Cualquier viaje, por pequeño que sea, nos cambia de algún modo. Aunque seamos incapaces de advertirlo a primera vista, no somos los mismos cuando volvemos a casa. Los efectos pueden ser inmediatos o aparecer más tarde, pero siempre cuestionan nuestra forma de ver el mundo. Y si el periplo dura seis meses, pasa por diez países en dos continentes y es realizado por una de las mentes más brillantes que jamás ha existido, se reúnen todos los ingredientes para cautivar al lector.
Desde su embarco en Marsella junto con su segunda esposa, el físico anota en un diario los actos de su cargada agenda, las anécdotas más destacadas, sus impresiones sobre cuanto ve, escucha, huele y degusta, con un estilo telegráfico cuyo único objeto es dejar constancia de lo que no quiere olvidar. Valga como ejemplo que no hace mención alguna de la obtención del premio Nobel de Física, noticia que recibió en mitad de la travesía y que, por supuesto, nunca olvidaría. El diario fue adquirido por la Morgan Library and Museum de Nueva York. La primera traducción, al inglés, fue publicada en 2018 (“The Travel Diaries of Albert Einstein: The Far Est, Palestine & Spain, 1922-1923”, Princeton University Press, New Jersey) y la segunda, al francés, llegó un año después (“Albert Einstein: Journal de voyage. Extrême-Orient, Palestine, Espagne, 1922-1923”, Editions Payot & Rivages). Cuando cayó en mis manos pensé que debía ser traducido al español para acercar a nuestros lectores la historia de este curioso viaje contado en primera persona. Pero, tras su lectura, mi idea cambió.
Pasar las páginas de este diario supone introducirnos en la mente de su autor, con la curiosidad de quien quiere saber qué siente un genio y descubrir lo que le permite ver más allá del resto de los mortales. Por un lado, conocemos a un Einstein melómano (que incluso toca el violín en algunas recepciones y cenas a las que asiste), capaz de analizar atentamente las nuevas melodías que escucha, que queda abrumado por las muestras de cariño recibidas (“demasiado amor y cuidados para un simple mortal”, llega a escribir), pero también exhausto por un ritmo frenético (que compara a un “entierro en vida”). Por otro lado, conocemos revelaciones bastante sorprendentes, que el propio Einstein no hubiera dicho nunca en público y, menos aún, puesto por escrito. Al final descubrimos que fue una persona como cualquier otra, con sus virtudes y sus defectos, entre los que están los prejuicios hacia los distintos pueblos que va encontrando en su viaje y de los que todos podemos adolecer.
Una lectura rápida y equivocada nos puede presentar a un Einstein racista y ensombrecer la imagen del incontestable genio, como ya ha sucedido con la traducción inglesa (basta con leer el artículo de The Guardian, “Einstein Travel Diaries Reveal “Shocking” Xenophobia”, del 12 de junio de 2018), así que prefiero no imaginar lo que sucedería si el libro fuera publicado en España. Por suerte la traducción francesa lo relativiza (nunca mejor dicho) y nos presenta un prefacio sensato e inteligente, que nos recuerda que estamos ante un diario íntimo, formado por simples anotaciones tomadas en el momento, y no de un texto releído por su autor, ni escrito para ser publicado. Si leemos considerando las circunstancias, constataremos que la negativa impresión que causa la población china en Einstein durante la ida se ve tamizada al reencontrarse con ella durante la vuelta, cuando se muestra más comprensivo. Solo el país nipón se gana todos los favores del genio, que se deshace en halagos hacia su población: “Almas puras como en ningún otro lugar. Solo se puede amar y admirar este país”. Y para nuestro orgullo patrio, hay que decir que su escapada a Toledo le marca profundamente: “Uno de los días más hermosos de mi vida. Cielo radiante. Toledo como un cuento de hadas. […] Magnífico cuadro del Greco en una pequeña iglesia (el entierro de un conde), entre las cosas más profundas que jamás he visto. Jornada maravillosa”.
Para dar a las palabras de Einstein su justa importancia, debemos considerar que un viaje de esta magnitud supone entrar por primera vez en contacto con civilizaciones muy distintas a la suya, que le empujan a cuestionar muchos de sus principios. Conforme el periplo avanza, vemos cómo su forma de ver las cosas cambia y se interroga sobre el origen de ciertas diferencias culturales. Al final nos convertimos en privilegiados testigos de su evolución personal, que comprendemos quienes viajamos con frecuencia y conocemos la particular sensación que asalta a quien vuelve a casa tras un largo viaje y deja las maletas junto a la puerta. Cuando se miran con extrañeza los objetos más cotidianos, como si su recuerdo ya no fuera el mismo. Porque cuando el viajero cambia, todo cambia con él.
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