Si algo me ha enseñado la vida y la observación (con rudeza, y me ha dolido) es que los quereres y especialmente los amigos se prueban en las buenas (cuando tienes éxito y los astros se te cuadran sonrientes), no en las malas, como popularmente se dice.
Te admirarán y pensarán bien de ti si no les queda otro remedio —un fenómeno sombrío—, pero próximo a la línea de realidad o al suelo mismo: en cuanto les des (a ellos, a los otros) el más mínimo signo de debilidad… un pequeño fallo, un ligero atisbo… ¡Adiós!
Una amiga: “Yo cuando veo a mi novio mal, angustiado, bajo de ánimo, pienso, ya ha sabido de algún éxito de alguien”… Nos reímos a carcajadas. Ninguna de las dos puntuamos mucho como envidiosas.
Yo no suelo sentir envidia, al contrario, me gusta rodearme de personas más sexis e inteligentes que yo, más preparadas, más elegantes, más divertidas, más elocuentes, nobles, dignas, delgadas, bondadosas, jóvenes, con más tiempo libre y menos hijos, más altas, adineradas, sensuales, carismáticas, estilosas, personas magnéticas, infalibles, con cutis estupendos y suelos pélvicos primorosos, de pasarlo pipa sin freno y sin vergüenza… Personas que disfrutan del ajedrez y ganan, que nunca fuman ni tosen… Todo éter… perfume y resplandor…
Sin embargo, la expresión «envidia sana» es de las gilipolleces más delatoras e insanas que pueden salir rodando de nuestra boca, ya que la única forma de envidia que puede conocer el ser humano es la envidia cochina, en sus distintos grados, por supuesto.
¿Y quién es el culpable de la envidia? ¿El envidioso, ese innoble reptil, o el envidiado (quizá alguien que presume sin el menor decoro desconsiderando las circunstancias y los pesares de los demás)?
Cuando pensamos en Georgina, por ejemplo, acuden a nuestra mente los símbolos más groseros del poderío: relojes cuajados de brillantes, pendientes de zafiros, rubíes y esmeraldas. Realicen este ejercicio conmigo. Vamos, no me negarán que cuando piensan en Cristiano y su mujer enseguida aparecen garajes atascados de Ferraris, Bugattis, Lamborghinis y Bentleys, con asientos de cuero blanco a juego con sus carillas blanquísimas y sus leggins y tangas; continúen visualizando este sueño pop, el sueño de toda dependienta, digo yo: Birkins de cocodrilo teñidos de rosa chicle o lima, estiletos imposibles, mocasines de la toile monogram arrojados desde la cubierta de los yates, jets privados en cuyos asientos amplísimos reposan los glúteos desafiantes de Gio, jamones y más jamones, chorizos y lomos, de la mejor calidad ibérica, que mastican los mejores carrillos hialuronizados, al ritmo de los pómulos de diseño donde descansan a su coqueta caída unas pestañas postizas.
Decidlo, ¿sentís envidia? Quizá en este caso no, demasiado inalcanzable, lejano… ¡Qué difícil es autoanalizarse! La envidia, sentir tristeza y ansiedad al saber de algún éxito o cualidad de la vecina —¡qué cosa tan fea y tan humana! ¡qué cosa tan vital!— generalmente se siente por aquellos que tienen un poquito más que uno en esta vida, ese poquito que podría ser nuestro y no lo es.
Las personas sofisticadas intelectualmente gestionamos las emociones negativas con cintura y pragmatismo, como enfermeras, sin aspavientos ni tiempo que perder. Recogemos todas las migas de envidia con un cepillo, las metemos en una caja y las guardamos bajo llave en el armario más macizo del desván, no sea que se enfade esa envidia y se arroje contra los invitados como un rottweiler. Ya si acaso la rabia la purgamos jugando al tenis, en los negocios o en la cama.
Y ahora, observemos las reacciones a nuestro alrededor, sin pasión. Al funeral de tu ex irán hasta los que te odian, asistirá la peor enemiga de tu colegio y te abrazará con ternura impostada e incluso puede que sincera. La gente se compensa con (la mierda y) el dolor ajeno.
Pero el que te quiere, el que te aprecia de verdad, te abrazará y resonará contigo cual campana cuando las cosas te vayan bien. Como una madre, qué difícil es esto.
Y ese abrazo, sin sentirse mezquinamente cuestionado. Ni dejarse arrastrar por la envidia. Eso es querer, eso es ser amigo. ¿Cuántos amigos tienes?
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