Poco antes de romperle los dientes en un baño del hotel Alvear repasamos con atención sus cartas anónimas y finalmente accedimos a su historial psiquiátrico, y todos tuvimos entonces la plena certeza de que no se trataba de una mera fantasía: tenía efectivamente un afilado puñal de plata y llevaba cinco años pensando en matar a Arturo Pérez-Reverte. El asunto se inició hace un tiempo, cuando comenzaron a llegar a la sede porteña de Random House Mondadori sobres sin remitente; contenían los textos narrados a mano, con letra apretada y despareja, de un ciudadano argentino que leía obsesivamente la obra del escritor español. Las primeras cartas permanecieron meses sin ser abiertas, arrumbadas en un depósito. Algunos fans no se contentan con utilizar el correo electrónico; por alguna extraña razón son proclives al papel y mandan a sus figuras adoradas misivas manuscritas o mecanografiadas y carpetas personales con novelas inéditas y cuentos y manifiestos y fotos y publicaciones amarillentas, que a veces llegan a destino y, en otras ocasiones, se pierden por el camino o duermen para siempre el sueño de los justos. La chance aumenta si la celebridad en cuestión tiene un agente receptivo o si es un visitante asiduo (como Reverte), y se aleja si la estrella es hermética, rara vez viene a Buenos Aires o reside en países remotos; por más buena voluntad que se tenga, a veces la logística hace imposible el cometido.
El escribidor sin nombre estaba convencido de que Arturo Pérez-Reverte se había apropiado de su personalidad y que había utilizado su fascinante vida para salpicar distintas novelas. Incluso estaba seguro de que las multinacionales del libro espiaban a determinadas personas para extraer de ellas sentimientos, detalles, tonos y circunstancias a fin de abastecer con esa valiosa cosecha a los autores que eran best sellers y que sostenían con sus astronómicas ventas el gran negocio. La última carta era la más extensa, y allí declaraba que le habían hackeado el móvil, que tenía micrófonos ambientales en su casa, que lo seguían día y noche por las calles, y también que estaba harto y que había comprado en un remate un puñal de plata: planeaba acuchillar a Pérez-Reverte durante su próxima presentación en la Feria del Libro de Buenos Aires. La descripción de cómo lo haría era tan violenta y desquiciada pero tan minuciosa, tenía tantos datos precisos y verosímiles, que les puso los pelos de punta a los editores argentos. Escanearon todas las páginas manuscritas y las enviaron a la casa matriz en Barcelona. Los editores le explicaron a Reverte en las oficinas de Madrid la situación completa, propusieron anteponer una denuncia policial y le sugirieron que sería prudente contratar dos discretos guardaespaldas. Reverte sobrevivió como corresponsal de guerra en las peores naciones del planeta; es duro y sabe cuidarse bien: se negó de plano a la denuncia y también a la custodia, y dejó intranquilos a sus socios y amigos. Un gerente argentino habló entonces con un alto funcionario del Ministerio de Cultura, y éste con la ministra de Seguridad. Cálgaris recibió la orden de encargarse silenciosamente del caso y garantizar que no hubiera ningún percance: “Lo último que necesitamos es una noticia mundial de estas características”, le dijo la ministra eligiendo cada palabra.
Ya he dicho muchas veces que el coronel es un lector infatigable, sobre todo de la historia universal; por supuesto se ha dedicado a las novelas históricas y también a los thrillers culturales de don Arturo, y me los ha recomendado insistentemente a lo largo de estas tres décadas. Estamos familiarizados con su literatura, así que la misión tiene morbo y no deja de entusiasmarnos. En raras ocasiones sentimos algo parecido a la alegría: la Casita es una agencia paralela de Inteligencia que arregla los problemas íntimos y vergonzantes de los políticos y los sindicalistas millonarios, y que espía al poder por orden del mismísimo poder, que infiltra organizaciones sanas y enfermas, que protege a dirigentes y que destruye o amedrenta a sus enemigos. En teoría, practica el espionaje político a órdenes del Estado, pero lo cierto es que Cálgaris también acepta encargos de empresarios, de personalidades públicas y hasta de agencias extranjeras. En este caso, vamos a mezclar el trabajo con el placer, aunque intentaremos por todos los medios no distraernos ni meter la pata.
