«Llega un momento
en que debemos trazar bajo nosotros
una línea negra
y echar las cuentas»MARIN SORESCU
Otra gloriosa frase-sermón:
Paralelamente, hay sueños dentro de los sueños como, a juicio de Borges, tiene lugar en las obras del galés Arthur Machen, cuyos escritos mueven al «miedo cósmico» según advierte, con indisimulada admiración, Lovecraft. Por cierto, conviene resaltar que Machen tuvo la osadía de publicar Precious Balms, curiosa recopilación de críticas adversas dedicadas a su obra. Todo un gesto de gallardía innecesaria que contradice —o disimula, quién sabe— el esencial impulso de todo escritor: la vanidad.
Sabemos —porque nos lo cuenta Calasso— que Baudelaire pone en la pluma de su admirado Diderot frases que este no llegó a escribir jamás, con lo que aquél reinventa interesadamente al enciclopedista (ante todo, autor de Jacques le fataliste) sin pudor alguno, como si, envanecido, rebajara al maestro a la categoría accesoria de un heterónimo. Del mismo modo acaba transformando, de acuerdo a sus jactanciosas propensiones, cierta frase —de esas que dicen que dijo sin haberlas dicho— del siempre acelerado Stendhal («La belleza es una promesa de felicidad»).
Creo recordar que fue André Gide quien declaró que con buenos sentimientos se hace mala literatura, y no será mi intención refutarlo, por lo que manifiesto aquí mi eterna gratitud a los dioses por los malos sentimientos de Baudelaire, Diderot, Stendhal y tantos otros que me iluminan.
Por cierto, ¿y si en lugar de «belleza» escribiéramos «literatura» y «amor»?
En cuanto al amor, el único y casto deseo que Fernando Pessoa llegó a manifestar, y compartir infantilmente a través de unas pocas cartas cruzadas (en ocasiones incluso con la intermediación incomprensible, grosera e incompetente de Álvaro de Campos), fue el que le inspirara su compañera en Félix, Valladas & Freitas, la mecanógrafa Ophelia Queiroz. Ella tenía 19 años y él 32.
Finalmente, la cobardía, o impericia, ante el requisito del galanteo, con sus retorcidas reglas, y cierta obsesión alucinatoria, dejaron al poeta huérfano de sentimientos compartidos, virgen y abocado a la muerte, a la que pronto se entregaría en cuerpo y alma —in aeternam— en el hospital San Luis de los Franceses, pidiendo que le acercaran los lentes porque algo había allí, al final de la vida, que no lograba ver con claridad.
Recordemos que Tiresias, refiriéndose a Narciso, predijo: «Tendrá una larga vida siempre que no se conozca a sí mismo». Pues bien, Pessoa no solo se conoció a sí mismo sino que, tal vez desbordado por ello, se multiplicó en poetas por doquier (hasta setenta).
Él mismo confesó que nunca llegaría a nada porque llegar a nada era su meta. Al fin y al cabo, la misma que se persigue en el Instituto Benjamenta, ese lugar en el que todo buen sirviente debiera aparcar su atención y donde los principios de la excelente servidumbre son inculcados a los alumnos según las normas impuestas por Herr Benjamenta y aplicadas, manu militari, por Fraulen Benjamenta. (Walser es otro con apariencia de no haber llegado. Hay que ver cómo engañan las apariencias de nuestros discretos maestros…).
El que también repite el pronóstico (nunca llegarás a nada) es Tower, personaje, y escritor que no escribe, que nos presenta El halcón peregrino, novela disipadamente excelente de Glenway Wescott. Pero lo verdaderamente impactante en la novela no es lo que Tower le dice a su amiga y anfitriona Alex, sino lo que ésta le responde: «Nunca serás novelista».
¿Acaso la escritura y el amor propio —círculo vicioso— son la razón de un exquisito fracaso?
Finalmente, he aquí la confesión que Rilke pone en boca de su héroe Malte Laurids Brigge: «Es bueno decirlo en voz alta: “No me ha pasado nada”. Una vez más: “No me ha pasado nada”. ¿Sirve de algo?».
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