Mi amiga Zia Mei, que no sólo cuenta cuentos, sino que trata de vivir la vida como si estuviese dentro de uno de ellos, me explicaba un día, acodados en la barra de un bar, que el delito cuando se está frente a los niños narrándoles una historia no es la ausencia de moral de la fábula, sino aburrirles. Estoy de acuerdo.
Yo mismo escribí hace algún tiempo un artículo para este medio titulado Las hogueras de la moral incendian el arte, donde advertía, a mi entender, del riesgo cada vez más cierto, de imponer el aleccionamiento a la creación.
Creo que cualquier artista tiene una responsabilidad, pero ésta, en el caso de un escritor, ni siquiera alcanza a los posibles lectores; mucho menos se trata de un adeudo con una ética establecida por la sociedad, el poder vigente, o la religión imperante. ¿A quién afecta, pues? Exclusivamente a sus personajes y, por extensión, a su obra.
Debemos ser capaces de crear personajes creíbles, complejos, llenos de matices, de vida; que le muestren al lector las distintas aristas que todos poseemos. Personajes que le hagan sentir, lo que abarca un amplio espectro de emociones, entre las que también se encuentran, por supuesto, la crueldad, el odio o la injusticia, ¿por qué no?
Me niego a aceptar la idea de que la literatura, o cualquier otra disciplina artística, deba convertirse en el Pepito Grillo de una conciencia colectiva con afán ejemplarizante.
Pero, como comentaba, de esto ya hablé en otra entrada y no es cuestión de repetirse, o sí. En cualquier caso, de lo que quería hablar hoy es de literatura infantil, de buena literatura infantil. De esa que, como dice mi amiga Zia, no comete el imperdonable delito de aburrir.
Intuyo que la narrativa para los más pequeños cada vez ha aumentado más su cuota de mercado. Aunque sólo sea por aquello de calmar nuestra conciencia progenitora, en un afán por compensar las horas frente a la tecnología.
Inevitablemente, cuando algo se convierte en un negocio también aumenta el nivel de basura complaciente basada en la supuesta satisfacción del consumidor que adivinan los departamentos de marketing. En este caso de los papás y mamás convencidos de que habrán contribuido a potenciar su faceta educadora si les leen a los niños un librito donde el buenismo ñoño de manual impere en el corazón de sus personajes planos y anodinos.
Les puedo asegurar que de todos los libros que leo al año, un buen porcentaje son infantiles y cuesta encontrar una historia que merezca la pena. Probablemente tanto como en la literatura de adultos, dicho sea de paso. Aclaro que me refiero exclusivamente a la historia y saco de la ecuación, en la mayor parte de los casos, las ilustraciones que la acompañan. Cualquier comercial sabe que es importante presentar bien la bazofia.
Aunque como en las historias de Uderzo, no toda la Galia está ocupada por los romanos. Hay aldeas que resisten pobladas por irreductibles galos, en este caso editores.
Uno de ellos es Luis Manuel Larraza, Astérix al frente de la editorial Booklalia, que no hace mucho ha editado un librito, El iglú, que trata a los lectores más pequeños con el respeto con que la buena literatura ha de relacionarse con cualquier lector, tenga la edad que tenga.
No les quiero destripar demasiado de este maravilloso relato. Simplemente les diré que un buen día, en el camino que va desde el pueblo hasta el colegio, aparece un inmenso iglú, sin puertas, sin ventanas, ni tan siquiera esquimales a su alrededor, que no se derrite…
A partir de ahí les aconsejo que sean ustedes, o sus hijos, los que se acerquen a esta fábula, escrita por Jesús López Moya e ilustrada fantásticamente por Zuriñe Aguirre. Un cuento que tiene claro que en la narrativa importa tanto el texto como el subtexto, lo que se muestra como lo que el lector construye. Un cuento que trata a los lectores, repito, tengan la edad que tengan, como personas inteligentes —algo que se agradece, siempre— y deja que sean ellos los que construyan la obra junto con el autor. Porque, al igual que en la educación, a veces es más interesante esbozar las preguntas adecuadas que responder a cuestiones que nadie ha planteado.
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