El mayor problema es el tiempo, que resulta escaso para una investigación a fondo: nos ponen en funciones apenas una semana antes de que nuestro objetivo aterrice en Ezeiza. Disponemos de las cartas originales y nos abocamos a analizarlas detenidamente; también releemos algunas de sus novelas, sobre todo las que están mencionadas en los anónimos. Maca aplica sus conocimientos de psiquiatría y grafología, pero pide referencias literarias porque es lectora exclusiva de psicoanálisis, astrología y autoayuda. Palma, nuestro técnico informático, les da un vistazo general a las redes sociales, y otro específico a los remates en busca de un puñal de plata. El Salteño, que es un héroe de Goose Green, rastrea otras cámaras en la calle Humberto I, y conversa con los puesteros del mercado de Plaza Dorrego y los tenderos de antigüedades de San Telmo. Comparecemos los cuatro en el último piso de la base Chacabuco, justo cuando Leandro Cálgaris está escuchando a Benny Goodman y revisando La carta esférica, como casi siempre en camisa y corbata, con sus gemelos de oro y sus tiradores, y su pipa recargada de tabaco perfumado. Sin levantar la vista, nos dice: “Se identifica con Coy y se ve que tiene algunos conocimientos técnicos, Palma. Vamos a necesitar un listado de marinos mercantes y civiles con certificado de conductor náutico”. El hacker asiente, sin largar el chupetín de Coca-Cola, y se concentra en su tablet; lleva una camiseta negra del Increíble Hulk. El coronel alza sus ojos grises y acuosos, y los clava en Maca, que está completamente engamada en rojo, desde los zapatos hasta el rouge, y que abre un cuaderno rojo para consultar sus notas. No parece muy segura de su pesquisa: “Masculino, entre cincuenta y setenta años. Personalidad narcisista. Hipersensible, receloso y posiblemente solitario. Piensa que se le deben muchas cosas y considera que no tiene por qué obedecer las normas sociales comunes. No me atrevería a asegurar que es un esquizofrénico paranoide, pero en principio puede encajar en esa clasificación”. El viejo sabe que esto podría derivar en un largo y tedioso monólogo en jerga, así que la corta en seco: “¿Puede ser un paciente psiquiátrico?”. Maca se alza de hombros: “Cincuenta y cincuenta, porque también puede tratarse de un fenómeno episódico y con remisiones parciales”. El coronel juega con su mechero de pipas, pensativo: “Me acuerdo de Chapman, que era un fanático de Lennon y al final dijo: «Sólo quería convertirme en alguien». El nuestro lleva muchos años con esta alucinación”. Maca quiere introducir una objeción, pero Cálgaris no le da más calce: “Vamos a necesitar también información reservada sobre neuropsiquiátricos, Palma”. El hacker lo observa con cierta preocupación. El coronel se da cuenta y barre varias veces el aire con su mano: “Sí, contratá a dos o tres nerds más, si hace falta —le indica, y vuelve a Maca—. Es brillante, le gusta el arte y la lectura, pero así y todo tiene necesidad de reconocimiento”. La psiquiatra asiente: “Inmadurez emocional, tendencia al capricho, pero además rasgos de hostilidad creciente. Yo lo tomaría muy pero muy en serio”. Cálgaris gira hacia El Salteño y le hace un gesto. El héroe de Goose Green no tiene demasiado: otras cámaras retrataron el paso del chico de la bicicleta, pero no aportaron nada relevante; algunos anticuarios cuentan con catálogos y hay puñales de plata, pero ninguno fue vendido en ninguna subasta oficial durante los últimos diez meses. Los puesteros aseguran que hay remates clandestinos, y están pasándose la voz, pero no abriguemos esperanzas: en la calle nadie quiere comprometer a nadie. Palma solo suma temas, detalles y especulaciones que llevan a callejones sin salida. “Remil”, me despabila el viejo, y prende de nuevo su pipa. Esa rara mezcla de cherry, una combinación de Virginia suave con un toque de Burley, llena la oficina y hace toser a Palma. Abro mi carpeta. “El tipo tiene migrañas y usa cafiaspirinas, como Falcó —digo—. Cree que ese rasgo le fue copiado, pero Reverte admitió en una entrevista pública que él también las usa, y por los mismos motivos”. El viejo levanta la cabeza, razonando entre el humo: “No manda correos, no escribe en computadora y no se asoma a Google o YouTube —dice—. A lo mejor no tiene ni wifi donde vive”. Avanzo con otras referencias, que el demente califica como robos de identidad. “En la primera carta asegura que comenzaron a espiarlo hace años, con La tabla de Flandes, porque algunas de las reflexiones de Julia, aquella restauradora de arte, le pertenecen. Dice que creyó al principio en una coincidencia, pero toda la obra posterior le fue confirmando que lo escuchaban y que le estaban canibalizando su propia vida. Manías de Corso, expresiones de Teresa Mendoza, actitudes de personajes secundarios en El asedio