«Bajé las escaleras y vi un montón arrugado de tejido de albornoz y sangre, con la escopeta en medio de la carne desintegrada, en el vestíbulo delantero de la sala de estar», describe en sus memorias Mary Welsh Hemingway, la última mujer del “maldito”, “perdido”, alcohólico y depresivo escritor al que hemos amado y al que, por esa misma razón, también hemos perdonado. A veces es mejor decir adiós a tiempo que estirar la despedida. Sobre todo cuando llega un punto en que vivir cuesta demasiado y, en este sentido, hay que tener valor para quitarse la vida. Para abrir los ojos una templada mañana, concretamente el 2 de julio de 1961, mirar a la persona que duerme a tu lado, preguntarte si has hecho bien o, por el contrario, qué ha fallado. Incorporarte. Bajar las escaleras, coger la escopeta de doble cañón, cargarla y vaciarla en tu frente. Y probablemente, antes de apretar el gatillo, Ernest Hemingway vacilara. O tal vez recordara aquello que escribió en los últimos capítulos de París era una fiesta, «(…) al fin y al cabo, tal vez sea más fácil romperte una pierna que romperte el corazón, aunque hay quien dice que lo que se ha roto es lo que se vuelve más fuerte». En su caso, tras el impacto de esos dos cañones, irónicamente, su vida se hizo más fuerte, más legendaria. Se mitificó. Y como estaba destinado a convertirse en símbolo de una generación, tampoco dudó a lo largo de su existencia en convertirse en personaje literario, ser un poco Don Juan y amar sin medida. Así lo hizo con Hadley, su primera mujer, con quien casi todo le supo a primera vez y vivió la bohemia francesa hasta que las calles de París quedaron impregnadas del aroma y las conversaciones que los amantes mantuvieron en ellas; en los locales donde bebían, se emborrachaban y divagaban, y en las pensiones donde dormían y se entregaban el uno al otro como si no hubiera un mañana, y ni falta hacía que ese día llegara, pues «así es como era París en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices».
Personalmente, considero que “la de París” —como le gustaba decir a él— y Adiós a las armas son las mejores novelas que escribió el corpulento soldado y periodista de ojos claros nacido en Chicago, a pesar de la opinión de distinguidas voces acerca de El viejo y el mar, ganadora del Pulitzer en 1953. Y es que aun recibiendo este galardón y el Nobel de literatura al año siguiente, ¿qué importancia tenían —y tienen— los premios cuando su parafernalia no significa nada para un alma atormentada? ¿Qué relevancia tiene, por tanto, la fama? Ninguna. Y menos aún cuando lo que prevalece en ti es la escritura. Concretamente, vivir para escribir. «Me he llevado una tunda de esas de las que uno no sale vivo, y necesito trabajar sin pausa para recuperarme y después escribir y no pensar ni preocuparme por nada más», escribió a su abogado y amigo Alfred Rice meses después de haber sufrido el doble accidente aéreo que le dejó, literalmente, roto en mil pedazos. Vértebras aplastadas, quemaduras de primer grado, conmoción cerebral, y el hígado, bazo y riñón completamente dañados, por no decir destrozados. Sin embargo, para quien ha sobrevivido varias guerras y gusta de ser un púgil respetable, el cuerpo no es más que un armazón, un receptor de impactos. Y dado que el accidente lo tuvo el mismo año que recibió el Nobel, razón de más para andarse con cuidado durante los siete años que le quedaban. Tal vez por eso, por vivir a destiempo, se preocupó desde muy joven por la palabra certera; por pensar en la frase más sincera y sentenciarla cual gancho, o golpe de jab, provocando un knock-out en toda regla a todo aquel que la leyera. Hemingway entrenaba y probaba. Experimentaba. Tocaba fondo y volvía a empezar, aunque la sombra de otro suicidio, el de su padre, fuera el suceso que más le marcara y le dejara como herencia una enfermedad incurable y terminal.
Es evidente que su figura, mezcla de leyenda y realidad, despierta tanta pasión como rechazo. Y si para unos es considerado un referente, padre del nuevo periodismo del siglo XX, renovador del lenguaje y del idioma inglés, para otros no es más que uno de los autores mujeriegos y machistas más sobrevalorados de la literatura universal, a quien los excesos de una vida tildada de aventurera lo empujaron al suicidio. Sin embargo estos últimos olvidan que Hemingway, además de vividor, fue, en definitiva, el eterno luchador que aun quebrado por dentro reunió las fuerzas suficientes como para enfrentarse a sí mismo y convertirse, tras la pelea, en uno de esos tipos que concentran lo mejor y lo peor del ser humano.
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