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El llamado del diablo

En Te di ojos y miraste las tinieblas, última novela de la escritora catalana Irene Solà, recientemente galardonada con el Premio Finestres, relumbra un brillante tratado de demonología al que no le falta apéndice: brujas, magia, condena, muerte y, por supuesto, una semblanza del Ángel caído, que revela la perfidia y la deshonestidad que lo caracterizan

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La vidente, la que no tiene pestañas, la que justamente por no tener pestañas predijo profecías, resuella en el lecho de sus últimos días; hundida está en un sopor que se quiebra si acaso por la añoranza del «hombre de cejas magníficas, pies de gallo y pechos de mujer» o por el presagio de su propia muerte: sola y anciana en la masía familiar que se marchitó bajo el abrigo de un bosque. El resto, en una comitiva infernal, la espera con la mesa puesta, donde siempre, su casa, del más allá, que no es tan lejos como algunos creen. Se regocija, sí, de su decrepitud, anhela el reencuentro tras el último suspiro. Son seis ellas: la que inauguró el clan, con su cara de yegua, que cuando relincha resplandecen las negruras de su boca desdentada, la misma que conjuró la primera invocación por el temor de parecerse a otra a la que también le faltaban muelas; la del corazón roto, siempre renegó del infame y temió la reprimenda de Dios, pero pecó y bajó a la quinta paila, donde los súcubos la torturaron: «¡Atadla!, atadla, pero ¡no le atéis las manos, atadle el corazón!»; la que no habló por falta de lengua, esclava de su mutismo, era experta sin embargo en desvíos: el crimen lésbico que consumó con la otra desviada que la acompaña siempre; la que nunca sintió dolor aunque le infligieran torturas en cambio sí disfrutó la caricia en su útero envenenado y perpetuar así la maldición; y la que nació sin cola, pese al vaticinio de su progenitora —que ahora mismo se ahoga en su estertor—, realenga y de maneras ligeras por ser hija de quien es y de quien ha sido desde tiempos inmemorables: cayó de las alturas por trepar las cimas de las nubes en su intento de destronar al más poderoso. Desde entonces, su nombre, que son muchos y se multiplican como sus perversiones, congregan con su llamado a las sombras: Astro matutino, Belial, Portador de luz, Asmodeo, Estrella de la mañana, Leviatán, Hijo del aire, mejor conocido como Satán.

"Según la teórica feminista Silvia Federicci la cacería fue una iniciativa política que orquestó la Iglesia Católica, porque proporcionó argumentos metafísicos e ideológicos para la extinción de la bruja"

Son siete mujeres las heroínas de Et vaig donar ulls i vas mirar les tenebres, título original en catalán y última novela de la escritora Irene Solà, publicada en 2023 por Anagrama Editores y ganadora en marzo de 2024 del Premio Finestres en catalán. Como parte del paratexto, en las notas finales la autora ya da pistas de lo que encontrará el lector en sus páginas: una ficción que se imbrica a partir de una revisión de documentos no sólo literarios sino también historiográficos sobre la figura de la bruja y su cacería en la Edad Moderna. A partir de leyendas y pequeñas fabulaciones, tesis doctorales y hasta recetarios de cocina, Solà pone al trasluz simbologías, nombres, íconos y datos históricos que tejen una urdimbre de parentescos y que enlaza su obra con una antigua tradición: desde mitos que la oralidad con su aliento inextinguible propagó hasta teologías y manuales de detección de las discípulas de Lilith, como el Directorium inquisitorum, diseñado por otro catalán, Nicolau Eimeric, en 1376.

En la medida que discurren los hechos protagonizados por Joana, Margarida, Blanca, Elizabet, Àngela, Dolça y Bernadeta —sin aparente cronología—, se desglosa un poético tratado de demonología nunca escrito. Imposible de imaginar entre los años 1580 y 1630, cuando se registró el mayor número de procesos judiciales por hechicería, porque el duende de la creación no musitó al oído del prelado o del jurista las bellas palabras de la literatura. Al contrario, Cristo los inspiró de justicia y ellos juraron por los estigmas la erradicación del crimen. Por ejemplo, el papa Juan XXII tipificó la brujería como herejía en la bula Super illius specula. Y es que según la teórica feminista Silvia Federicci, en su investigación Calibán y la bruja, la cacería fue una iniciativa política que orquestó la Iglesia Católica, porque proporcionó argumentos metafísicos e ideológicos para la extinción de la bruja: «Sin la Inquisición (…) y sin los siglos de campaña misógina no hubiera sido posible», asegura.

