A veces, por hacer algo, me asomo a la ventana a media mañana. A dejarme llevar por los trinos de los pájaros. No sé lo que dicen y no sé si alguien ha descifrado su lenguaje, porque algo tienen que decir. No es lo mismo si parlotea un jilguero o una gaviota. A las gaviotas se las reconoce en seguida. Como a las cigüeñas. Sin verlas sabes que estás al lado del mar o cerca de una iglesia. Y no digamos una cacatúa. O una cotorra.
En las novelas dan mucho juego los loros. Y no digamos al típico Robinsón que se aburre y que se empeña en enseñarle una frase. “La mañana está que arde”. “Hace un calor insoportable”. Lo malo es que el repertorio suele ser escaso, no tienen demasiada memoria. Pero, dirá el Robinsón, para pasar el rato y para escuchar una voz que no sea la mía, vale.
Tuve un jilguero de niño porque se acercó a casa estando cojo. No se iba. Mi madre lo curó, compramos una jaula y allí estuvo cantando sin parar una temporada. Hasta que se cayeron la jaula y el pájaro a la calle. Lo lloré unos días y hasta hoy. De vez en cuando me acuerdo, como ahora.
El caso, dicen, es comunicarse. En Ellas hablan, la novela que estoy leyendo, un niño de 12 años dibuja su nombre con piedras blancas encima de una verde pradera inmensa para que Dios se acuerde de él. Es como si le dijera no te olvides de mí, aquí estoy.
Todos los niños hemos escrito sobre la arena húmeda de la playa con un palito nuestro nombre o yo amo a Raquel y luego esperábamos hasta que creciera la marea y poco a poco, ola tras ola, lo borrara. Claro que hay quien pensaba que una vez que escribes algo, de algún modo no se borraba jamás; que si al día siguiente Raquel pasara por allí era capaz de leer el mensaje. Pero ella y sólo ella. Que el mensaje se grababa para siempre, del mismo modo que muchos años después siguen llegando botellas con cartas de amor dentro, cuando los enamorados ya están en el olvido o sólo en la memoria de los más cercanos. Claro que, por otra parte, aunque sean polvo serán polvo enamorado, como dijo Quevedo, y no es lo mismo.
Al lado de la casa de mis padres hay una pajarería. No quiero ni pensar en la mujer que atiende el negocio. Un rato te hace gracia, pero todo el día… En el Rastro hay varias, de muchos tamaños y colores. Te vendían también su alpiste correspondiente, que no creo que sea barato. Me refiero al de los loros. “Como hablan…”, te dirá el dependiente.
“Tienes la cabeza llena de pájaros”, te reprochaban cuando decías algo de mucha fantasía. Igual te estaban llamando loco y no te enterabas. Vamos, que en Mondragón los locos podrían estar clasificados según oyeran cuervos o águilas. Y algún interno ocioso seguro que puso el nombre y un dibujo del pájaro que habita en la cabeza del paciente. “Aquí están los enfermos que tienen en su cabeza pájaros tropicales, al fondo los de vuelo corto, luego los tropicales y después de aquella puerta de hierro, los carroñeros”, avisan los celadores cuando entran las visitas a ver a los suyos. Seguro que lo dicen como antes comentaban “aquí los depresivos, más adelante los obsesivos compulsivos y en un pabellón aparte los que se creen Aníbal Lecter”.
Si se piensa dos veces no es tan raro que se hable a los pájaros. Cuando salgo a la calle veo y oigo que muchas mujeres, chavales y abuelos hablan con sus perros. “No te adelantes, deja a los niños en paz, eso no se come”. Y nos parece de lo más normal. Un pintor que vivía en una casa con un salón enorme que daba al Retiro tenía cuatro o cinco pájaros de procedencia exótica que se volvían locos tratando de ir con sus semejantes. De vez en cuando se chocaban contra el cristal y se quedaban en el suelo atontados un buen rato. Se ve que que no deben tener mucha memoria.
Lo suyo sería que un vecino te dejara su pájaro (con su jaula, su alpiste, un papelito con los horarios, si hay que taparlo con un trapo por la noche) una semana y así pruebas. Sin ningún compromiso. Y si sale bien la experiencia, empiezas a indagar. Porque igual compras uno que se vuelve triste con la lluvia y te pasas el invierno tan amargado como él. O le da por piar de madrugada.
Hay que pensar en positivo. Imagínate que estás viendo un partido de fútbol por la televisión.
-¡Ha sido tarjeta, lo diga el VAR o no. Si está clarísimo!
Y claro, el pájaro, ante tu entusiasmo, empezará a gritar, a protestar a su modo. Y no digamos cuando tu equipo mete un gol en la prórroga: el pájaro se viene arriba, empieza a revolotear y en el éxtasis pierde el plumaje. “Hombre, si lo miras así”, podrá decirte un incrédulo.
Lo suyo es dejar la ventana abierta. Llegar con el animalito a un acuerdo.
-Vale, vete a dar una vuelta. Pero a las dos, aquí. Ya sabes que yo soy muy de horarios. En esta casa se come todos los días a la misma hora, haya apetito o no. Imagínate si no el descontrol. Y como somos dos, vamos a llevarnos bien.
P.S. Horas después, por la tarde, leí un cuento de Gabriel García Márquez, Me alquilo para soñar, en el que describe un encuentro con Pablo Neruda en Barcelona y donde aparece esto: “El resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros”.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: