Hay que ver lo que le cuesta a la RAE incluir ciertas palabras en su diccionario. Y lo fácilmente que se enamora de otras. Por ejemplo, “letraherido”, que en su momento metió en el diccionario sin necesidad de que nadie la dijera jamás. Habrá quien haya dicho, en todo caso, “lletraferit” o “lletraferida”, pero jamás “letraherido” ni “letraherida”, dos atormentados tours de force traducidos literalmente del catalán. En castellano, desde luego, ambas voces son perfectamente prescindibles y a nadie se le ocurriría recurrir en su habla cotidiana a unas expresiones tan impostadas.
La creencia en la literalidad de las lenguas hace mucho daño. Si la lengua inglesa usa “gender”, por ejemplo, no es necesario traducir siempre “género”: la española prefiere muchas veces “sexo”. El angloparlante, que en cuanto oye “sex” ya se está preguntando “¿dónde, dónde?”, prefiere en cambio “gender” porque se puede decir delante de los niños; en fin, que eso tan franco de “sexo masculino” y “sexo femenino” se deja para el Mediterráneo, tierra caliente y meridional. Así que motejar de “letraherido” al bueno de Alonso Quijano es un paso en falso, aunque en catalán el hombre sea, efectivamente, un “lletraferit”. Ocurre que las palabras tienen contexto —cicatrices, huella, uso— y arrastran, en consecuencia, un currículum que les da peso y razón de ser: un significado temblón e inestable que cambia todo el rato y que las primas etimológicas desparramadas por las distintas lenguas no siempre comparten. De ahí la complejidad de traducir: no se pueden buscar atajos ni traducir impunemente. Ya lo dicen los italianos: traduttore, traditore.
Los italianos no se andan por las ramas.
Don Francesc de Borja Moll, el único “lletraferit de debò” que ha habido en el mundo, según el profesor don Bartolomé Papasseit, Tomeu, discípulo suyo y buen amigo, fue caballero ilustre, filólogo destacado y gran lingüista que conoció la lengua y las parlas catalanas de verdad. De debò. También se manejó en español, cómo no, francés, italiano, alemán e inglés. Durante más de cuatro décadas recorrió a pie el Sprachraum catalán, las tierras de hablas catalanas, desde las montañas de Andorra a las playas de Alicante y desde la Mola de Formentera al mítico puerto de su Mahón natal, tomando nota de cada palabra y de cada expresión que oía, así como del contexto en el que se usaba y de las veces que aparecía escrita. Con todo ello puso punto final al diccionario (quince tomos, ojo al dato) que en el siglo XIX empezara su propio maestro, El Mossèn pasional y trabucaire. En ese diccionario monumental, el Diccionari català-valencià-balear de Alcover y Moll, aparece esta intraducible definición de “lletraferit”, que es la que vale y que, pese a todo, yo traduzco, consciente de mi pecado. “Instruït, que ha llegit molt”. Es decir “instruido, que ha leído mucho”.
Don Xesc y su maestro Alcover proporcionan también dos referencias del uso escrito de “lletraferit”, una procedente de una revista, L’Ignorancia, que se publicaba en Palma de Mallorca entre 1879 y 1885, y otra aparecida en las poesías de don Tomàs Aguiló i Forteza, hombre de letras, fenómeno romántico y, en los ratos libres, político con una intensa ficha en la web de la Real Academia de la Historia.
El Diccionari català-valencià-balear de Alcover y Moll (que, por cierto, se puede consultar en Internet) aventura incluso dos posibles equivalencias castellanas, razonables y sensatas, para “lletraferit”: las palabras “letrado” y “leído”, la primera más culta, la otra más de andar por casa, y que, en cualquier caso, le van que ni pintiparadas a don Alonso Quijano, El Bueno, un tío leído, el lletraferit por excelencia. Todo ello sin necesidad de ponerse estupendo, meterse en espesuras y decir eso tan atormentado de “letraherido”.
Que ya son ganas.
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