"Antes que sus vecinos también las señalaran por el miedo y la paranoia desatados, sus primeros denunciantes llenaban de monedas sus bolsillos"

Desde entonces, con la bendición de Roma, el monje, el padre, el marido y todos los hombres de Europa se dejaron contaminar por el odio hacia las mujeres. Y con él afilaron el cuchillo que las degolló y encendieron las hogueras donde fueron quemadas vivas. Para mayor inri, cimentaron las bases de un nuevo orden que surgió en el interregno entre el declive del sistema feudal y el florecimiento del mercantilismo: uno de tipo patriarcal y capitalista: «La caza de brujas fue en Europa un ataque a la resistencia que las mujeres opusieron a la difusión de las relaciones capitalistas y al poder que habían obtenido en virtud de su sexualidad, su control de la reproducción y su capacidad de curar», consigna Federicci.

Mientras las llamas devoraban súplicas o imprecaciones, en Francia, Italia, Alemania, Inglaterra e Irlanda, por nombrar algunos de los territorios donde más hubo ajusticiamientos por maleficium, la anciana que mendigaba un trocito de pan, la viuda que imploraba protección divina, la campesina que cultivaba su tierra, la adolescente que zurcía sus bragas y cualquiera otra piojosa con el pelo largo —los cachos y el tridente del asqueroso se esconden en las melenas que se chorrean como helechos— eran sospechosas de adoración demoníaca. La pobreza hermanó a todas las granjeras y trabajadoras que fueron acusadas de brujería. Antes que sus vecinos también las señalaran por el miedo y la paranoia desatados, sus primeros denunciantes llenaban de monedas sus bolsillos; eran miembros respetados en sus comunidades por amasar riquezas, o terratenientes que en muchos casos arrendaban parte de sus fundos a las víctimas, cuyo único patrimonio era la fuerza de sus brazos.

"El pacto con el Señor de la noche, como también se le llama, es una recurrencia en los sumarios de los juicios de brujas"

A partir del hecho de la miseria —que no es insignificante— la trama de Te di ojos y miraste las tinieblas, traducción al castellano, rescata otros muchos que se reflejan en los expedientes, legajos y testimonios conservados sobre brujería: sabbat, magia y adivinación, banquete y, por supuesto, las representaciones de Belcebú: «A veces se le escurría de entre los brazos. Y no se convertía en una gata dócil, ni en un toro altanero, ni en una cabra simpática. (…) Cuando era un monstruo con ojo de fuego, una fiera alada con pezuñas, y cuernos. Con brazos de hombre y patas de macho cabrío. Recordaba cuando llevaba séquito, y lo ponían en medio del corro, le ofrendaban frutas y quesos», se lee en la novela. Irene Solà toma estas referencias para convertirlas acaso en un reproche a la crueldad e injusticia de los procesos penales y autos de fe en contra de aquellas a quienes sus persecutores les colgaron el sambenito injustificado de sibilas. Sus personajes, apurados por diversas necesidades, el abandono de la buena fortuna, la fealdad que aqueja el alma y aparta a Eros, la urgencia del amor eterno, no tienen otra alternativa que pactar con el Maligno. Espantada por el fantasma de la soltería, en edad de merecer y sin labriego que la corteje, Joana remedia su pesadumbre: «Si solo pedía una cosa era mejor ir sola, de madrugada. Tenía que matar un gato. Ni muy grande ni muy pequeño. Mediano. Meterle un haba en cada ojo, un haba en la boca y un haba por el agujero del culo. Y lo tenía que enterrar y dibujar una cruz en el montoncito, y encima de la cruz orinar. Entonces vendría el demonio y le podría pedir lo que quisiera». Nada parece escapársele a la narración, nada es fortuito. Sobre micciones y otras secreciones ya hablaron los dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, artífices de la infame publicación Malleus Maleficarum (1487), una suerte de guía de identificación, arresto y sanción para las seguidoras del innombrable que se popularizó en virtud de la bula Sumis desiderantes del papa Inocencio VIII. Elevó la brujería a amenaza ecuménica, y coincidió con la tipificación de crimen exceptum, o sea, podía ser investigada por medios especiales, incluida la tortura: «Como ella después confesó, no tenía agua para verter en la zanja (…) y lo llenó de su orina, y la agitó con el dedo, según su costumbre, con el movimiento que le indicó el Diablo», se extrae del Malleus la confesión de Constanza, quien probablemente cantó lo que sus verdugos querían oír para poner punto final a su martirio.

