A punto de cumplir 70 años, Arturo Pérez-Reverte continúa sacando cosas de su mochila para escribir sus novelas. Esta vez es un recuerdo de la niñez, cuando fue a ver con su padre la película Su mejor enemigo (I due nemici, 1961), sobre la Segunda Guerra Mundial, «en la cual los italianos hacen un papel patético» (no por nada está dirigida por un hombre, Guy Hamilton, que también dirigió cuatro películas de James Bond). «Y mi padre me dijo: «No te creas que eso fue siempre así, hubo italianos muy valientes que lucharon muy bien». Y me contó la historia de los maiali y los ataques en el Mediterráneo. Y se me quedó en la cabeza». Un maiale (que en italiano significa «cerdo», debido a la dificultad en controlarlo) era un torpedo tripulado por dos hombres que lo maniobraban a escondidas, bajo el agua y a menudo de noche, colocándolo junto al barco que querían hundir o averiar, poniendo un temporizador en hora y luego retirándose antes de que estallara la carga explosiva. Era una manera de causar daño al enemigo efectiva, poco costosa, difícil de contrarrestar y con la que el combatiente pequeño e imaginativo (y valiente) podía ocasionar grandes contratiempos al rival grande y poderoso. Los españoles tuvieron las guerrillas contra Napoleón, y los italianos sus siluri a lenta corsa («torpedos de marcha lenta») contra los británicos en el Mediterráneo.
Con ese recuerdo y varias otras cosas que iremos mencionando, Pérez-Reverte compone en esta novela un relato «de mar, amor y guerra» protagonizado no tanto por el piloto de maiale que aparece en la portada, Teseo Lombardo, como por la mujer desde cuyo punto de vista lo vemos. Es cierto que cuando estamos de misión, las descripciones técnicas y de acción son tan detalladas y efectivas como Pérez-Reverte acostumbra a escribir, pero quien da significado al héroe, una vez fuera del agua, esta vez no es él mismo, ni un autor omnisciente, sino el punto de vista de Elena Arbués (otro acostumbrado apellido de sonido aragonés, como los Virués, Biscarrués o Barbués usados en otras novelas anteriores), que es quien lo observa, interpreta, utiliza, admira, reta y ama. Es una mujer de origen malagueño, residente ahora en La Línea, donde lleva la librería Circe, «más alta que la media» (1.76 m), zurda, y según otro personaje, «tal vez no sea especialmente guapa, pero sí atractiva».
En muchos otros de sus libros anteriores eran las mujeres quienes aparecían vistas y representadas desde el punto de vista de los hombres que las protagonizaban, entre ellas Adela de Otero por el maestro de esgrima, Irene Adler por Lucas Corso en El club Dumas, Macarena Bruner por el sacerdote Lorenzo Quart en La piel del tambor, Tánger Soto por Manuel Coy en La carta esférica, Olvido Ferrara por Faulques en El pintor de batallas, Mecha Inzunza por Max Costa en El tango de la Guardia Vieja, las varias conocidas por Diego Alatriste y Lorenzo Falcó durante sus aventuras, e incluso Teresa Mendoza por el periodista que investiga a la Reina del Sur. Hasta ahora eran ellos quenes las interpretaban como sirenas, como sabias, como diablos, como decantadas herederas de siglos de tradiciones (casi siempre mediterráneas), como banderas, como amantes, como compañeras de batalla o como motivos válidos por los que arriesgar la piel y hasta dar la vida, dependiendo en cada caso de la educación, lecturas y circunstancias de cada hombre. Aquí es Elena quien caracteriza a Teseo desde sus lecturas clásicas como un hombre, que por su parte poco a nada ha leído, de esos «venidos de lejos para destruir y matar, a los que otros hombres que también saben destruir y matar estarán buscando». Pérez-Reverte ha mencionado muchas veces cómo si ves a un soldado chipriota despedirse de su mujer y de su hijo, casco en mano, en 1973 y has leído antes a Homero, te es imposible no saber, sentir, intuir que esto ya lo habías vivido antes, aun cuando sea ahora cuando lo presencies por primera vez. Así es como Elena entiende y hasta glosa a Teseo desde el momento en que lo encuentra sobre la playa al principio de la novela, hallado por su perro, Argos. Teseo Lombardo es un veneciano sencillo, tranquilo, aprendiz de constructor de góndolas, orgulloso de saber trabajar con las manos y que no sabe exactamente por qué se apuntó a una unidad (la X Flottiglia MAS) de entrenamiento tan riguroso y peligro tan alto. Muchos hombres de la famosa compañía Easy de Hermanos de sangre (Band of Brothers) sí lo sabían (por el dinero, el peligro y la chulería de pertenecer a una élite inalcanzable para los demás) pero otros muchos tampoco se lo sabían explicar. Es ella, sin embargo, quien lo hace héroe con su manera de mirarlo, desde lo puramente físico, como su cuerpo atlético de nadador bien entrenado de 29 años, pasando por sus «ojos color de hierba húmeda», hasta su «expresión de un jovencito, o de un niño que todavía es honrado» (abandonamos aquí, pues, momentáneamente, al clásico héroe cansado revertiano, también muy homérico). «Sereno y dulce, considerado, muy masculino. Unos brazos fuertes, una piel morena, mediterránea, que siempre parecía que iba a saber a sal, una espalda dura… Hasta su sudor era limpio». En un evocador paralelismo, se compara a Teseo con un delfín sonriente cuando está fuera del agua, pero con un tiburón cuando está bajo ella. Pérez-Reverte viene diciendo desde hace años que la mujer será el héroe del siglo XXI y aquí, además de serlo por lo que ella misma hace, también es quien define a los hombres que lo son o no. También ha dicho que la mujer en la venganza puede ser tan cruel como cualquiera, y en Elena esto se cumple. «A veces, piensa mientras aguarda que la venza el sueño, le gustaría saber llorar».
