Luis Mateo Díez ha rendido un hermoso homenaje no al cine como séptimo arte, sino al cine como lugar de reunión para el esparcimiento visual. Es decir, un homenaje a los cines a los que hemos acudido durante toda nuestra vida para, en la oscuridad y ante una gran pantalla, dejarnos seducir por una historia. Evidentemente, este relato viene a recordarnos que no debemos permitir que esos lugares de desaparezcan.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de El limbo de los cines, de Luis Mateo Díez (Nórdica), ilustrado por Emilio Urberuaga.
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Crisol
Fui al cine Crisol, en la triangular de Oceda, perseguido por un guardia de la porra que ya, en anteriores ocasiones, había dado cuenta de mí sin tener que perseguirme, simplemente cogiéndome por el cuello cuando escupía la colilla y atizándome de lo lindo sin precaverme.
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Corría por Averzales y Contaminaciones como alma que lleva el diablo. Me paraba en la esquina de Paciencia con el corazón en la boca. Me había llevado por delante al ciego de la esquina de Corteza y a un lisiado que me amenazó con las muletas. Crucé en Desdoro driblando a un taxi que paró en seco ante la farola donde gritaron dos señoras.
No daba más de sí. El corazón en la boca, los pulmones reventados, hasta sentía que me sangraban las varices.
En ninguna película me había visto en otra igual.
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El guardia de la porra era tan fuerte como persistente. Recordaba sus guantazos y aún tenía en el cuello las marcas de sus dedos, cuando en otra ocasión me agarró y me dio estopa.
En el cuartel era conocido por sus carreras, tretas y somantas, sin que tuviese la necesidad de una detención o un arresto, con pillar al interfecto y ponerlo a punto le bastaba. Los que más le temíamos éramos los que peor andábamos, quiero decir quienes arriesgábamos más que los otros, sabiendo de sobra lo que un guardia de la porra puede repartir si se le hinchan los morros o se pone farruco.
Hay películas en las que da verdadera grima.
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El cine Crisol estaba más lejos de lo que pensaba, por muchas que fuesen las sesiones continuas o las matinales a las que hubiera ido.
De todos los de Oceda era el menos cuidado, no el más viejo pero sí el más dejado de la mano de Dios, con un patio de butacas lleno de serrín y cáscaras y unos apliques en las paredes sin bombillas y con los cables sueltos.
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Me parecía que si al final me faltaba el aliento, porque la triangular se desviara y el Crisol rechazase a un fugitivo de la ley que en la huida estaba perdiendo el ánimo y la orientación, podía pedir asilo en las Conventuales o en los Corolarios, hermanas y hermanos de órdenes consecutivas que tenían iglesias afines mucho antes de la triangular, donde Oceda todavía no rayaba con el hemisferio sur y algunas almas piadosas confesaban por Pascua Florida.
Eso solo sucedía en películas religiosas.
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Eran figuraciones propias del canguelo y de lo que la porra del guardia podía proporcionarme, si el desgaste de la carrera resultaba proporcional al cabreo y a lo que su prurito profesional pudiera recabar, con la indignación y la presumible burla.
Todavía me quedaba un último salto en el pavimento de Pasquines, al pie de la avenida de la Tribulación, donde había obras y las zanjas no estaban señalizadas.
Fueron los operarios quienes me advirtieron al verme cruzar como una exhalación, sin que ello impidiera un morrazo y una escocedura. Torcerme el tobillo, rasparme el codo, darme de bruces con lo que podía ser un caldero de argamasa o el mismo botijo con el pitorro roto y la nariz sangrante.
El guardia de la porra no me pudo alcanzar.
A lo mejor los operarios se compadecieron de mí y le indicaron la dirección opuesta, después de asustarse del morrazo y sabiendo que las obras tienen que estar señalizadas en la vía pública si hay un mínimo de respeto a la correspondiente ordenanza municipal.
Estas escaramuzas son habituales en el cine mudo.
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Ya veía el Crisol.
Era como una película de navegantes que avizoran el puerto.
El poste de la luz, el tenderete de las golosinas, la valla aledaña que sigue hacia las vías del tren, que son más estrechas según mueren y descarrilan los vagones fuera de servicio, los almacenes del Plantío, la cervecera, el paso a nivel y las primeras casas del barrio de la Cinta, con la embotelladora y el humo de los hornos que sale por la chimenea y huele a ladrillos mojados. La tejera que ya cerró porque nadie quería trabajar el barro.
Un oficio que apenas se ve en las películas.
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No las tenía todas conmigo.
