Veo una nueva serie en Netflix. Se titula Easy, es una comedia y sus capítulos parecen perfectos para la hora de la siesta. En la primera secuencia me doy cuenta de que me he equivocado. Es la enésima actualización de las matrimoniadas. Humor sobre tópicos de pareja. Bajo una apariencia de comedia moderna y urbana, se suceden los mismos clichés rancios sobre sexo, aburrimiento conyugal y esas cosas tan manidas. Por desgracia, me he amodorrado y no quiero quitarlo para no espabilarme, así que sigo viéndolo con la esperanza de dormirme en la siguiente escena. El capítulo trata de una pareja que no folla. Tienen hijos pequeños y él, dramaturgo, decidió renunciar a su trabajo para quedarse en casa escribiendo y cuidando a los niños, mientras ella trabaja muchas horas en una oficina y mantiene su carrera profesional. Debería interesarme, pues pocas veces veo algo parecido a mi vida en una comedia de la tele, pero para que me pueda reír o sonreír tengo que poder identificarme con lo que sucede en la pantalla, y no hay manera. Todos los dilemas de los personajes me suenan propios de venusianos. No comparto su angustia y la verdad es que me parecen un poco gilipollas. No tengo nada en común con esa pareja, y me pregunto cómo es posible, si yo también soy un escritor que dejó su trabajo para cuidar de los niños y escribir desde casa mientras mi pareja trabaja fuera. ¿Habré perdido el humor y la capacidad de reírme de mí mismo? No puede ser, me digo, me paso el día burlándome de mí mismo, me encantan las bromas mordaces sobre mi condición, no entiendo la amistad ni la relación con mi hermano sin ellas. El día que mi hermano deje de reírse de mí con esa crueldad tan suya pensaré que ya no me quiere. Así que no puede ser eso.
El dilema de ese capítulo es que un amigo les ha hablado de un estudio que concluye que las parejas con roles tradicionales follan más, y eso les afecta mucho, porque ellos no follan nada, y se convencen de que su falta de deseo se debe a que ella ve a su marido como un hombre emasculado. Está todo el día en casa, le prepara la cena, acuesta a los niños y se ocupa de cosas propias de una mujer, por lo que ella ha perdido el interés, ya no lo percibe como el macho que vuelve a casa tras cazar un antílope y cubrirla salvajemente nada más cerrar la puerta. Esta idiotez es el eje de todo el episodio: ella sintiéndose culpable por sentirse así, por echar de menos a un macho fornido, y él, buscando la forma de recuperar su posición de dominio antropológico. Lo último que recuerdo antes de dormirme fue que pensé: what the fuck?
He leído mucho sobre la condición masculina hoy. Esa emasculación es un tópico explotado con mayor o mejor fortuna en muchas series y en la literatura. En un mundo donde las habilidades asociadas a la hombría (la fuerza bruta, básicamente) ya no sirven para nada, ni siquiera para abrir un frasco de mermelada, los hombres nos sentimos desplazados y avergonzados de nuestra propia condición, así que acabamos expresando toda esa rabia reprimida, que antes derrochábamos en la caza de bisontes o en la producción de acero en los altos hornos, en cosas sucias y perversas que dan mucho juego dramático y cómico (porque el drama y la comedia son simples puntos de vista: la misma situación puede ser triste o graciosa según quién la cuente). A priori, es interesante, y han salido obras muy dignas que exploran ese dilema, pero yo lo siento ajeno a mí. Y soy un tipo que no encaja en la vida moderna, con aspecto de cazador paleolítico: alto, voluminoso, con barba y la voz un poco grave. Soy un individuo tosco y velludo al que los estrógenos no han refinado mucho. Además, soy heterosexual y estoy en una edad en la que no concibo la caída del vigor sexual ni del deseo. Por supuesto, vivo en un ambiente urbano y estilizado. Mis amigos son escritores, artistas y periodistas que censuran cualquier sospecha de machismo y todo lo que hago en mi vida tiene que ver con la delicadeza y lo sutil. Como no voy al gimnasio, tengo los músculos atrofiados. Soy, por tanto, el objeto perfecto para moldear esos dilemas. ¿Por qué no los sufro? Porque me importan un bledo.
Y, sin embargo, debería importarme. Porque si me importase un poco, no dejaría pasar tantos gestos y tantas actitudes despreciables.