y en El puente de los Asesinos, citas textuales en boca de uno de los protagonistas de Hombres buenos, episodios completos de Los barcos se pierden en tierra, los gustos turísticos de la scout de El francotirador paciente y del ladrón de El tango de la Guardia Vieja. Cada experiencia narrada es única y es suya. Ni los tics, ni los tragos, ni las costumbres ni las anécdotas pueden ser comunes, o fruto del azar y la casualidad. Traté con todos esos pedazos de ensamblar un perfil, pero tiene la astucia de esconder data propia e incriminatoria, y no fui capaz”. Maca levanta su lapicera roja: “Si me dieran unos días más para leer a fondo esas novelas estoy segura de que podría descubrir varios patrones y pistas nuevas”. Cálgaris vuelve a mover la cabeza. “Que Maca se quede con los libros y que Palma se entierre en Internet —decide—. Los demás, al campo de juego. Quiero por escrito un plan de seguimiento a Reverte, una custodia a distancia y la seguridad absoluta de que no tendremos sorpresas”.
Random nos filtra la agenda y las rutinas de Pérez-Reverte, y eso nos permite anticiparnos. Primero registramos la habitación donde dormirá unas noches, después creamos una red de vigilancia para el momento más crítico (el aeropuerto); más tarde visitamos la sala Jorge Luis Borges, donde presentará su obra ante mil personas, y hacemos un paneo por el stand donde firmará ejemplares hasta la medianoche. El Ministerio dio carta blanca, así que estamos gastando presupuesto como si fuera Obama o Mick Jagger, con la enorme dificultad de que serán siempre maniobras secretas e invisibles. Vuela por Iberia, doce horas despierto y corrigiendo un original, y llega destrozado de noche, justo para tirarse a dormir. Pero lo diviso entero y jovial, extremadamente educado, en el vestíbulo atestado de pasajeros y familiares, donde lo recibe con abrazos el director editorial y su asistente de prensa. Todavía se detiene dos minutos para hablar con un viajero y firmarle un autógrafo en la portada del diario La Nación. Hay doscientas personas cerca, pero ninguna amaga con atacarlo; tengo orden de meterle un balazo en la cabeza al psicópata del puñal si llega a aparecer de improviso.
Acompañamos su remise a distancia prudente; el Salteño va adelante con un coche blanco que no llama la atención, y yo lo sigo en mi 4×4. No hay sobresaltos y el escritor se despide en la zona de los ascensores. Montamos guardia nocturna y yo lo espero en La Biela, donde los mozos lo saludan con familiaridad. Reverte se instala contra una ventana y desayuna café con tres medialunas mientras observa con media sonrisa la fauna de las veredas, especialmente a los paseadores de perros. Parece encantado con el espectáculo, apenas interrumpido por algún desconocido que lo felicita o lo aborda para comentarle algo: ninguno de ellos se corresponde con nuestro lobo solitario, pero nos mantenemos en alerta máxima ante cada contacto físico o visual. El novelista camina luego al sol, compra libros usados y deambula por la calle Florida curioseando las artesanías de los manteros. En la tardecita, se detiene frente al local cerrado de la Munich y mastica un insulto inaudible; regresa al hotel y se encuentra con la asistente de prensa en el elegante bar de la plata baja: repasan durante una hora las entrevistas que otorgará en esos dos días intensos. Esa noche cenará en Fervor con un colega, y se irá a dormir temprano, porque la promoción será una auténtica paliza. La cena dura más de lo previsto: los dos escritores recuerdan sus andanzas como cronistas policiales y lloran de risa. Los comensales, siempre correctos, los reconocen pero no los molestan. Reverte descansa y se levanta temprano, listo para el combate. Vienen a entrevistarlo y a tomarle fotos no menos de cuarenta periodistas. Se muestra profesional y dispuesto, y sale un par de veces a la avenida y recorre las veredas de Recoleta para que lo inmortalicen al aire libre. Sus lectores le tocan bocina, lo saludan desde lejos. Esa noche pasan a recogerlo sus editores y lo conducen hasta un restaurante de Puerto Madero: Reverte parece por primera vez cansado o aburrido; apura la reunión y se encierra en su suite. Al día siguiente está desayunando de nuevo en La Biela, pero esta vez aprovecha para seguir corrigiendo sus páginas. Al mediodía, se sienta a su mesa un ex piloto de combate, que le trae un libro sobre las incursiones más espectaculares de la guerra de Malvinas. Sé que el novelista pasó seis meses en la Argentina cubriendo aquellos acontecimientos de 1982 y que le interesan vivamente, aunque no creo que tenga una idea acabada de lo que vivimos en Monte Longdon, cuando yo era un dragoneante cruel de la infantería y desobedecía las ordenes de replegarme. Mi sargento mayor me gritaba: “¡Hijo de remil putas!”. Y quedó Remil.