La carrera me había desfondado y cuando busqué la billetera en el bolsillo del pantalón la sentí tan mojada como los ladrillos y hasta llegué a avergonzarme pensando que con el miedo de la persecución se me habían escapado unas gotas y no era solo sudor lo que impregnaba los calzoncillos.
Sentir que podía haberme orinado me produjo una sensación penosa, eso que en el cine se parece a la evacuación de un fortín con los heridos en los carromatos y la retaguardia reventada.
Lo que en una película más grima da.
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En el Crisol, en la sesión de ventaja, la entrada valía la mitad.
Nadie sabía muy bien el significado de aquella oferta, aunque a todos los espectadores les encantaba la idea y todos preguntábamos si la sesión era de ventaja o había filas de albur o estaba reservado un pasillo para ver la primera de pie y la segunda arrimado, en la sesión continua.
Sabíamos que en cualquier caso existían días de infantiles y familias numerosas, sesiones de féminas, sesiones vermú y descuentos penitenciales en las de cristos y cruces de la Semana Santa, del mismo modo que se retacaban las de reestrenos preferentes en las fiestas patronales y trimestralmente hacían una rifa para tres sesiones de vaqueros o piratas.
La película daba como premio en el sorteo una manta, si era invierno, o un polo si era verano.
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De los cines de Oceda el Crisol era el único con tanta variedad de entradas y por eso casi siempre estaba lleno, hasta el punto de que en los días más beneficiados la cola se ajustaba a la valla aledaña del ferrocarril casi hasta la Estación.
Los menos agraciados se quedaban sin entrar, aguardando a que alguien les contara el final de la cinta más exitosa, de la que en la cola se habían hecho todo tipo de suposiciones, algunas muy descabaladas pero otras bastante certeras. No era habitual que alguien se aviniese a contarlo, prevalecido de lo que había visto, excepto algún chaval que ni había entendido la película ni se había enterado de que el muerto era el coronel y no el recluta, sin que la protagonista llorara por quedar viuda sino por verse en la calle, desheredada y sin pañuelo.
En otras películas, autorizadas para mayores, bailaban un charlestón.
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La sesión no era de ventaja pero me importó un pimiento. La cola no estaba orientada, y en la taquilla no tenían suelto para darme la vuelta pero tampoco me importó. En otras ocasiones me lo fiaban y algunas veces había falsificado las papeletas de las rifas trimestrales y había visto por el papo y en varias sesiones las mismas de vaqueros que de piratas.
Hasta había bailado un charlestón.
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Entré con la cinta ya comenzada o el noticiario en la parte deportiva, que era lo que más me gustaba, sobre todo el lanzamiento de jabalina y de disco, también el levantamiento de pesas y el foso de los saltos de longitud con los árbitros midiendo y un atleta con el tobillo roto.
En la fila del pasillo pude finalmente estirar las piernas.
Los músculos estaban agarrotados, la persecución me había perjudicado mucho.
Hay que tener en cuenta lo que un tullido puede llegar a sufrir en esas condiciones.
Las circunstancias adversas de una carrera sin pista ni aliciente, antes al contrario, con un agente de la autoridad que quiere echarte el guante porque se figuró que birlabas algo o, al tenerte ya fichado, no te ibas a ir de sus manos, y mucho menos de la porra, aunque el guardia no tenía galones, eso que se sepa.
Hay películas con menos galones que estrellas.
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Me dormí en el Crisol, era lo mejor que podía pasarme.
Un sueño en el que ya no quedaban ni las raspas del vértigo ni de la orina, como si entre los algodones de unas nubes que, al parecer, también se veían en la cinta que estaban echando, aunque las de la cinta eran en tecnicolor y las mías en blanco y negro, pudiera dormir sin respiración y quebranto, quiero decir sin otras ataduras que las de las alas de algunos de esos ángeles que vuelan como cometas.
Sobre todo si lo hacen sin que les interesen las contricciones ni el uso de razón, que es lo que yo evito cuando estoy cansado y perseguido, sin la mínima intención de contar a nadie el final de la cinta, si es que soy capaz de enterarme yo mismo o el sueño permite que los ángeles me sostengan en el limbo.
El guardia de la porra se había cansado de esperarme.
En los cines, como en las iglesias, no pueden entrar las fuerzas armadas, tampoco ir al limbo, que es donde sobrevivo como espectador en las pantallas panorámicas.
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Autor: Luis Mateo Díez. Ilustrador: Emilio Urberuaga. Título: El limbo de los cines. Editorial: Nórdica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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