En uno de sus últimos textos críticos, Ricardo Piglia sostiene que el detective es una de las mayores representaciones modernas de la figura del lector. Acude, para demostrarlo, al cuento que funda todo el género: Los crímenes de la calle Morgue, que comienza precisamente en una librería de Montmartre y que presenta en sociedad a Auguste Dupin, un bibliófilo incurable. Poe, que cultivaba a la vez el relato gótico y sobrenatural, inventa en ese texto positivista la ficción policial, y con ese simple movimiento tiende un puente simbólico y perfecto entre el fin de una era y el comienzo de otra. Se ha escrito mucho acerca de que la novela criminal era hija del conservadurismo victoriano y de la burguesía moderna, donde el asesino rompía el orden establecido y el investigador lo restituía. Borges no contradecía esta hipótesis, pero tenía sus propias ideas sobre el tema. En una conferencia de 1979, afirma: “Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico si ustedes quieren, pero un género fantástico de la inteligencia”.
La definición de Borges es muy poco citada por los críticos pero resulta crucial, puesto que explica muy bien la inminente derivación norteamericana, la llamada “novela negra”, que no es fruto entonces del género fantástico como su predecesora, sino del realismo. Esta diferencia radical explica en gran parte toda la genealogía de una literatura que ha mutado y ha encontrado nuevas formas híbridas, pero que no ha dejado de producir grandes escritores ni de multiplicar lectores en todas las épocas y en todas partes del mundo. Su explosiva vigencia no se explica, a mi entender, en el hecho de que el detective sea efectivamente un lector, como prefiere Piglia, sino en que representaba entonces, y sigue encarnando ahora mismo, la figura del cazador. La prosa policial dramatiza la caza, actividad atávica del hombre que comenzó en la prehistoria y que, por lo tanto, se encuentra inscripta en nuestro genoma. El hombre civilizado lee acerca de peripecias y persecuciones porque tiene dentro de sí ese ímpetu dormido, ese adn explorador y carnívoro, y porque le resulta irresistible “revivir” las múltiples experiencias del cazador primigenio: los detalles, la conjetura, el seguimiento, el acorralamiento y el asalto final.
Salvador Vázquez de Parga, tal vez el máximo especialista español de toda esta novelística, lo explica a su manera: “La novela policial es el relato de una persecución —escribe—. Hasta ahora los teóricos del tema han cifrado el corazón de la novela criminal en el enigma, y realmente en ningún caso puede carecer de él, pero su situación como punto álgido de la trama puede hallarse desplazada. La novela detectivesca pura hace efectivamente del problema el centro de gravedad alrededor del cual gira toda la narración. Las distintas transformaciones del género, sin embargo, han podido desplazar el punto vital al misterio, al suspenso, a la aventura, a la acción, al criminal, a la víctima, a la sociedad, al ambiente, etc., dando lugar a los distintos subgéneros de la literatura criminal”.
Personalmente, creo que hasta el enigma racionalista a la manera de Sherlock Holmes (alguien capaz de analizar pisadas y de utilizar un perro para seguir olores y huellas) reproduce las habilidades del hombre primitivo para deducir y anticipar los movimientos de su presa, y darle caza. Es que dentro de esta clase de narraciones hasta el problema más intelectual es, en verdad, una duda, un acertijo sobre el terreno, una búsqueda, un acoso, una batida. Borges y Bioy Casares llegan a un extremo cuando con los cuentos de don Isidro Parodi colocan al cazador en el más completo aislamiento: el “detective” está preso y por meras referencias verbales inicia la cacería mental y da con el culpable sin moverse un centímetro de su celda. Significativamente, de la caza de un animal homicida termina tratándose Los crímenes de la calle Morgue: Dupin descubre que el asesino no es un humano, sino un enorme orangután de Borneo.
Si el detective es el cazador, podemos decir que el suspenso sin investigadores es la novela de la presa, inocente o culpable: William Irish, Charles Williams, David Goodis, Patricia Highsmith y tantos otros cultivaron esta otra narración apasionante, cuya empatía y punto de vista se encuentran ya no en el clásico perseguidor sino en el perseguido.