Esta red de referencias culturales que cada persona posee solía venir en generaciones anteriores del mundo de la literatura y de la Biblia, principalmente, pero ya estamos en un momento, 1942, en el que el cine también forma parte de la educación, los gustos y la cultura de la gente. A través de la profesión de Elena, librera, y de sus amistades, hay multitud de menciones de libros y hasta conversaciones sobre ellos, como una en especial dedicada a James Joyce. Además, ella misma se da cuenta de la influencia que tiene esto en una persona, incluso en ella misma: «Nos enamoramos, en realidad, de la imagen del amor que tenemos en la cabeza, proyectando ahí los libros leídos, el cine que hemos visto. Incluyendo nuestros sueños, deseos, tristezas y alegrías…». En varias ocasiones ella pregunta a su interlocutor, como parte de sus respuestas, si ha leído a Homero, o Los tres mosqueteros, o si sabe lo que significa Contemptor divum para ilustrar lo que está diciendo. Acabará admitiendo que «supongo que al principio proyecté en él muchas lecturas juveniles, mucha imaginación. Pero no fue casual». Si los libros te amueblan la cabeza, es casi imposible no usarlos para sacar de ellos tu manera de ver el mundo. O a veces para tropezarte con ellos. También se dice en el libro que hay personajes que se parecen a James Cagney o Errol Flynn, y el propio padre de Pérez-Reverte se parecía mucho a David Niven, protagonista por cierto de Su mejor enemigo.
Otra cosa que abunda en las mujeres de la obra de Pérez-Reverte es su soledad. En ocasiones, alguna de ellas lleva una vida tan azarosa que es difícil no verse obligada a confiar en ella misma como único y principal recurso para salir adelante. Elena, en este caso, también tiene que lidiar con ello, viuda joven como está ahora, y casada como estaba hasta hace poco con un hombre que estaba a menudo fuera de casa: «Hay, incluso, alivio en la ausencia de lazos próximos, de vínculos íntimos con sus perplejidades y miedos. Alivio y también fortaleza. Es poco lo que se teme cuando es poco lo que se espera, más allá de una misma. Cuando, en caso necesario, la vida cabe en una maleta con la que poder alejarse de cualquier paisaje sin necesidad de mirar atrás». Sin embargo, entre tanto ademán alatristesco, el capitán también buscaba, por ejemplo en la actriz María de Castro, alguien «que le mirase como ella le mira ahora», frase que aparece aquí en un espejo con los pronombres invertidos. Elena es tanto en realidad la protagonista de la novela que no estaría mal que en próximas portadas de futuras ediciones ella ocupara algún lugar de privilegio. Como personaje revertiano de pro, tanto que llega a pronunciar aquello tan suyo de «mis motivos son asunto mío», merece su sitio en tal panoplia.
La presencia de este reportero sabueso entre escena y escena en Gibraltar o La Línea trae consigo que antes de acabar la novela ya sabemos, un poco como en Las aventuras del Capitán Alatriste, quién vive y quién muere, con quién consigue hablar y con quién no, aparte de otros muchos detalles futuros, lo cual convierte en otras diferentes las incógnitas que despejar al final del libro. Si antes de ver la película ya sabes que el Titanic se va a hundir o que los nazis van a perder la guerra, hay que buscar una razón diferente para llegar hasta el final, y aquí existe, en torno, cómo no, a Elena y Teseo.
Uno de los puntos en los que más incide Pérez-Reverte cuando habla de esta novela es la importancia de reconocer el valor donde se encuentre, incluso en enemigos ideológicos. En un mundo cada vez más escindido entre los míos y los otros, ser capaz de ver en rivales, contrarios, o simplemente en los demás, valores positivos y admirables es algo que debe ser fomentado, sin que por eso haya que renunciar a las convicciones propias. Mucho de esto aparece en esta novela, sobre todo en sus personajes británicos, que aquí aparecen como los malos no para ensalzar al bando opuesto, sino para reflejar cómo estar en el lado correcto no convierte todo lo que haces en automáticamente válido. Parte de los detalles concretos en este sentido serían destripes de la trama, pero los británicos de la novela, en conjunto todavía tratando al resto del mundo como su ultramarinos particular repleto de «carne fresca», aparecen claramente delimitados entre aquellos que son capaces de respetar el valor del enemigo y los que no.
