No sé si a alguien más le ha pasado, pero yo, cuando era pequeño, un niño de no más de 8 o 10 años, tenía la constante sensación de que había alguien detrás de mí, vigilando. Era imposible, porque vivía en una casa en la que las habitaciones estaban alineadas y solamente se podía acceder por una puerta (sin contar la trasera, que siempre estaba cerrada con llave y cerrojo), pero en ningún caso, nadie podía sorprenderme por detrás mientras veía dibujos animados en uno de los cinco o seis canales que había entonces, porque no había manera de entrar si no era pasando por delante. Era una sensación persistente, incómoda, que me ponía la piel de gallina y me erizaba el vello de la nuca. No sé si a alguien más le ha pasado eso de ver una sombra moviéndose en los claroscuros de la noche, en mitad de un campo de lechugas, cuando la luna apenas ilumina el terreno. A mí sí me ha pasado. A veces no han sido más que sensaciones, muy vagas e imprecisas, como la palabra en la punta de la lengua. Otras —como cuando trabajaba en verano en la churrería, hará unos treinta años— se trataba de algo más consistente: una sombra sólida y pequeña, de no más de un metro, que se escapaba de mi campo de visión pegada a la pared del local. Podía verla de soslayo, pegada al rabillo de mi ojo, pero me era imposible llegar hasta ella porque era muy veloz. La perseguí en vano. Entonces desapareció. Se escabulló por la misma puerta trasera por la que yo mismo había entrado hacía apenas media hora. Si fuera más escéptico diría que aquello —y todo lo demás— no fue sino producto de mi imaginación. ¿Por qué dudo? Porque ese día murió alguien. Sufrió un infarto. Allí mismo. En la parte que daba a la cafetería. ¡Ese mismo maldito día! Y eso no me lo he imaginado, porque en verdad ocurrió. Yo estaba allí cuando oí el estrépito del golpe al caerse de la silla. Cuando gritaron pidiendo ayuda. Cuando llegaron las sirenas de la ambulancia. Cuando, en el tumulto arremolinado en torno al hombre, comenzaron a escapar las lágrimas y los gritos. No llegó vivo al hospital. ¿Y por qué pienso en esto ahora? Pues porque me pregunto si a alguien más le ha pasado lo de mirar hacia arriba y ver esas cosas colgando del techo, arracimadas en una esquina, palpitantes y sucias, grotescas. Esas criaturas que llegaron cuando todo lo demás. No sé qué son. Si son insectos u otra cosa. Pero sé que me miran. Ni siquiera sé como llegaron allí. Pero estorban, de un modo silencioso e incómodo, me molestan.
También me pasa eso con algo más sutil e invisible, con esa oscuridad que se cierne sobre mí cada vez que me pongo a escribir. Esto no creo que todo el mundo lo entienda. Es una voz silenciosa que susurra cosas horribles sobre mí y sobre lo que estoy haciendo, prometiéndome que no va a merecer la pena, que no va a ser suficiente. Es una idea que se abre camino como se abren camino las grietas en las casas, sin apercibirte apenas de ello hasta que es demasiado tarde. Se abre y se extiende con el único fin de resquebrajar tu moral. Mina tu energía y tus motivaciones, aplasta de forma brutal tus ilusiones. Y lo hace mientras intentas crear, lo que sea, algo que perdure, que permanezca. Yo lo siento en la nuca, como sentía aquella presencia de niño a mis espaldas. Siento su aliento pestilente, esas palabras que nacen con mi voz mental y que me muerden el pensamiento. Y no puedo más que mirar al techo, intentando convencerme de que eso es peor. Pero no lo es. Porque esas criaturas solo están ahí. Mirando. Quizá esperando. Y lo otro no se muestra impasible ni compasivo. Se ocupa de taladrar y taladrar, de minarte hasta dejarte exhausto. Hasta que tires la toalla. Quiere verte morder el polvo. Se regocija con ello. No solo les pasa a escritores como yo. Sé que también reciben esa visita otros creadores y artistas. Algunos lo llaman impostor. Y lo han convertido en síndrome. No es plato de buen gusto dudar siempre de uno mismo. Pero, ¿cómo crecer si no es saliendo de tu zona de confort?
Un buen antídoto al síndrome del impostor es ser consciente de su presencia y tomarlo no como una amenaza, sino como una oportunidad. No solo de ganarle la mano, sino de aprender. Porque te obliga a hacerlo mejor y también a ser más objetivo y menos crítico contigo mismo. O, al menos, a intentarlo. Suena complicado y, en ocasiones —la mayoría—, lo es. Pasar de esa voz y combatirla a golpe de tecla también es una buena terapia. Leo me dijo que no lo viera como algo negativo, que lo entendiera como una manera de superar cada nueva salida de mi zona de confort. También me dijo que la vida es así y que las mejores cosas llegan cuando somos capaces de salir ahí fuera y dar un paso, aunque no conozcamos el camino, aunque dudemos de si lo vamos a hacer bien o no. Así que hoy mi entrada del diario va dirigida a esa motivación para elegir el camino de la autosuperación y no hacer oídos sordos al impostor, pero sí callarle la boca poniendo toda la carne en el asador y fortaleciendo mi estima y confianza propias. Yo no soy de los que esperan el hálito divino de la inspiración. A mí me tiene que pillar trabajando. No lo entiendo de otro modo. Sin embargo, soy consciente de que esa sombra no dejará de estar ahí y de que no dejará de hundir su dedo en mi hombro para que la escuche y me venga abajo. No lo conseguirá. Hoy, no.
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