—El lunes me voy a Mallorca. Mi hija tiene casa allí. Casi se puede ver el mar desde el balcón. Vamos, que está casi a pie de playa. Cuento las horas. Podría haber cogido el billete el domingo, pero me fie de lo que todo el mundo decía así que me iré el lunes. Pero ya os digo, el lunes me largo sin mirar atrás.
No veía a Carolina desde hace medio año o así. Casi siempre cuenta que tiene una hija en Palma y que está muy cerca de la playa. No sé si ha perdido la memoria o si quiere presumir más de la cuenta. Tal vez no se dé cuenta de que se repite. O puede que la pueda el entusiasmo y no le importe lo que el resto podamos creer.
Junto a Carolina, en la amplia mesa de la terraza de la casa, está despatarrado César. El magistrado es un hombre orondo que en la tarde suave de junio hace un chiste de mal gusto con su perímetro. Si yo conozco el final, que le veo muy de cuando en cuando, los otros con mayor razón. Se ríe solo tras apurar con parsimonia un sorbo de vino mientras los demás sonreímos por cortesía. ¿Tampoco se acuerda de que ha contado la gracia tantas veces o es que ha bebido lo suficiente como para que le dé igual? Quizá se ha dado cuenta cuando ha empezado a contarlo y ya no ha podido dar marcha atrás. También podría haber agregado una muletilla tipo “no sé si os lo habré contado, pero resulta que…”.
A las nueve de la noche nadie sabe que son las nueva de la noche. Parece que fueran las siete. El vino descansa en una cubitera y se puede fumar sin problema. Se está celebrando el posible buen resultado de un juicio. Nadie mira el reloj. Nadie quiere irse a casa.
De un Dom Pérignon de tres litros se ha pasado a la cerveza y ahora se bebe vino tinto. Dos botellas se aburren dentro de una cubitera con mucho hielo. Hugo va alineando las botellas perezosamente, con las etiquetas mirando hacia los demás. Todos le miramos como si estuviera construyendo una torre con pequeñas piezas de madera. César vuelve a encenderse el Partagás, de un calibre considerable. Sopla el humo hacia el extremo, sabiendo que todos le estamos mirando. La brasa cobra una viveza incandescente que se diluye enseguida.
Cada cual está a lo suyo. Carolina está pendiente de que llegue su Esteban. Es viuda y en este hombre divorciado ha encontrado un estado de gracia con el que ya no contaba a los 62. Está convencida de que todo el mundo tiene la horma de su zapato, sólo hay que tener suerte para encontrarla. A Esteban no le debe importar que sea coja, no muy alta y que debiera seguir una dieta. Esteban ve en Carolina lo que los demás no vemos. Algo parecido le pasa a César con su perímetro.
No se entiende del todo que César mantenga su forma de hablar como si estuviera aún ante el estrado. Al principio me llamaba la atención pero como nadie hacía ningún comentario imagino que no tiene remedio. Tampoco le he visto nunca sin traje. A lo sumo sin chaqueta, como esa tarde que ya va siendo noche. Siempre viste camisas abotonadas hasta arriba, corbata y dos cintas negras a la altura del codo. No sé si es por luto, por estética o por algún homenaje.
—El Guernica representa un Belén. Si os acordáis: hay caballos que pueden ser mulas, está la madre con el hijo, la bombilla en realidad es la estrella que ha conducido a los reyes…
Nadie le contradice, todos escuchamos esa curiosa mirada que suena a cierto ocultismo, a que la haya leído en algún libro de teorías de la conspiración o algo semejante. Habla mientras fuma o fuma mientras habla. Para él todo está ligado, todo tiene un sentido. No es que prime la armonía pero el universo tiene su orden, aunque haya que darle vueltas hasta encontrarlo.
—Qué curioso César, no había oído eso nunca.
César no contesta pero se le nota ufano por ese golpe de efecto. Mira el puro ya terciado. Nadie se mueve más que para ir al cuarto de baño. Es entonces, en la penumbra de la casa, donde más se aprecia que la luz se está yendo muy rápido. El bolso abierto de Carolina, los papeles encima de su mesa, las fotos enmarcadas que reposan en un anaquel, el cuadro con cinco personajes que el dueño se empeña en decirnos a quiénes representa. El parecido es leve pero a él le complace y como es quien ha puesto las bebidas y una buena caña de lomo no sólo nadie le contradice sino que todos asienten.
Un ordenador emite imágenes de un partido de fútbol que todos ignoran. César está dándole vueltas a la estrategia del próximo juicio pese a que no conozca la sentencia. Analiza los pros y los contras de las tres posibilidades que puedan resultar. Hugo, algo taciturno, recuerda cómo daba vueltas la enorme lavadora de monedas a la que solía acudir cuando vivió en Oslo. Nunca se iba a dar una vuelta por la zona mientras sus camisas y calcetines giraban y giraban, como si alguien pudiera parar la máquina y se fuera a llevar su ropa mojada. Hugo no es de hablar. Siente que le aprieta el cinturón pero le incomoda aún más desabrochárselo delante de todos y la perspectiva de levantarse e ir al baño para remediar la molestia le da pereza. En su casa no hay cuadros ni ningún tipo de adorno. Como si se hubiera mudado el día anterior.
—Así es la vida —dice alguien.
—La última ronda y cada uno a su casa —amenaza el dueño de la terraza.
Nadie se da por enterado. Nadie se ha fijado en el goteo de la manguera, ni en el hilillo de agua que llega hasta una pequeña alcantarilla, así que algunos lo han pisado y se ha formado unas manchas en el suelo de cemento blanco echado la semana pasada. Nadie sirve vino. Los que están sentados de espaldas a la pared miran el dibujo de los tejados y las antenas sobre el fondo intensamente azul.
Estoy por decir que echo de menos la lluvia y esa niebla del comienzo de La jungla de asfalto que no he podido acabar de ver, los modelos de los coches de la policía y esos pantalones con dobladillo. También querría decirles que en la película hay una frase tan feliz como enigmática: “Un hombre debe tener varios sitios para colgar el sombrero”.
Las manchas del sudor en las camisas, los polos y la blusa de Carolina a la altura del sobaco están ya secos. Los perfiles de los rostros se van desdibujando. Esteban pide que apague el ventilador de pie porque le molesta el airecillo que le llega. Luce un pelo blanco en punta y corto como un recluta. Ha trabajado hasta hace dos años repartiendo bombonas de cerveza. El día que invitó a Carolina a una degustación en su fábrica, ella embistió en una rotonda, con su poderoso 4 x 4, al utilitario de segunda mano de un colombiano que llevaba un mes con el carnet de conducir. El comentario de Esteban le ha sentado mal a Carolina, que lo intenta disimular.
Hugo se levanta, se acerca a la baranda de la terraza, se alza sobre ella y sin decir nada se deja caer en el vacío.
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