Las «Finales de 2006» se habían torcido a lo grande para Miami Heat. Los Dallas Mavericks de Dirk Nowitzki habían ganado los dos primeros partidos y la estadística sólo concedía dos precedentes (1966 y 1977) de una remontada como la que necesitaba el equipo de Dwayne Wade y Shaquille O’Neal. Al menos, los siguientes tres partidos eran en cancha de Miami. Pertenece a la historia de la competición lo que sucedió entonces. El equipo de Florida ganó tres encuentros consecutivos ante su público (con alguna polémica arbitral de por medio relacionada con los tiros libres) y se colocó a una sola victoria del anillo. La serie viajaba ahora de vuelta a Dallas. Si ganaban los Mavs, habría séptimo y definitivo partido, también allí. Pero si Miami se imponía en el sexto, el título estaría finiquitado. Y aquí es donde aparece la personalidad vesánica del entrenador de los Heat. Quien mejor lo cuenta es Shaq:
Ese entrenador era Pat Riley. Miami ganó el sexto partido (en territorio comanche) y se llevó el primer título de la NBA en la historia de la franquicia.
Habían pasado más de veinte años desde que Riley se instituyera como el entrenador del Showtime de Los Angeles Lakers. Fue en los 80. Dejó cuatro anillos (y un quinto como asistente del malogrado Jack McKinney, verdadero inventor de la cosa) en los dedos del equipo de Jerry West y la familia Buss. La piedra angular del proyecto era el jugador con la sonrisa más blanca y arrolladora de ambas conferencias, un base que superaba ampliamente los dos metros y que había ganado su primer campeonato jugando el partido decisivo como pivot: Magic Johnson. Los Celtics de Larry Bird y los Pistons de Isiah Thomas le privaron de erigir en su década una auténtica dictadura.
Riley dio el proyecto por agotado en 1990, y en 1991 fichó por los Knicks de Nueva York. Para entonces, los Lakers de Magic aún habían conseguido colarse otra vez en unas Finales, pero les atropelló el futuro: los Bulls de Jordan y su primer anillo. Es entonces, aún en razonable plenitud física, finalmente casado con su novia de la universidad y con 32 años todavía hábiles para buscar algún campeonato más, cuando Magic supo que había contraído el virus del VIH. Lo anunció dos semanas después. Se retiró de inmediato.
La noticia no fue recibida como una desgracia, sino como una sentencia de muerte. Al menos así lo entendieron todos en aquella rueda de prensa del 7 de noviembre de 1991. Todos menos él. “Mi plan es vivir una vida larga”, les dijo a los periodistas, muerto de miedo pero sonriendo. Las asociaciones de enfermos le acusaron de perjudicar a la causa por instalarse en la negación. En aquella época no se sobrevivía al virus y la medicina ofrecía pocas esperanzas. Earvin Johnson encajó el pésame de la mayoría y algo casi peor: la lepra social de tener el VIH. Le negaron la entrada a restaurantes y clubes. Le dejaron de coger el teléfono. Sus propios compañeros de los Lakers no querían ni que se acercara a airearse a los entrenamientos. Su propio hijo fue marginado en el colegio. A Magic se le apagó la luz. Entonces, de entre las sombras, recibió una llamada de teléfono.
“Un día me llamó Pat Riley desde Nueva York y me dijo: tráete tus cosas, que te voy a entrenar”. Riley le abrió las puertas del Madison Square Garden. “Yo fui a darle una equipación de los Knicks, pero él no quiso. Entrenó con una camiseta de los Lakers”. Tiros libres. Ganchos. Triples. Entradas a canasta. “Fue un inspirado entrenamiento de 45 minutos con su antiguo entrenador, Pat Riley”, relató el New York Times. “Parecía tres o cuatro kilos más delgado que cuando jugaba”.
Pero además, Riley, delante de todos los medios de comunicación a los que se les filtró el entreno, una miríada de cámaras entre la fascinación y el morbo de la estrella caída y corrupta, quiso lanzar un mensaje contra el sospechoso habitual de contagio entre deportistas profesionales de la época: el sudor. “Después de aquella sesión estaba deseando empaparme en su sudor. Le di un abrazo enorme. No quería que pensara en ningún momento que me daba miedo estar con él”. A Magic le esperaba el All Star de Orlando y los Juegos de Barcelona, pero en diciembre de 1991 nada de eso parecía a su alcance. “Fue el empujón que me hacía falta. Me ayudó a ver que me esperaban tiempos mejores. De hecho, aquel día Pat me cambió la vida”.
A 5.500 kilómetros de distancia, en Londres, también por esa época, cientos de jóvenes ingleses seguían muriendo de sida. Lo cuenta la magnífica serie It’s a sin (HBO). Apunten el año: 1996. Fue entonces cuando la medicina halló por fin el cóctel farmacológico adecuado para empezar a contrarrestar el virus. Un virus asociado a la chusma pero que también vestía traje y zapatillas Jordan.
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