El apartado de guiños reconocibles para visitantes habituales del territorio Reverte es, como siempre, abundante, y cada uno encontrará los suyos. Cada libro mencionado tiene su razón para estar ahí, con motivos como Zenda, la cueva del cíclope o los múltiples nombres griegos (Teseo Tesei era el nombre real de uno de los pilotos de maiali de la época), y también cada local o restaurante, como el veneciano Alle Zatere. Hay referencias a Nelson y Trafalgar, a Bruno Arpaia y Sealtiel Alatriste, y al glamour ya perdido de la Europa recorrida en trenes (impagable ese doctor Zocas, friki del tema).
El paso del tiempo es otro motivo que se ha ido colando en la narrativa de Pérez-Reverte. La mayoría de sus novelas presentan una acción que transcurre en el espacio de unas pocas semanas o meses, a menudo con elementos de un pasado distante influyendo en personajes de siglos más tarde, como cuadros flamencos o libros de Dumas, pero a partir de La Reina del Sur el paso del tiempo es algo que afecta a los propios personajes, ya que los vemos evolucionar (o no) durante varios años y a veces décadas. Era uno de los temas centrales de El tango de la Guardia Vieja, y aquí adquiere suma importancia también, con varios de los protagonistas teniendo que revisitar y reinterpretar cosas de hace cuarenta años. El italiano también es una novela que da otro tono a la acostumbrada historia de amor imposible de durar en el tiempo que aparece en la mayoría de sus relatos, aunque se llega a jugar con aquello del «quizás en otro momento», pero desde luego no falta un «si esto es el amor, concluye, o el comienzo de algo que lo sea, o se le parezca, llega del modo menos apropiado imaginable. En el momento más inoportuno». Quien la haya leído sabrá por qué, y la duda esta vez queda resuelta. Decía J. R. R. Tolkien que las épocas de paz no contienen muchas historias dignas de ser contadas, y una vez que acaban la guerra y las heroicidades de los buzos, algo de eso hay en este libro también.
El punto de vista siempre es uno de los detalles que merece la pena tener en cuenta en las novelas de Pérez-Reverte, y aquí al italiano que da título a la novela se lo ve desde cuatro puntos de vista, ninguno de ellos el suyo propio: el de Elena, el del sottocapo Gennaro Squarcialupo (el hombre que se sienta detrás de él en el maiale: «bajo, atlético, con un pelo ensortijado y espeso que intenta domar peinándolo hacia atrás con gomina, un meridional de buen carácter y excelente humor a quien gusta disfrutar de la vida»), el del policía gibraltareño Harry Campello (así llamado en homenaje a un viejo amigo periodista del escritor), y por último… de una versión ligeramente ficcionalizada del propio autor. Pues sí, porque como ya ha hecho antes en La Reina del Sur y Hombres buenos, Pérez-Reverte vuelve a usar el recurso de contar la historia desde los ojos de quien la investiga años más tarde. En esta novela un periodista español que rondaba la treintena en 1981 visitó Venecia cuarenta años después de los golpes italianos en Gibraltar para intentar contar la historia bien, una historia que todavía tardaría otros cuarenta en publicar. Del Pérez-Reverte «auténtico» este reportero de «autoficción», que se diría ahora, hereda cosas como la edad, las visitas a Venecia, sus reportajes para el diario Pueblo o el haber estado presente en maniobras de la OTAN. El primer marido de Elena fue piloto mercante en el Almirante Cervera, barco gemelo del Príncipe Alfonso, barco sobre el que Pérez-Reverte escribió uno de sus primeros artículos para La Verdad de Murcia en 1970, a los 18 años de edad.
Pero lo importante es que tras haber comenzado su carrera como novelista desde el clásico punto de vista del narrador omnisciente, ahora en las novelas de Pérez-Reverte abundan los puntos de vista distintos, incluso los tiempos verbales diferentes para partes específicas de la narración, y también, por lo tanto, el sentimiento de incertidumbre en algunos puntos. Desde luego, da la impresión de que cuando el reportero de la novela escribe «nunca supe con certeza, mientras buscaba encajar las diferentes versiones de una historia nacida de varias voces, a qué se debió el nuevo encuentro de Elena Arbués y Teseo Lombardo, y todavía hoy ignoro si por parte del italiano se trataba de una iniciativa personal o del cumplimiento de una orden», quizá sea verdad que el propio Pérez-Reverte tampoco lo sepa. El periodista del libro dice que «la época de ser fiel a lo ocurrido quedó atrás, con los veintiún años de vida pasada como reportero. Hacía tiempo que era escritor profesional: ahora contaba historias imaginadas, o tratadas mediante ese filtro. Recreaba el mundo a mi manera y ofrecía a los lectores vidas alternativas, posibles o probables, con la certeza de que, paradójicamente, la ficción permitía penetrar más en lo sucedido que el simple relato de los hechos». Pero ya hasta esa ficción que en principio uno controla a su antojo parece provocar a veces más preguntas que respuestas. Es un inevitable signo de madurez en cualquier persona, sobre todo en alguien que dentro de poco comenzará su octava década de vida.
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