Pasan a buscarlo a don Arturo a las 15 en punto y lo llevan en raid por varios estudios de radio y de televisión. Terminará firmando ejemplares en la librería del Gran Splendid. Lo estoy escoltando allí mismo cuando Palma nos avisa que su equipo cruzó las listas náuticas con los manicomios, y después con expedientes judiciales, y que le ofreció a Maca tres sospechosos. Maca descartó dos y se quedó con un tercero, por edad y características. Antecedentes penales, denuncias por agresión y conducta violenta; tres ingresos en clínicas de salud mental, profesor de castellano y artista plástico. Nos envía por chat un informe psiquiátrico: el diagnóstico a distancia de la gordita no estuvo tan errado. Se me paraliza el corazón cuando lo nombra: se llama Faulques, como el corresponsal ficticio y amargado de El pintor de batallas, que es a todas luces un alter ego de Pérez-Reverte. “Blanco perfecto”, decreta el coronel. El Faulques de carne y hueso tiene domicilio legal en el Tigre y es propietario —afirma el hacker— de una lancha Chris Craft de 1995, que está en venta. Reverte pidió una cena ligera en su habitación: son las vísperas de la gran ceremonia y quiere estar fresco y en forma, porque tendrá que afrontar una agotadora jornada culminante antes de volar a Barajas. Dejamos una consigna armada hasta los dientes y alquilamos un taxi acuático para que se interne por el río Carapachay. Tanto el héroe de Goose Green como un servidor llevamos nuestros Kalashnikov y nuestras falsas camperas de la Policía Federal Argentina. Antes de llegar al kilómetro 17, Palma envía una serie de imágenes: Faulques es un veterano relativamente alto y musculoso; pelo gris, nariz recta, tez oscura y una expresión turbia y altanera. Sus rasgos hacen acordar levemente a Jean Reno. Ahora que el hacker recibió el visto bueno y una tibia felicitación por su rastreo, está eufórico y rebusca a Faulques por otros sitios. Comienza a inundarnos de información que no necesitamos, y se atreve a especular con que adquirió el puñal de plata en unas subastas clandestinas que se realizan en la zona del Delta. Cálgaris interviene para hacerlo callar y para recordarnos que no necesitamos acribillarlo a balazos.
