Siempre que vuelvo a París voy a la búsqueda de algún escenario de mi mitología personal: la librería Shakespeare and Company del 37 de la calle Bûcherie, que ya no es la que fundó Sylvia Beach en el 12 de la calle Odéon, pero aún parece imaginarse en ella el espíritu de la original, que fuera un cenáculo de primerísimo orden de la Generación Perdida estadounidense en el París de entreguerras. En otras ocasiones voy en busca de la Grande Galerie del Louvre, por la que Odile (Anna Karina), Franz (Sami Frey) y Arthur (Claude Brasseur) atraviesan el museo a la carrera en la secuencia más hermosa de Banda aparte (Jean-Luc Godard, 1964). La tumba de Balzac, el Muro de los Federados —donde los infames versalleses pasaron por las armas a los últimos comuneros que defendieron la ciudad—, el monolito a los españoles muertos por la libertad de Francia, que se alza enfrente, todo ello en el cementerio del Père Lachaise.
Heterodoxo en las dos Españas, que por el interés de los políticos que han querido sacar réditos de los rencores seculares vuelven a estar condenadas a enfrentarse, Jorge Semprún languidece en el olvido, que es el fin último que la ortodoxia reserva a los heterodoxos y a los malditos, de modo que no son muchos los biógrafos de este gran guionista de Alain Resnais. Pero todos coinciden en que su hogar natal en la calle de Alfonso XI —una de las paralelas al Paseo del Prado— fue la primera referencia de su paraíso perdido. Dicen que cuando te torturan has de procurar pensar en otra cosa —para no decir lo que quieren escuchar y para intentar evadirte, en la medida de lo posible, del suplicio—. Yo quiero creer que mientras la Gestapo le sometía a sus martirios, Jorge Semprún pensaba en ese Madrid señorial que se extiende entre la calle de Alcalá y el Jardín Botánico; entre Alfonso XII y el Museo del Prado, la gran pinacoteca madrileña, que otro antiguo comunista —como lo fuera Semprún antes de ser expulsado del PCE—, titular de cultura de un gabinete socialista —también como Semprún del de Felipe González, antes de ser cesado—, se dispone a demediar como un primer paso de la descapitalización de Madrid.
Ese derribo de mi amada ciudad, que inexorablemente traerá esa España federal, cantonal o como quieran que sea, que la izquierda planea y ha empezado a poner en marcha ya, me ha llevado a escribir contra los de la “superioridad moral” como nunca hubiera imaginado que haría el adolescente que fui en la España de los años 70. Jamás he militado en ningún partido político, porque la política siempre me ha parecido la actividad más despreciable que pueda ejercer el ser humano. En los 70, además, con una frecuencia espantosa, llevaba a la gente a matar o a morir.
Ahora bien, a diferencia de este infausto tiempo en que la gente hace política única y exclusivamente por el medro, por el enriquecimiento personal, entonces sí que había idealistas. Conocí a revolucionarios menores de edad cuya bonhomía aún me conmueve. Por no faltar a su memoria procuro contenerme puesto a escribir sobre la izquierda contemporánea, que tiene uno de sus principales objetivos en la descapitalización de Madrid. Por no hablar, como me gustaría hacerlo, de esa izquierda dispuesta a vender al mejor postor la quintaesencia misma de la España que juré dos veces —que, como decía Hemingway, se condensa en Madrid—, prefiero referirme a uno de sus grandes heterodoxos: Jorge Semprún.
Hijo de la burguesía ilustrada madrileña —un abuelo por parte de madre presidió un gobierno de Alfonso XIII, y su padre, gobernador civil de la II República, ocupó varios cargos en los gabinetes en el exilio de ésta—, el futuro escritor nació en la capital en 1923. Salvo una exposición inaugurada en el Museo de Historia de Cataluña, pocas iniciativas han recordado el centenario de un compatriota que pese a ser todo un políglota —hablaba español, francés, inglés y alemán— nunca tuvo acento extranjero. Exiliado desde el comienzo de la guerra, su experiencia es muy semejante a la de la actriz María Casares. Gallega de nacimiento y también exiliada en Francia, como hija de otro ministro de la República —Santiago Casares Quiroga—, esta gran intérprete arraigó mucho más en el país vecino que el madrileño. Sin embargo, el centenario de su nacimiento, aún reciente, pues prácticamente eran de la misma edad —María Casares vino al mundo en La Coruña en 1922—, ha sido objeto de muchas más conmemoraciones que el de Semprún.