Como soy periodista y trabajaba en un diario, mucha gente cree que fui víctima de uno de los muchos ERE que ha habido, pero yo abandoné la redacción por voluntad propia. Una mañana llamé a la puerta del director y le dije que quería irme, y como el periódico intentaba reducir el personal pero no se atrevía a despedir a nadie, casi me dieron las gracias. ¿Adónde te vas?, me preguntaban, dando por hecho que tenía otro trabajo. A mi casa, respondía, a cuidar al niño. Ahí empezaban las miradas y las suspicacias, incluso de los amigos. No sé por qué, me veía obligado a demostrar que trabajaría mucho desde casa, y me buscaba muchos trabajos de freelance. Lo primero que hice fue arreglar los papeles para darme de alta en la seguridad social y en hacienda, y los exhibía como un escudo: observad, trabajo mucho, soy autónomo, pago mi cuota mensual, cotizo, no soy clase pasiva. No hice más que empeorarlo. Ya, autónomo, les oía pensar: ¿a quién quieres engañar, mantenido? Esa palabra, mantenido, aparecía con frecuencia en las bromas, pero también en los reproches sordos, llenos de una agresividad que no sentía desde la escuela. Me convencí de que mi pareja no tendría que enfrentarse a esos reproches si hubiésemos decidido que ella se quedara en casa. Conocíamos otros casos de mujeres que habían dejado el trabajo para cuidar a los niños. Nadie usaba el término mantenida para ellas.
Cuando me quedé en casa mi familia perdió la mitad de sus ingresos. Me costó mucho facturar una cantidad razonable de dinero y, aun así, rechacé trabajos por cuenta ajena. Mientras el desempleo subía a seis millones de personas y mi propio futuro era bien negro, rehusé algunas ofertas laborales porque eran incompatibles con cuidar de mi hijo. Lo siento —he dicho a menudo—, pero no puedo ir a esa tertulia o hacerte esa colaboración porque tengo que llevar a mi hijo al colegio. O bien: te mando el artículo o te contesto el correo cuando acueste al niño. Mucha gente lo entiende y no rechista, pero siempre hay algunos que manifiestan un leve asombro. En un mundo donde todo se hace de inmediato y lo normal es anteponer cualquier compromiso profesional a la vida privada, hay quien no encaja bien que su interlocutor dé prioridad a la cena de su hijo.
Poco a poco, fui empastando mi vida profesional en la privada. Aprendí a escribir artículos mientras cuidaba del puchero, a ordenar mi tiempo en función de los horarios de mi hijo y, sobre todo, a decir ahora no puedo atenderte, y he aprendido que todas estas cosas siguen pareciendo extrañas cuando las protagoniza un hombre. Incluso en ambientes moralmente liberales y supuestamente desprejuiciados. Ser padre se convirtió muy pronto en parte medular de mi identidad, y no me supone ningún conflicto con mi vocación ni con otros aspectos de mi personalidad. Tampoco creo que mi pareja me desee menos al verme como amo de mi casa, removiendo cacerolas y peinando al hijo en vez de picar carbón en la mina o pescar atunes en Terranova. El conflicto está en los demás, nosotros vivimos en armonía. Una armonía que no nos cuesta, que no nos trabajamos, que nos sale sola.
Dentro de ese empaste, decidí que mi hijo y mi vida como padre formarían parte de mi narrativa, y eso a veces tampoco se ha entendido bien. No importa, hay que jugar con la incomprensión y el rechazo, pero siento que es importante que los niños aparezcan en los discursos públicos, para compensar o denunciar su ausencia en los espacios públicos. Vivimos un tiempo que ha expulsado a la infancia de la vida en sociedad. Hemos creado guetos y aparcaderos para niños y les hemos prohibido la entrada al mundo de los adultos. Es muy raro (cuando antes era habitual) que los niños frecuenten el lugar de trabajo de sus padres. Es muy raro que compartan mesa con ellos y sus amigos en una cena, que acudan con ellos a un concierto o a una función que no sea estrictamente infantil o que se sienten en un restaurante que no tenga rotuladores y uno de esos insípidos menús de espaguetis con tomate. Los niños molestan en todas partes, por eso me gusta llevar al mío de la mano siempre que puedo, y que se pasee por las páginas de mis libros con la misma naturalidad con la que se mete en mi escritorio mientras escribo. Lo hago desde la convicción de que habrá algún lector que sienta algo de su propia verdad en mi verdad, de que no escribo desde dilemas abstractos de una masculinidad castrada, sino desde el desorden cotidiano de una casa tomada por un niño, y con la esperanza de que dé ánimos a quienes se depriman cada vez que les acusen de ser unos mantenidos o cuando no se atrevan a decirle a sus clientes o jefes que se lo mandará todo después de acostar a sus hijos.
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