El 9 de junio de 1990, la ciudad de Gijón estrenó con los debidos honores la colosal escultura que Eduardo Chillida había imaginado para simbolizar el inicio de una nueva historia que andaba buscando palabras e iconos con los que formularse. El Elogio del horizonte era una rotunda invocación al porvenir, una fantasía de cemento que aligeraba su propio tonelaje para hermanar en un abrazo metafórico lo material y lo invisible, igual que esa línea ilusoria que en los confines del mundo cose con un hilo inquebrantable la lisura de los cielos a las impetuosidades marinas. El lugar elegido para enclavar el tótem tenía, además, su propio simbolismo. El cerro de Santa Catalina, que durante varias décadas y hasta ese preciso instante había acogido un campo de maniobras militares, se eleva sobre el tómbolo en el que allá por el tercer o cuarto siglo antes de Cristo unos romanos decidieron erigir una fortificación de la que ya dio noticia Tolomeo para dar inicio a la historia de una de las ciudades que han venido marcando el pulso de la cornisa cantábrica. Los vecinos de Cimadevilla, el barrio de pescadores que sustituyó a la plaza romana y cuyas callejuelas trepan en pendiente hacia los barrancos que se precipitan hacia las furias cantábricas, suelen referirse al cerro como La Atalaya, y la denominación no está desprovista de sentido. Sólo desde allí puede el viajero comprobar que a Gijón la rodea el mar por todas partes —salvo por una que se llama autopista hacia Oviedo— y que los urbanistas que se encargaron de acometer sus sucesivos ensanches urbanísticos escogieron precisamente ese promontorio como punto de fuga desde el que pergeñar una maraña laberíntica que acostumbra a causar socarronería en los propios y desasosiego en los forasteros.
Es lógico que el del mar fuese el primer extrañamiento cuando a mediados del pasado marzo quedaron abolidos los puntos cardinales y se prohibió cualquier horizonte que no limitase con el supermercado de la esquina; como es comprensible que, una vez consumado el hurto del mes de abril y recién estrenadas las temperaturas primaverales de un mayo que quiso llegar con buenos presagios, los ciudadanos que durante varias semanas habían tenido que consolarse mirando en las pantallas de sus ordenadores las webcams orientadas al Cantábrico o pinchando en el Spotify aquello que cantó Marisol sobre unos versos de Alberti se lanzaran en tromba hacia el confín más litoral de la ciudad, sólo para confirmar que el mar no había aprovechado la coyuntura para hacer mutis. La de Gijón ha sido siempre una historia ligada al mar, aunque en ocasiones una y otro se hayan empeñado en darse a la espalda, y la ciudad podría prescindir de muchas cosas pero en ningún modo de ésa, por más que sea la única que no le pertenece estrictamente. «El mar es un milagro continuo», escribió Whitman, y aunque la cotidianeidad convierta lo maravilloso en rutinario, basta con su interrupción para sentir como una carencia inexcusable aquello que se dio siempre por contado. Aunque digan que Gijón es una ciudad más visual que literaria, en todos los libros que han tratado de explicarla está presente el mar, bien como protagonista indiscutible o bien como suave rumor de fondo que impulsa, acompaña o ralentiza el propio discurrir del texto. Es ésta una ciudad tan difícil de aprehender, tan sutilmente compleja, que su novela más cosmogónica es en realidad una nouvelle en la que apenas se concreta nada y se sugiere todo. Julián Ayesta sintetizó en Helena o el mar del verano esa dependencia que provoca la proximidad del mar y la brutalidad del desarraigo que comporta su alejamiento. En las cincuenta jornadas en que Gijón se vio obligada a cerrar sus puertas y ventanas y apartar la vista de los oleajes atlánticos, sus habitantes sentimos que aquello de Jesús en el desierto era una novatada en comparación con la condena que nos acababa de caer sobre la espalda. Los 2.375 pasos que median entre la iglesia de San Pedro y el puente del Piles, según contabilizó en su día el impresor Manuel Lorenzo y consignó el sabio Juan Cueto, se convirtieron en una quimera inalcanzable, y el sublime espectáculo que tanto extasiaba a Jovellanos cuando se encaramaba a La Fontica y que también pudo contemplar Rosario Acuña desde su mansión-observatorio allí donde el extremo oriental de la ciudad empieza a confundirse con el campo pasó a ser una fantasía recurrente en los involuntarios insomnios del confinamiento.
Fue un desencuentro forzado que exigía una reconciliación inmediata a poco que las circunstancias resultasen propicias, y había que oficializar de una vez por todas algo parecido a la justicia poética. La inauguración del Elogio del horizonte no estuvo exenta de polémica. Por aquellos tiempos, la ciudad, baqueteada por variadas reconversiones industriales, no había acomodado su gusto a la abstracción y muchos se tomaron aquella osadía de Chillida como una afrenta a sus principios. Al monumento, en virtud de sus formas, se le colgó el apelativo de El orinal de King Kong, que tristemente hizo fortuna, y tuvieron que pasar unos cuantos años para que se despojase del sambenito y se le reconociese su envergadura artística y metafórica. El sábado 2 de mayo, día de la liberación parcial, gijoneses de todas las edades corrieron a abrazar ese abrazo a la esperanza como si quisieran pedirle perdón por el agravio y reconocieran que sin su mascarón de proa la ciudad se ve desprovista de rumbo y lógica. Tras él, cómo no, seguía el mar. Escribió Borges que quien lo mira siempre lo ve por vez primera. Y tenía razón.
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