Octavio Paz nació en México en 1914, fue Premio Cervantes en 1981 y Premio Nobel en 1990. Su labor como crítico, investigador, poeta, ensayista, es honda y profunda.
Su obra ensayística es extensísima, comprendiendo títulos tan importantes como El laberinto de la soledad (1950), El arco y la lira (1956), Las peras del olmo (1957), Los hijos del limo (1974) y El ogro filantrópico (1979), entre otros muchos títulos.
No hay que olvidar su pasión por la India, reflejada en su magnífico ensayo Vislumbres de la India (1995) o La llama doble (1993). El mono gramático es una obra de 1974, que tuvo y tiene todavía un gran interés para los amantes de la crítica.
Paz fue también un hombre comprometido con la República española, amigo de Juan Gil-Albert. Este último fue secretario de la revista Taller, la cual fue dirigida por Paz en los años cuarenta en México. Ambos intelectuales se conocieron en España, cuando el escritor mexicano participó en las jornadas que se celebraron en Valencia por parte de la alianza de los intelectuales antifascistas.
Habría que dedicar muchas páginas a una biografía impresionante que aún hoy nos produce a los críticos rendida admiración, pero fue poeta también, nos dejó impresas muchas poesías, donde plasmó su amor por México, por la vida en todas las sensaciones que comprende la misma, desde la insatisfacción que sentimos ante el paisaje, por el proceso inexorable de nuestra vida, mortal, frente a un mundo que sigue brillando, sin que nosotros podamos hacer nada por concitar la eternidad.
Pero el lenguaje poético está en su prosa, abriendo senderos que iluminan y clarifican nuestra forma de entender el mundo, así ve en El laberinto de la soledad a la mujer en la poesía de Rubén Darío como reflejo presente en todo poeta:
«Para Rubén Darío, como para todos los grandes poetas, la mujer no es solamente un instrumento de conocimiento, sino el conocimiento mismo. El conocimiento que no poseeremos nunca, la suma de nuestra definitiva ignorancia: el misterio supremo».
Pero también sabe ver la genial mirada de Paz a novelistas singulares de la talla de D. H. Lawrence, como dice en las páginas que siguen:
«D. H. Lawrence, que es uno de los críticos más violentos y profundos del mundo moderno, describe en casi todas sus obras las virtudes que harían del hombre fragmentario de nuestros días un hombre de verdad, dueño de una visión total del mundo».
Paz entiende también la contradicción del mexicano que vive la vida como un espejismo, rodeado del rito de la muerte, en un paisaje desolado, como nos recuerda la famosa novela (extraordinaria en cada latido de sus páginas) de Malcolm Lowry Bajo el volcán, donde el cónsul Geoffrey Firmin vive la tragedia de ser un extraño en México, ebrio, solo, recordando a Ivonne, mientras la muerte, en todas sus formas, se adueña del país.
Paz entiende ese México, que se desangra, hermoso y decadente, lugar de complejidades, ilusiones y desencantos, antesala de la historia y fascinante fresco donde los europeos han vivido la vida y la muerte con intensidad desconocida:
«No es que México escape a las definiciones: somos nosotros los que nos escapamos cada vez que intentamos definirnos, asirnos. El carácter de México, como el de cualquier otro pueblo, es una ilusión, una máscara; al mismo tiempo, es un rostro real».
Se trata de una contradicción perpetua. Como dice más adelante, al querer afirmarnos nos negamos, tal es la esencia del mexicano, puro espejismo, sendero transitado de luz y sombra.
La sabiduría de Paz le hace hablar de múltiples temas que excederían este estudio, pero merece recoger su pasión de poeta no en un poema, ya sabemos que escribió muchos, sino en unas líneas pertenecientes a El arco y la lira, cuando dice:
«El acto de escribir poemas se ofrece a nuestra mirada como un nudo de fuerzas contrarias, en el que nuestra voz y la otra voz se enlazan y confunden. Las fronteras se vuelven borrosas: nuestro discurrir se transforma insensiblemente en algo que no podemos dominar del todo; y nuestro yo cede el sitio a un pronombre innombrado, que tampoco es enteramente un tú o un él».
Sin duda nos habla del misterio del poema; para los antiguos, dice Paz, era un misterio, para nosotros, un problema, pues contradice nuestro raciocinio, nuestra etapa de poder etiquetar todo, nuestra forma de ver el mundo. La poesía es, por tanto, lo ancestral, lo que nos devuelve a nuestra esencia como seres humanos, lejos de la brutal globalización que vivimos y donde desaparecemos como seres, en frente de los números y los objetos, que valen más en ese mundo de dictadura económica.
Para los antiguos, dice Paz, el poema nace de los dioses, cuya voz habla en boca de nosotros, pero en el mundo actual el poema arrastra los siglos, los envuelve hasta dejarnos solos ante el mundo, puros y desnudos ante su inmensidad. Es obra del hombre, pero sólo de aquel que se aproxima a la Naturaleza y al diálogo con ella.
Para terminar, dejo estas palabras de El mono gramático, donde podemos escuchar la importancia que el lenguaje, su inefabilidad, tuvo para Paz, a la vez que el poeta, su luz, su eco, consigue que el tiempo, imparable e inexorable, se quede quieto, buscando la eternidad:
«Gracias al poeta el mundo se queda sin nombres. Entonces, por un instante, podemos verlo tal cual es —en azul adorable. Y esa visión nos abate, nos enloquece; si las cosas son pero no tienen nombre: sobre la tierra no hay medida alguna».
Sin duda, la mención del azul es un espejo de ese mundo de Darío, que reflejó en su libro de cuentos, azul como color de la vida, donde la fantasía convive, en armonía, con la realidad.
Buen final para esa obra vasta y honda, la de Paz que germina como un árbol que ha crecido inmensamente, lleno de ramas (el arte, la poesía, la pintura, la música), pero donde brilla con luz propia la palabra poética, misterio que aún nos habla desde el fondo de nosotros mismos y que es un diálogo, como creían los primeros humanos, con los dioses.
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