Dune, la novela de ciencia ficción hardcore convertida en icono popular. Dune, el pudo ser y no fue cinematográfico de Jodorowsky y, finalmente, de David Lynch, una película cuya ejecución fue más interesante que el propio relato y que, sin embargo, sigue fascinando y molestando a partes iguales (incluyendo a su propio autor).
Como producto, efectivamente, la película de Villeneuve se mueve al filo del abismo. Todo el rato. Es una superproducción cara, larga y lujosa, de ritmo moroso y tono trascendente que, sin embargo, tiene que vender de manera masiva novelas, cómics y hasta muñecos de merchandising además de entradas; que debe convocar esa gran audiencia ansiosa de aventuras de cómic pero sin querer tener ella misma un solo aliento pulp. La presencia tras las cámaras del canadiense que firmó La llegada y Blade Runner 2049 es tanto un revulsivo para unos como veneno para otros.
Sobre esto último, lo cierto es que Dune: Parte 1 —en efecto, Denis Villeneuve ha segmentado el material con la esperanza de crear una saga que fidelice comercialmente o, simplemente, evitar un espanto narrativo— es, al menos entre sus blockbusters “de autor”, la película que más fácilmente discurre ante los ojos del espectador, la que, pese la importancia capital de los sueños y mensajes del más allá en su devenir, fluye de una manera más “sencilla” y natural ante nuestros ojos. Apoyándose en mimbres narrativos de la serie Juego de tronos, al fin y al cabo un producto del mismo estudio, la película narra una corrupta alianza de civilizaciones y el regalo envenenado que suponen esos intercambios de poder destinados en realidad a perpetuar estigmas y problemas socioeconómicos. Pero lo hace en clave de cine de aventuras, si bien éste corre a su ritmo y alejado de concesiones pulp.
Esta elegancia de Villeneuve, efectivamente algo forzada —esos planos de Zendaya recién sacados de un anuncio de perfume—, configura sin embargo un espectáculo como pocas veces se ha visto recientemente en una gran pantalla. No tanto por su teatralidad y exceso visual, presente en todos y cada uno de los fotogramas, sino por su voluntad —en este contexto arriesgada— de construir un nuevo y complejo mundo de escala épica que, además, ofrece al espectador la mágica sensación de pisar terreno desconocido, de tener que memorizar nombres y manejar ciertas y novedosas incertidumbres. Dune no está libre de defectos, desde ciertas secuencias plúmbeas o un sentido del suspense un tanto inoperante (por no mencionar lo profundamente anticlimática que resulta) pero son todo pequeñas piedras en el camino de un work in progress fascinante y prometedor.
Contada con ceremonia pero sin presumir (quizá a Villeneuve le haya venido bien prescindir del reputado Roger Deakins), en Dune la banda sonora de Hans Zimmer se erige como uno de los grandes puntales de la historia. Secuencias como la salida de la casa Atreides de Caladan y su posterior llegada a Arrakis o el intento de asesinato de Paul resultan oportunidades fascinantes para el compositor para elevarse por encima —todavía más— de las imágenes creadas por Villeneuve. Habrá quien considere la película un fatuo intento de cine comercial pretencioso, pero el cúmulo de elementos destacables entre tan mediocre oferta bastan para erigir a Dune como un elemento fascinante, una oportunidad cinematográfica que cada vez tiene lugar de manera más episódica, y desde luego uno de los grandes títulos de 2021.
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