Quizá lo más valioso de esa obra maestra que es el Quijote se halle en el manejo que Cervantes hace de un lenguaje que, en aquellos años del Siglo de Oro, acababa de estandarizarse a través de la gramática de Nebrija, de potenciarse gracias a los místicos y a los poetas del barroco, de universalizarse a lomos de la conquista de América. Cervantes recoge ese tesoro que se expande por todo el mundo, lo coloca en su novela, y con una maestría que hasta hoy no ha vuelto a igualarse juega con los registros del habla, hasta elevarlo en el marco literario tanto como ya se había elevado en el terreno práctico. De este modo, Cervantes explota el registro culto del idioma por boca de los duques, por ejemplo; el registro estándar cuando charlan el cura y el barbero analizando los libros que arderán; el coloquial, que prevalece en las conversaciones ajenas al ingenioso hidalgo; y el vulgar en tantas expresiones esgrimidas por Sancho. A esto hay que añadirle otros juegos lingüísticos que utiliza el manco, como el intento de blandir el léxico del siglo XV para caricaturizar los libros de caballerías, el lenguaje lírico renacentista de los pastores en la sierra, o aquel código común inventado en Argel para que los presos pudieran entenderse.
Como demuestra Cervantes, no alcanza la excelencia lingüística quien hace gala de un registro constante, aunque sea este el más culto de todos, sino quien es capaz de cambiarlo según requieran las circunstancias. Viene al caso esta sentencia por la polémica surgida en torno a la ministra Montero, quien en los últimos días ha recibido críticas por la cantidad de expresiones que utiliza ajenas al registro que suponemos ha de tener un parlamento. Y es que no parece pertinente que ese atril donde brillaron tantos oradores antes se llene ahora de posesivos tras adverbio de lugar, dequeísmos, refranes sin contexto, imprecisiones como «desde el final del día hasta la noche», interpelaciones a golpe de «chiqui», tuteos a discreción, desdoblamientos en el sujeto que no concuerdan con el verbo, circunloquios absurdos… Actitudes propias del registro coloquial que afean la elegancia del parlamentarismo. Eso por no hablar de la retórica y el lenguaje no verbal: los hombros a menudo encogidos, los rasgos faciales siempre fruncidos, el tono varios decibelios por encima de lo deseable. Un desastre en la portavocía del gobierno.
Es evidente, por otro lado, que esta crítica no va dirigida al acento andaluz. Y ni mucho menos liga la capacidad de un ministro al acento que exhiba. Tachar de inculto a un hispanohablante por hacer gala de tal o cual rasgo dialectal, de un ceceo, de un americanismo o de un yeísmo, es dictar como certeza lo que sólo es un prejuicio. En el caso de los rasgos andaluces, además, el asunto es flagrante, dado que probablemente esos matices lingüísticos que hoy algunos ligan a la incultura fueron utilizados en su día por Góngora, Velázquez, Lorca o María Zambrano, cimas de la cultura española. El problema no va de acentos sino, vuelvo a insistir, de registros. Tanto o más acento andaluz mostraban González y Guerra, y pasan hoy por oradores magníficos. Sabían cuándo su expresión y su corrección se adecuaban a una situación u otra, cuando el contexto exigía formalismos o vulgaridades. No es el caso de la ministra. A María Jesús Montero sólo le falta sacar el aperitivo en el Congreso, o el discurso político en la terraza del bar: tal es la ambigüedad expresiva que no sabemos a qué repertorio se acoge. Le pido desde aquí que cambie esos registros, que juegue con ellos, que los explote. Se trata, señora ministra, de aquello que ya hizo Cervantes cuatro siglos atrás: pasar del duque a Sancho y de Sancho al duque.
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