El futuro ministro de cultura (1988-1991) de Felipe González descubrió el marxismo mientras estudiaba Filosofía en La Sorbona. Militante del partido comunista francés desde 1943, también fue miembro de la resistencia francesa, como tantos comunistas. Alguien le delató, y tras ser recluido en Buchenwald —campo de concentración, que no de exterminio, como puntualizaba él, lo que significaba que quienes podían trabajar no eran asesinados—, pasó allí hasta el final de la guerra.
Tras un periodo como funcionario de un organismo internacional volvió a la militancia comunista, esta vez en el PCE. Es ahí donde empieza el Semprún que incumbe a estas líneas, que no es otro que el escritor. Toda su obra, incluso los guiones cinematográficos, está trufada por una impronta memorialista que perfectamente podría situarse en eso que hoy se llama autoficción. Empieza escribir en 1963, durante uno de sus regresos a Madrid, como dirigente comunista. Los rigores de la clandestinidad le aconsejan permanecer escondido durante unos días en un piso franco. En El largo viaje, esa primera novela redactada en francés, aunque escrita en Madrid, refiere su traslado al campo de concentración.
En aquellas páginas ya se perciben las técnicas cinematográficas. Pero su primer guion no llega hasta La guerra ha terminado (1966) una de las grandes películas de Resnais en la que trata sobre la reconciliación nacional, hacia la que apuntaban ya los comunistas ortodoxos españoles, esto es el PCE. No deja de ser curioso que, en el 65, Semprún hubiese sido expulsado del partido por “Carrillo y Pasionaria”. La misma Pasionaria a la que, hasta unos meses antes, el camarada madrileño le dedicaba encendidos poemas. No hay duda de que el lirismo que despiertan sus líderes entre los comunistas, desde que Miguel Hernández y Rafael Alberti exaltaron a Stalin en sus poemas, siempre se ha hecho notar. Como también está muy claro que Diego Mora, el personaje recreado por Yves Montand, es un trasunto de Federico Sánchez, nombre de Semprún en la clandestinidad que ya se había convertido en su alter ego literario.
La simbiosis habida entre Resnais, el cineasta de la memoria, además de simpatizante comunista, y el madrileño del exilio y el recuerdo fue perfecta. Objectif 500 millions, el siguiente libreto de Semprún, también del 66, dio lugar a un extraño y sugerente thriller —más atento a la modernidad de la época que a la memoria comunista— dirigido por Pierre Schoendoerffer con Bruno Cremer y la maravillosa Marisa Mell en sus papeles estelares.
Pero el verdadero Semprún, el que esperaban los aficionados al cine con conciencia política, prosiguió en Z (1969), cuyos diálogos escribió para Costa-Gravas, sobre el asesinato de un izquierdista en la Grecia sometida a la dictadura de los coroneles. La banda sonora estuvo a cargo de Mikis Theodorakis. Resnais, Costa-Gravas y Joseph Losey —quien tras huir de Hollywood durante la inquisición maccarthista afianzó su carrera en Europa— fueron los realizadores con los que trabajó principalmente el guionista madrileño.
Aunque ya era un heterodoxo de la izquierda patria —no seré yo quien repita lo que Carrillo decía de él—, no tuvo ningún problema para escribir La confesión (Costa-Gravas, 1970). Sus secuencias nos hablaban de un disidente checoeslovaco sometido a tortura psicológica por la ortodoxia comunista. Muy probablemente, aquel fue otro filme autobiográfico, porque a él y a Fernando Claudín les purgaron, al parecer, en un proceso abierto en un castillo checo. Stavisky (1974), sobre el estafador aludido en el título, que acabó provocando la caída de toda la clase política en la Francia anterior a la II Guerra Mundial, fue otra de las genialidades que escribió. Para Losey volvió a España en Las rutas del Sur (1978), sobre un revolucionario que conoce un inusitado éxito como escritor, con referencias directas a Franco, el Guernica de Picasso y una buena parte de la iconografía de la Transición, hoy también materia de derribo. Una vez más, Montand, su amigo Yves Montand, de quien llegó a ser biógrafo, incorporaba al trasunto del escritor. La chica era la encantadora Miou-Miou.
El tiempo del Jorge Semprún guionista fueron los años 70, los del cine comprometido. Yo también me quedo con el de Federico Sánchez se despide de ustedes (1992), por esas páginas que dedica al Madrid de su clandestinidad y al de veintitantos años después, el de mi juventud.
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