mar del Plata, una ciudad de la costa atlántica argentina cercana a Villa Gesell: una amiga me prestó su departamento familiar en la calle Gascón. Cuando me quedaba sin ideas, iba caminando hasta la vieja casa de Bioy y Silvina Ocampo, que entonces era una hermosa ruina cubierta de hiedra medio en derrumbe. Nunca podría haber escrito esa novela, Bajar es lo peor, sin la ayuda de Juan. Sin su confianza. Sin sus charlas desordenadas. Sin su amor por la literatura que, de verdad, no sé si yo comprendía ni sentía entonces, no con tamaña ferocidad, eso seguro. Había escrito una novela, sí, y había muchos libros de los que estaba enamorada. Pero esa pasión, ese desmenuzar las palabras hasta que se vuelven otra cosa, misterio, vida, secreto, esa compañía en los peores y los mejores días, ese para siempre, eso lo sabía Juan y supo enseñármelo, y nunca se lo voy a agradecer lo suficiente. Muchas veces hablamos sobre qué había visto él en aquella novela tortuosa pero, al final, nadie sabe por qué se cruza en la vida de alguien y se vuelve tan importante y deja una marca como una cicatriz. Juan Forn me cambió la vida. Puedo decir eso de dos o tres personas más y ya.
Cuando dejó de fumar cigarrillos empezó a fumar marihuana y se volvió una especie de tenista retirado, especialmente después de la pancreatitis que lo sacó de las pistas. Nunca lo sentí frágil, sin embargo. Nunca fui a sus míticos talleres: todo lo que tenía para aprender de él ocurrió en esa oficina en los años noventa. Fue un curso acelerado e inolvidable en el que volaban las recomendaciones, se anotaba en rojo y azul y lápiz, él me presentaba escritores, me prestaba libros y nos reíamos mucho, de cualquier cosa, de pavadas, de chistes malos, ¿de qué se ríe la gente? De tonterías, porque hay futuro y es posible hacer malabares con lo pesado y lo liviano hasta que todo se vuelve burbuja, una voz que saluda desde la esquina, la puerta del taxi, la noche de Buenos Aires.
Cuando murió, busqué sus mails, esos rastros tan cercanos y tan lejanos que dejan los que se van. Todos sus mensajes son escuetos y nobles y sinceros. Uno de los últimos es escalofriante y parece esos gestos que él buscaba en sus columnas, uno de esos remates a las vidas contadas que le dan otra dimensión. Esos detalles que los escritores dejaban como huellas y que él sabía encontrar y soplar y hacerlos andar. El asunto dice scary (él tenía una relación compleja y peleona con la literatura anglo y con el idioma, pero sabía que yo no). Y después escribió: «Mirando historias de fantasmas niponas encontré esta imagen tremenda, Marianita, y pensé mandártela por si te sirve alguna vez para alguno de tus libros». Se trata de una mujer fantasma japonesa, yurei es el nombre de este estilo de espíritus voladores, con gesto de dolor, el pelo negro y largo y oscuro en el aire, como un presagio. Le contesté: «Sabías que en la tradición japonesa una mujer con el pelo suelto siempre es fantasma porque en vida —hablo de hace más de doscientos años— no se les permitía la melena en público. Muerta o loca».
La conversación sigue y se desvía. Pero yo estoy escribiendo ahora una novela de fantasmas. Y me pregunto cuánto tiene que ver esa yurei y ese mensaje porque sí, para hablar, para seguir con ese diálogo que se interrumpía y volvía, yo obsesionada con Faulkner, él tratando de limpiarse de la influencia de Estados Unidos leyendo literatura del resto del mundo en su casa frente al mar, a la que llamaba su «dacha» con una ingenuidad que no era tan fácil de ver en su personalidad, pero que sin embargo estaba ahí y está en los textos de Yo recordaré por ustedes, escritos con el asombro y el entusiasmo de un enamorado que sale a mirar las estrellas y piensa que el mundo, aquí, debajo, vale la pena.
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Autor: Juan Forn. Título: Yo recordaré por ustedes. Editorial: Seix Barral. Venta: Todostuslibros.
Todavía duele la partida de Forn. Nadar de noche sigue inquietándome e inquietando a mis alumnos. Suerte que lo tuviste de mentor , Mariana. Linda columna con su recuerdo.
No leí a Forn ni a Enríquez, pero el prologo de esta enorme escritora tiene tal vigor, tal garra poética y narrativa, que me dio la sensacion de haber leído y conocido a ambos, Juan y Mariana, casi como si se tratara de ilustres conocidos, de amigos íntimos de la literatura. Enríquez escribe desde otra dimension, no mezcla meras palabras: escribe desde la vida , desde los textos, como la irremplable Residencia en la tierra de Neruda, como los versos de fuego trágico de Cesar Vallejo en Trilce, como nadie y como todos escribe Enríquez. Conmociona: se merece su fama. Porque es ferozmente cierto que en la relacion entre la fama literaria y el talento, no están todos los que son , ni son todos los que están. No es el caso de Mariana: está y es. Corro a comprar sus libros, que solo conozco por comentarios. Su fama le antecede. Pero le queda corta: su prosa , feroz y poetica, la supera con creces.
Hermosa presentacion y digno homenaje a Juan Forn.
Una serie de imagenes a color y blanco y negro. Divertidas y tristes. Gracias Mariana