Ezequiel arribó a las costas de Surinam en una pequeña embarcación dispuesta por la Organización Universal de Magos, para concurrir a la Academia Central. Hasta los 30 años, su edad en curso, Ezequiel había oscilado entre distintos accesos al conocimiento, labores y relaciones, sin encontrar nunca una dirección, un sentido, una sincronía entre sus pulsiones y las circunstancias. Ni un amor bilateral, ni un trabajo convocante, ni un éxito personal. Finalmente había permitido que su memoria ganara la partida: el recuerdo de aquella sesión de magia en el cumpleaños once de Eloísa. Al mago Najón, sexagenario, de mofletes flácidos, mal afeitado, con un aura general cachuza y ladeada la galera, le anticiparon la aparición de la paloma.
Eloísa, ya consternada con el fracaso del entretenimiento, se abrazó sin pensar a Ezequiel. Apenas unos segundos, de miedo y desconcierto. Cuando los médicos confirmaron que el mago había fallecido, Ezequiel compuso una reflexión que lo acompañó en su regreso solitario por la calle Tucumán, a su casa en esquina con Uriburu, en pleno barrio de Once: el truco exitoso del mago había sido su imprevisto final. Ponderando este paradójico triunfo, pudo Ezequiel compadecerse por el extinto. El roce de Eloísa le había dejado huella en alguna parte suya que no podía precisar.
Ya eran las vacaciones. A Ezequiel lo cambiaron de colegio y no volvió a cruzar con Eloísa.
Permaneció entre esos dos acontecimientos —la muerte del mago y la ausencia de Eloísa—, hasta los 19 años, sin saber exactamente qué hacer. Pero estudió magia a distancia, con los cupones postales de una revista de historietas apaisada, más por descarte que por convicción.
Tras una década ejerciendo eficazmente como mago vocacional en fiestas, aplicó a graduarse en la Orden. Allí desembarcaba. En el muelle lo aguardaba un rickshaw.
Sorprendió intensamente a Ezequiel el transporte, propio del Asia de siglos pasados. Los tiradores, hombre y mujer, parecían discutir mientras lo cargaban. No decidía Ezequiel si sus rostros eran de por sí morenos o bronceados por el sol. ¿Serían hindúes?
En el trayecto por calles de tierra, de aproximadamente 40 minutos, en medio de lo que Ezequiel consideró el momento álgido de un incomprensible desacuerdo, la mujer le indicó que se bajara de la silla —Ezequiel obedeció sin saber por qué—, ella ocupó el lugar del pasajero y entre los dos hombres la transportaron hasta el edificio de la Academia. Al descender la mujer, Ezequiel creyó encontrar algo familiar en el rostro, o en sus gestos, o en su voz.
Lo recibió el mago Fechor, decano y jurisconsulto de la Cofradía. Le preguntó por qué deseaba convertirse en Mago.
—Hace 19 años —declaró Ezequiel—. Durante un acto de magia en casa de Eloísa, por su cumpleaños número once. Mientras el mago Najón fallecía, Eloísa se aferró a mi brazo derecho. No he podido olvidarla ni reencontrarla. Tampoco aquel episodio: yo lo llamo truco mortal.
Ezequiel se permitió un silencio tras la recapitulación, y concluyó:
—Decidí que debo convertirme en Mago para recuperar a Eloísa.
El mago Fechor se tomó la barbilla.
—La motivación es correcta —dijo por fin—. La dirección es precisa. Pero te faltan los detalles. Es lógico: nadie puede saberlo todo.
Ezequiel lo observó perplejo.
Los transportistas del rickshaw se pusieron uno a cada lado de Ezequiel y el mago Fechor.
—Yo soy Luis —dijo el hombre.
—Yo soy Marta —dijo la mujer.
Eran los padres de Eloísa, bronceados por el sol de Surinam.
La propia Eloísa, de una belleza extraterrenal, se presentó. Tomó el brazo derecho de Ezequiel.
—Sé que nunca me olvidaste —susurró Eloísa—. Ni yo a vos. Pero no somos el uno para el otro. Con aquella vez estuvo bien.
Ezequiel supo, desde el fondo de su alma, que si esa certeza era todo lo que debía deducir al final de aquel viaje estrafalario, valía la pena. Eloísa tenía razón. Lo sentía en su brazo y en el corazón. Podía ser lamentable, pero también adecuado.
—Entonces… —prologó su partida Ezequiel.
En ese preciso instante ingresó el mago Najón. Tan sexagenario como en el cumpleaños de once de Eloísa; pero con el rostro firme, la expresión despierta, la galera impecable.
—Para convertirte en Mago —le dijo a Ezequiel, apoyando una mano afectuosa en su hombro derecho— la primera lección es cuándo termina un truco.
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