La casa sobre el río es ruinosa, y la Chris Craft brilla por su ausencia. Subimos los escalones carcomidos, apenas iluminados por un farol, y reventamos la puerta a culatazos y patadas. Adentro hay luz eléctrica y ningún lujo, pero tampoco ningún desorden. Las bibliotecas tapizan todas las paredes, destaca un equipo de pesas y musculación, y hay un atelier trasero donde Faulques pinta autorretratos, sombras y descuartizamientos. En uno de los cuartos laterales encontramos una pared completa con recortes: parece un santuario de Arturo Pérez-Reverte. Entrevistas en diarios y revistas, páginas subrayadas de sus artículos y de sus novelas, fotos de Johnny Depp y de Viggo Mortensen, y un escritorio con anotaciones y planos. El Salteño me llama desde una pieza complementaria, más reducida pero también recargada de imágenes. Esta segunda capilla ardiente está dedicada a Dolores Redondo y su trilogía del Baztán. Faulques piensa que también el Grupo Planeta está robándole la memoria y la existencia mediante las argucias del espionaje tecnológico. Guarda rencor contra todos estos “inventores que no han inventado nada”, que le han saqueado sus ideas originales y sus circunstancias íntimas. Enviamos al taxista de regreso para que vuelva con tres vigiladores, apagamos todas las luces y esperamos en la oscuridad que el dueño se presente. Pero la espera resulta vana: hace por lo menos dos días que nadie habita ese hogar; es probable que el cazador pernocte en la ciudad, muy cerca de su presa. Éste será el último día de Reverte en su territorio y es fija que hoy el loco intentará consumar su sueño. Es también el último desayuno en La Biela, y don Arturo aprovecha el buen tiempo para ocupar una mesa en la vereda y leer a la sombra las aguafuertes porteñas de Roberto Arlt. Nada significativo sucede, y tenemos la impresión de que dormirá una buena siesta antes de salir al toro. No nos equivocamos. A las 18 en punto baja impecable y se deja conducir hasta el predio de la Rural. Parece completamente relajado, pero nosotros tenemos cucarachas en el estómago. Es el día D, y entre esa multitud de lectores hay uno que intentará asesinarlo.
Mientras examinamos la larga fila que se ha formado y los alrededores de la sala, una autoridad de la editorial introduce a Leandro Cálgaris por la puerta trasera y le presenta a Reverte en los camarines. El viejo camina con su flamante bastón de estoque, luego de aquel rociado de ametralladora en el puerto de Olivos, y se presenta como un veterano editor, un marino aficionado y un admirador de Patrick O’Brian, que Reverte también venera. Hablan un rato de literatura y de mar, mientras los organizadores dan el paso a la gente, que se va ubicando en las butacas. Buscamos a Faulques afanosamente hasta que las sillas están completas, y las puertas se cierran. Pero aun entonces repaso lentamente, dos veces de ida y de vuelta, las hileras de lectores sentados para comprobar que no cometidos un error. Parece que no lo cometimos, y entonces sellamos la retaguardia y nos ubicamos junto al escenario, mirando intensamente cada gesto con sospecha, y atentos al mínimo movimiento raro. El colega de Fervor presenta a Pérez-Reverte y le da la bienvenida; el público lo ovaciona. Se sientan juntos y charlan de libros durante una hora entera, y mientras tanto, solo se han colado para permanecer de pie algunos lectores rezagados, pero evidentemente inofensivos. Reverte se despide y le dedican un aplauso que dura dos minutos; luego lo sacan por la puerta trasera y caminamos junto con él esos cien metros hasta el pabellón: es un tramo de extrema vulnerabilidad, y lo vamos rodeando sutilmente, mientras él departe con argentinos de variada cepa que le salen al paso o lo siguen como a un Cristo. Al final, sin incidentes ni sobresaltos, se ubica en el stand de Alfaguara, frente a una mesa alta, y comienza a firmar ejemplares. Lo hace de pie, durante horas, dejándose fotografiar con los celulares de cada uno, recibiendo sobres y regalos y poniendo interminables dedicatorias. Su fila es la más extensa del mundo, y los corredores de la Feria están repletos, los visitantes se abren paso a los codazos, hay un ruido ensordecedor a multitud encerrada. En un instante, entre la manada creo distinguir a Faulques. Es apenas un destello, tal vez un espejismo, porque la muchedumbre se lo traga en una fracción de segundo. Aviso que me reemplacen en la “cápsula” y salgo a perseguirlo, pero es como remar en dulce de leche. Creo verlo en un recodo, pero cuando lo alcanzo resulta que lo perdí, y doy varias vueltas infructuosas por ese laberinto de libreros y paseantes. Regreso desanimado al stand, y procuro de nuevo que don Arturo no me vea. El tiempo parece