"Las protagonistas fueron condenadas per saecula saeculorum. Y en otro lugar, que no es el infierno pero tampoco el paraíso, arman su aquelarre"

Con tal de no vestir santos, Joana, antes de la prosternación, pidió y pidió con fervor: «Quiero un hombre entero, que sea heredero y tenga un trozo de tierra y un trozo de techo», y él, que se presentó como un toro negro, de morro, pestañas y pija negros, atendió su ruego a cambio de devoción. El pacto con el Señor de la noche, como también se le llama, es una recurrencia en los sumarios de los juicios de brujas, quizá porque Satanás, que es muy caprichoso, unge sólo a aquellas que son dignas de penetrar su reino de pestilencias: «Mi sistema es: todo o nada. Yo no tomo, según se dice, todas las almas que se me ofrecen; yo quiero almas escogidas y en cierto estado apetitoso de furor y desesperación», cuenta Jules Michelet en La sorcière, uno de los primeros estudios en Francia sobre el tema. Solà traza un giro sorprendente en el relato, una marrullería digna del Ángel caído, cuya soberanía se basa en el poder de las palabras, otorgándole a Joana la perspicacia e inteligencia con las que pone en jaque a su acreedor, quien, confiado en su milagro, ansioso de poseerla, olvidó un detallito, la insignificancia anatómica con la que ella rompe el acuerdo y se libra de su yugo: «Pedí un hombre entero (…), pero Bernadí no es un hombre entero. El gran asador la miró con incredulidad. Joana añadió: “Le falta el dedo pequeño del pie izquierdo”. Y entonces se oyó un fragor y luego un estallido terrible y llovió a cántaros cuatro días». Pero él, que siempre se venga —aunque amputado, un macho entregó— , se ensañó con la astuta: «Comprendió que todo tiene su precio. Y que el precio siempre es demasiado caro. Y que después del trato que había hecho y deshecho con el demonio por cuenta del dedo pequeño que le faltaba a su marido, le faltaría algo a toda su progenie».

Las protagonistas fueron condenadas per saecula saeculorum. Y en otro lugar, que no es el infierno pero tampoco el paraíso, arman su aquelarre, vocablo vasco que surge de la unión de dos palabras, akerr, macho cabrío, y larre, prado; convivencia íntima de las brujas: «Fraternidad humana, reto al cielo cristiano, culto desnaturalizado del dios naturaleza: he aquí el sentido de la Misa Negra», remarca Michelet. Margarida, Blanca, Elizabet, Àngela, Dolça y, por supuesto, la matriarca Joana aguardan y velan el final de Bernadeta sin la intromisión del que las castigó, porque el amor visible, la rendición absoluta, la incondicionalidad sin objeciones ni cortapisas, como los entregados por Bernadeta, lo aburren. Y este es uno de los grandes aciertos de Et vaig donar ulls i vas mirar les tenebres, porque desvela el carácter antojadizo del diablo, su masoquismo y porfía; él se empecina cuando detecta un espíritu incorruptible, como el de Margarida, que siempre lo despreció desde el fondo de sus tripas. Cuando ella murió, Lucifer abandonó la masía y dejó a sus siervas sin su cuidado, porque nunca ha cuidado nada sino a sus garras. Y las mujeres, mutiladas, expulsadas, penadas y olvidadas, no tuvieron mejor opción que celebrarse juntas en la eternidad.

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