Caído el Muro de Berlín y la Guerra Fría, un particular depredador aideológico se ha puesto de moda en esta gran cacería literaria, y es el asesino serial. El noir escandinavo, que se ha vuelto famoso en todo el planeta y que incluso ha contagiado al cine universal y específicamente a la televisión anglosajona, pone el ojo en ese animal sediento de sangre, y utiliza sus siniestras andanzas para mostrar las perversiones de la vida moderna y, sobre todo, el femicidio, penoso y extendido fenómeno de época que la escritura intenta denunciar. Un antecedente de esta poderosa tendencia lo constituye el “Drácula de la era de las computadoras y de los teléfonos celulares”, como Stephen King nombró alguna vez a Hannibal Lecter, que por supuesto es el más refinado depredador de la literatura policial. La criatura de Harris es cultísima y tiene predilección por la carne humana, y constituye el punto culminante de ese juego del gato y el ratón que libran el cazador y su peligrosa presa, en un permanente intercambio de roles. Dragón Rojo y El silencio de los corderos provienen de episodios tristemente célebres de la realidad norteamericana y derivan en cientos de ficciones en las que ingeniosos asesinos múltiples buscan emular al más perfecto y aterrador de todos. Holmes y Poirot fueron los responsables de una ola infinita de imitadores de esos detectives agudos y caballerescos; Hannibal es culpable de una avalancha de psicópatas monstruosos.
El paso, a principios del siglo XX, de la novela de cuartos cerrados y salones con venenos y dagas, a la calle salvaje, sucia y trepidante, encumbró a los detectives privados de Hammett, Chandler y Ross Macdonald. Estos Quijotes melancólicos y escépticos eran cazadores cansados, pero lo novedoso que tenían esas narraciones radicaba en las sociedades que sus autores pintaban con gran talento. Allí el cazador y la presa a veces no eran más que piezas de un tablero intricado y lleno de acechanzas: la ciudad como protagonista y, fundamentalmente, como selva. O “la jungla de asfalto”, como la denominó Burnett en la célebre novela que filmó John Houston. Ese género nació en un pequeño cuento de Hemingway: “Los asesinos”. Dos sicarios, dos fieras cínicas, llegan a un bar buscando a un hombre a quien deben eliminar: la psicología, la atmósfera, los diálogos y la violencia flotan en esa obra maestra que condensa y anticipa todo el género negro.
Los secretos de la selva urbana, sus interconexiones privadas, sus arquetipos, recodos y trampas, y sus lógicas de poder son esenciales para esta pléyade de detectives realistas y descarnados, a quienes Borges desdeñaba porque practicaban una cierta truculencia y le parecían simples “malevos”, pero a quienes tuvo a bien colocar en el canon literario al darles su lugar en la legendaria colección del Séptimo Círculo. Para estos narradores, el crimen es una especie de excusa de la que se valen para descubrir la trama oculta de la sociedad, donde ricos y poderosos se codean con lúmpenes, y donde al final ya casi no importa quién mató a quién sino el viaje por la jungla que hemos experimentado siguiendo los pasos audaces del cazador. Es por eso que el género negro se convierte, con el tiempo, en la gran novela sociológica. Y por supuesto, también en la novela política que da cuenta del presente.
Hoy en día la geografía se ha transformado en algo tan central y decisivo que prácticamente cada año podemos viajar a Grecia de la mano de Márkaris, a Scilia con Camileri, a Suecia con Mankell, a París con Lamaitre, a Dublín con Benjamin Black, a Shanghai con Andy Okes. Los contextos sociales, sus culturas dominantes, sus gastronomías y sus problemáticas son tan importantes como la personalidad de los detectives y de hecho mucho más relevantes que los crucigramas del enigma, convertido apenas en un anzuelo que mordemos con gusto. El lector de policiales es hoy un turista feliz que se desplaza alrededor del globo, y esos sabuesos costumbristas son guías involuntarios en lejanas y escabrosas junglas de cemento por donde vagan y husmean en busca de pistas.
