Siempre ha sido conocida la pasión de Roland Barthes por André Gide, bien documentada en sus Notas sobre André Gide y su Diario (1942). El propio Roland Barthes, en su autobiografía de 1975, todavía señala —categorizando en un esquemático cuadro las fases de su actividad— a André Gide como el «deseo de escribir». El teórico y crítico francés, principal factótum de la Nouvelle Critique, siempre albergó el deseo de escribir una obra literaria; de hecho, esta pulsión puede considerarse el desencadenante del planteamiento teórico que Roland Barthes hace del crítico como escritor, más allá de su labor de mediación o de donación de sentido, ante los problemas propios que a uno y a otro, desde diferentes perspectivas, les plantea el lenguaje. Muchos de los núcleos argumentales que desarrolla en sus estudios y ensayos, desde Sur Racine (1963) a S/Z (fruto del seminario de los años 1968 y 1969), donde realiza una profunda lectura de Balzac, se explican sobre todo por su secreta pulsión, por su irreductible deseo de escribir una obra literaria.
Ahora sabemos que el deseo de escribir de Roland Barthes, que nunca llegó a fraguarse, transitaba por dos caminos que su analítica imaginación creativa recorría incansablemente, el de André Gide y el de Marcel Proust. Si Gide, con el que compartía enfermedad y orfandad de padre, representa el inicio de su vocación incumplida, el fermento secreto de su actividad teórica y crítica, Proust, por el contrario, representa el estuario de sus reflexiones literarias, así como el puerto de acogida ante la embestida vital de la muerte de su madre. Leemos en el Diario del duelo, que Barthes escribió tras su muerte (26 de octubre de 1977 – 15 de septiembre de 1979): «Todo el mundo conjetura —así lo siento— el grado de intensidad de un duelo. Pero imposible (signos irrisorios, contradictorios) medir hasta qué punto alguien ha sido alcanzado». Esto ya es Proust, en donde el lúcido crítico de Le plaisir du texte buscaba y encontraba consuelo, leyendo y releyendo las magistrales páginas que describen la muerte de la abuela/madre del Narrador de la Recherche.
Roland Barthes siempre quiso escribir una obra literaria, como ya he reiterado más arriba, y por eso mismo siempre aspiró —especialmente en sus últimos años— a escribir un ensayo o un estudio sobre la obra de Marcel Proust, precisamente porque la obra del parisino «es el relato de un deseo de escribir». Ese es el principal argumento y el leitmotiv de En busca del tiempo perdido.
La lectura de la obra de Marcel Proust no ha hecho más que espesarse, con el paso de los libros y de los años, en la conciencia lectora de Roland Barthes, un escritor que lo ha acompañado, en distinto grado que André Gide, desde su juventud, pero que en sus últimos años se convirtió en la cámara lúcida de sus dolorosas meditaciones. A través de su catarsis lectora, Roland Barthes logra discernir, quizá con mayor lucidez que la mayoría de los aplicados estudiosos del autor de la Recherche, las claves de una obra difícil de descifrar en sus significados.
La editorial Paidós nos presenta, con una excelente traducción de Alicia Martorell Linares, el libro editado originalmente en francés por Éditions du Seuil, con el título Marcel Proust: Mélanges, de Roland Barthes.
El escritor, traductor y guionista de origen suizo Bernard Comment presenta este libro —así se subtitula también en la edición española— como una Miscelánea, como una mezcla heterogénea de impresiones que ha ido dejando desgajadamente Roland Barthes, sin ninguna pretensión sistemática, en sus diferentes lecturas y trabajos ocasionales sobre la Recherche, incluidas «una importante selección de fichas, en total casi doscientas» que Barthes «barajaba en función de sus proyectos e investigaciones», así como un álbum fotográfico «de personas reales que sirvieron de modelo a los personajes de En busca del tiempo perdido».
No deja de conmovernos saber que el teórico de Le degré zéro de l’écriture «fuera atropellado por una camioneta el 25 de febrero de 1980, cuando se dirigía a comprobar la correcta instalación del proyector en la sala del Collège de France», precisamente para visionar las fotografías que se recogen en este libro y que formaban parte del segundo año del curso La preparación de la novela, un título que cierra la vida de Barthes, y que de alguna manera también la explica, vinculándolo definitivamente a Marcel Proust.
Contrariamente a lo que opina Bernard Comment, quizá para justificar su compendiador trabajo, el libro de Roland Barthes sobre Marcel Proust dista mucho de ser «un puro artificio», y enseguida recobra una sorprendente coherencia, cuando no unidad. A ello contribuye decisivamente la manera habitual con que Barthes suele enfocar fragmentariamente sus trabajos, por lo que sus reflexiones se van encadenando y amplificando a lo largo de los epígrafes, como si correspondiesen a un plan premeditado.
Barthes considera la escritura de Proust «como una química misteriosa en la que muchos de nosotros habitamos durante toda la vida», quizá porque el parisino no sea un escritor en el sentido convencional, sino una memoria: «es el novelista de la memoria». Debido a ello, el crítico francés se hace las elementales preguntas que asolan a todo lector que cae en el sortilegio o en el embrujo proustiano. ¿Qué tiene este escritor que nos atrae tanto? ¿Por qué nos fascina, no solo su obra, sino su vida?