detenerse, porque el avance de la fila es en cámara lenta. Pasan las horas y los admiradores no menguan, a pesar de que los pasillos y las calles comenzaron a vaciarse y algunos puestos ya cierran. Cerca de las diez de la noche, la Feria está prácticamente desierta, muchas luces se apagaron, pero Reverte no tiene límite de tiempo y se ha propuesto que nadie se retire de ese puto lugar sin una dedicatoria o un saludo. Tiene resistencia física el jodido, no se sienta jamás. Y no queda más que aguantarlo, aunque ya a muchos metros de distancia, porque hemos comprobado que Faulques no figura entre los devotos de la fila infinita ni se ha escondido en ningún rincón del predio. Le pido al héroe de Goose Green que se encargue de sacar el “paquete” y bajo a buscar mi 4×4 para realizar la avanzada. Sus editores aseguran que después de semejante maratón el novelista no quiere cenar: va directo a la cama. Y mañana tiene avión temprano. Cuando entro en el Alvear noto de inmediato un gran murmullo: hay un batallón de turistas norteamericanos en el bar de planta baja. Me dirijo a la barra para encargar un vodka con hielo cuando veo a Faulques en una mesa de un ángulo. Está vestido con traje y corbata, bebe un espumante y tiene la vista perdida. Me acodo en la barra y lo vigilo por un espejo, sin atreverme a tocar mi vaso. Imagino lo que hará cuando Reverte se acerque a los ascensores, y me pregunto si yo seré lo suficientemente rápido cómo para dominarlo. Calculo además cómo sería un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, porque este Jean Reno de cabotaje tiene una caja torácica considerable, un cuello grueso y unos brazos fuertes. Envío un chat al Salteño pidiéndole que hable con el editor y retrase con cualquier excusa la salida del novelista, y que mande refuerzos al hotel. Y cuando estoy en eso, resulta que Faulques mira su reloj, se incorpora y camina hacia el hall central. Pienso por un momento que esperará a su víctima cerca de las puertas giratorias, pero al seguirlo compruebo que dobla a la derecha y entra en el baño de caballeros. Espero un poco más y yo también lo sigo por una escalera interna, y lo encuentro en el mingitorio. Me refresco la cara en el lavabo y me repeino, y él acaba su descarga y se limpia las manos con jabón. Finalmente, se las seca con una toalla y nuestros ojos se cruzan por primera vez. Estamos frente a frente, sosteniéndonos la mirada, petrificados, y es entonces cuando Faulques se lleva la mano a la cintura y yo le doy un puñetazo en la boca. Es un golpe tan contundente que el artista pega contra la pared y trastabilla, y su puñal de plata cae y tintinea al rebotar contra los zócalos y el suelo. Lo pateo lejos y vuelvo a golpearle el morro, pero con más potencia. Jean Reno queda grogui, y yo le apunto con la Glock mientras le aviso al Salteño que necesito apoyo en el baño. Uno de sus muchachos me asiste de inmediato, y entre los dos limpiamos la boca sangrante y lo cargamos como si estuviera ebrio. “Tuvo una lipotimia”, le explico a uno de los porteros uniformados. Cuando lo esposamos en la 4×4, compruebo que se le rompieron algunos dientes y que el puñal es de plata pura y está muy afilado. Más tarde en la comisaría, ya algo recompuesto, romperá conmigo por única vez su silencio resentido para decirme: “Nadie debería irse de esta vida sin dejar una Troya ardiendo a sus espaldas”. Me encojo de hombros y le convido un cigarrillo negro. Fumamos uno junto al otro hasta el amanecer.
El Salteño dirige la operación de Ezeiza, pero yo espero a Reverte en la sala VIP de Iberia picando frutas secas y aceitunas. El escritor intenta abstraerse un poco para leer los Cuentos escogidos de Manuel Mujica Láinez, pero a cada rato un pasajero lo interrumpe y le reclama un autógrafo, le comenta una columna o le cuenta una historia. Cuando los altavoces ya están anunciando el embarque y la salida, don Arturo recoge su equipaje de mano, se sienta de repente a mi mesa, y me atraviesa con una estocada irónica. “¿Crees que se pierden tan fácilmente los viejos reflejos? —me pregunta—. Me has seguido cuatro días, a sol y a sombra, y supongo que con todas las ocasiones que te he dado, si fueras un cuchillero ya me habrías mandado al otro barrio”. Yo ni siquiera pestañeo, le sostengo la mirada con la cara dura. “Como evidentemente no lo has hecho y tienes pinta de soldado y de policía, no me cuesta nada agradecerte los servicios prestados”, agrega y se queda asintiendo unos segundos, reflexivo. Luego se pone de pie, toma su equipaje y me palmea el hombro. “Adiós, Falcó, y cuídate el culo”. Sale definitivamente ileso de la sala VIP y yo me sirvo una cerveza bien fría.
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