El desarrollo de este género en la Argentina está lleno de curiosidades y conflictos. Podríamos decir que goza de considerable prestigio literario merced a estos dos defensores ardorosos: Borges y Piglia. Pero aquí el género no ha brillado mayormente en novelas, sino en cuentos breves. Aun así, prácticamente no existe escritor de primera línea que no haya incursionado o, aunque sea, se haya visto tentado alguna vez a merodear el género: desde Lugones, Groussac, Nalé Roxlo y Roberto Arlt hasta Cortázar, Castillo y Saer. ¿Podríamos decir que El túnel de Sabato es de algún modo también una novela policial y que acaso El informe sobre ciegos es un thriller paranoide? Yo creo que sí. Pero vayamos a lo seguro: Borges crea a Lönnrot en La muerte y la brújula para ejecutarlo con una vuelta de tuerca en el acto final, Bioy reescribe a James Cain en Cavar un foso, Peyrou practica la alegoría en El estruendo de las rosas, Castellani se inspira en Chesterton para las pesquisas del padre Metri, Velmiro Ayala Gauna da vida a un pintoresco comisario correntino que resuelve delitos de la vida rural, Denevi sorprende con una trama amorosa ejecutada bajo una estructura de novela de misterio en Rosaura a las 10, Walsh reinventa el enigma británico en los relatos de Variaciones en roj”, María Angélica Bosco pone en escena el homicidio de una mujer y alude a lo político y a lo psicológico en La muerte baja en ascensor, Tizziani narra la fuga de un delincuente en Noches sin lunas ni soles, Feinmann dibuja un frío asesino profesional en la borgeana Ultimos días de la víctima, Soriano homenajea a Phillip Marlowe en Triste, solitario y final, Sasturain parodia a los fanáticos de Chandler y de Hammett en Manual de perdedores, Guillermo Martínez se luce con una intriga matemática en Crímenes imperceptibles y el académico Pablo De Santis da a luz a un sinfín de deliciosos investigadores amateurs. Hay muchos otros ejemplos en nuestra prosa, que sin embargo adolece de un mito propio. La gran imposibilidad de crear un detective empático y noble y a la vez creíble, que goce de popularidad y de respeto crítico entre los lectores más pedestres y entre los más calificados, como sucede en muchos otros países, ha sido quizá explicada por el propio Borges en Leyes de la narración policial, que escribe en 1933 y que recogen sus “Textos recobrados”: en esas páginas acomete irónicamente contra el criollo, a quien siempre le parece extraño —dice— “el apetito de legalidad” de los ingleses. En un ensayo posterior afirma que los argentinos no denunciamos un crimen porque nos sentimos delatores y tendemos a sospechar del Estado y a ver a la policía como una mafia. El primer concepto habla de un rasgo social, tal vez heredado de los inmigrantes italianos y españoles, pero curiosamente el segundo dejó con el tiempo de ser un prejuicio o un malentendido y terminó resultando una verdad dramática: para el ciudadano de a pie la policía es hoy sinónimo de ilegalidad y de corrupción. En la actualidad, muchos argentinos piensan, y con razón, que algunos policías manejan el delito común y el narcotráfico. Es decir, que el cazador es a la vez el depredador, como en las viejas novelas de Jim Thompson.
Como el detectivismo privado es una superstición norteamericana que resulta una impostura en la Argentina, y los comisarios e inspectores locales no gozan de buena reputación, algunos escritores han buscado en la figura del periodista de investigación o del cronista policial un sucedáneo del sabueso clásico, hasta ahora con relativa suerte. El gran detective argentino es todavía una asignatura pendiente, la presa dorada que los cazadores de la pluma seguirán buscando en la gran selva de nuestra literatura.
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Artículo publicado en el Boletín de la Academia Argentina de Letras
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