Barthes, en su texto «Las vidas paralelas», a propósito de la traducción francesa del primer volumen del Marcel Proust de George Painter, intenta encontrar explicación a estas preguntas desde un trivial planteamiento. ¿Cuál es la causa de que una vida vulgar —«no es una vida adolescente (Rimbaud), aventurera (Byron), titánica (Balzac) o trágica (Van Gogh)»— suscite tanta pasión e interés entre sus lectores? La respuesta a esta consabida cuestión no parece sencilla, pero en su análisis consigue iluminar alguna clave, invirtiendo los paralelismos biográficos que subyacen en las páginas del inquilino del Boulevard Haussmann. El lector no encuentra «la vida de Proust en su obra, sino su obra en la vida de Proust», porque él, y esa es la diferencia de la mera biografía de carácter cronológico, «escribe su vida, no la cuenta», sometiendo, y ese es uno de los grandes atractivos para los creadores —especialmente para los escritores—, «su vida a la escritura». Esta es una de sus magias, al no haber en la Recherche «ni autor ni personaje, solo escritura», causa principal por la que algunos lectores se sienten decepcionados al visitar algunos de los lugares que deberían corresponderse con lo narrado, al contrastar sus evidentes diferencias. Decepción que se desencadena, según el agudo crítico francés, cuando el lector no diferencia lo verdadero, que está en la obra, de lo real, que puede no formar parte de ella.
Barthes se detiene en estas cuestiones para preguntarse, en otros epígrafes del libro, por qué a partir de septiembre de 1909 Marcel Proust se encierra a escribir su obra. Durante muchos años intentó acometerla, pero su redacción no cuajaba. Todo lo escrito hasta entonces son como tanteos, como esbozos de lo que luego será su magna obra. ¿Pero qué pasó realmente para que de repente todo cuajase y el libro fluyese sin solución de continuidad, y el escritor parisino pudiera arrancar su creación a la propia muerte? El autor de Fragments d’un discours amoureux señala como causa determinante la muerte de su madre —«Para Proust “el camino de la vida” fue ciertamente la muerte de su madre»—, pero esta se produjo en 1905. Luego, durante cuatro largos años, su impacto emocional le ayudó a encontrar y a madurar su proceso escritural que, de acuerdo con la exégesis barthesiana, completó con el hallazgo y la sistematización de ciertos nombres, por lo que «es posible decir que, poéticamente, la obra principal de Proust ha nacido de algunos nombres». El crítico estructuralista otorga una gran importancia a la categorización nominal proustiana y afirma que «avanzar poco a poco en los significados del nombre (como hace constantemente el Narrador) es una iniciación al mundo, es aprender a descifrar sus esencias, porque los signos del mundo (del amor, de la vida social) tienen las mismas capas que sus nombres», y por lo tanto «existe una propedéutica de los nombres que nos conduce, por caminos a menudo largos, a la esencia de las cosas».
En este sentido Barthes considera a Proust más platónico que bergsoniano, por lo que «la verdad de Proust no viene de una copia genial de la realidad, sino de una reflexión filosófica sobre las esencias del arte».
Son muchas las cuestiones y las claves de lectura que pueden sacarse de este valioso libro para comprender la mutación acaecida en el autor de la Recherche. Entre ellas se encuentra el acertado tono y punto de vista que adquiere el Narrador, permitiéndole, siendo en todo momento el mismo, adoptar diferentes texturas narrativas en las superpuestas tramas. Otra es la que Barthes llama ley de inversión: «Todo está llamado [en esta heptalogía] a invertirse en un movimiento de rotación implacable». Lo que puede explicar, incluso estructuralmente, la propia Recherche:
«Esta regla es tan legal que convierte en inútil —dice Proust— la observación de las costumbres: bien podemos «deducirlas» de la ley de la inversión. La lectura de la inversión tiene, pues, valor de conocimiento. Atención, este conocimiento no desvela contenidos, o al menos no se detiene en ellos: lo más notable (legal) no es que la gran dama rusa sea vulgar o que el señor Verdurin adapte a su interlocutor la forma en que habla de Cottard, lo que realmente estructura el mundo, es decir, la sociedad, es la forma de esta lectura, la lógica de esta inversión. La inversión en sí no tiene sentido, es inevitable; uno de los términos permutados no es más verdadero que otro».
La lógica de esta inversión también puede desentrañar el desarrollo escritural de En busca del tiempo perdido. Se sabe que, aunque «Proust no trabaja de forma lineal, sino por pinceladas o toques sucesivos», es decir, por una técnica fragmentaria y de añadidos, escribió el último capítulo de la Recherche nada más concluir el primero, luego el libro se mueve en direcciones opuestas, se inicia queriendo el autor culminar su obra y la finaliza (en realidad la inicia) deseando escribirla. Todo un hallazgo que le permite invertir y subvertir sus significados. A ello añade Barthes las enseñanzas de Balzac, de quien tomó prestada la idea de la evolución de sus personajes a lo largo de la obra.
En fin, si el lector ha llegado hasta aquí, se habrá dado cuenta de lo mucho que he disfrutado con la lectura de este libro de Barthes sobre Proust. El sesudo crítico se transforma en un afable amigo que conversa a media voz con nosotros, no limitándose solamente a iluminarnos el paisaje proustiano, sino a detenerse también en algunos aspectos pintorescos; por ejemplo (y para finalizar con una inversión), a través de él nos enteramos del final de uno de los grandes personajes de la Recherche, Mme Verdurin, inspirado en Lydie Aubernon de Nerville, de quien escribe para documentar su fotografía: «Esta mujer que había hablado tanto, que daba tanta importancia a la conversación, murió de cáncer de lengua» Desde luego, ni el propio Marcel Proust pudo prever este final.
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