Una esquina de Ipanema
En una de las mesas del bar Veloso —que se abría en la esquina que conforman las calles Prudente de Morais y Montenegro, en el barrio carioca de Ipanema— solían sentarse a charlar el poeta Vinicius de Moraes y el músico Antônio Carlos Jobim. Acababa de empezar la década de 1960 y andaban enfrascados en la escritura de una comedia musical para la que habían hilvanado una estrofa que no los convencía. Uno de aquellos días en que ambos sentían que sus talentos naufragaban a la deriva en un océano de posibilidades que no terminaban de romper en ninguna orilla, levantaron la vista y vieron pasar, al otro lado de los cristales, a una muchacha que caminaba hacia la playa. Si es cierto ese adagio según el cual lo conveniente es que la inspiración lo sorprenda a uno trabajando, se puede decir que aquel instante constituyó una epifanía decisiva para el imaginario universal de la cultura popular. Es más que probable que no ocurriera así —seguro que hubo decenas o cientos de palabras descartadas, puñados de notas que resonaron sólo entre las paredes del cerebro y nunca se llegaron a consignar en un pentagrama—, pero me gusta pensar que a Vinicius se le ocurrió de pronto la frase que luego se convertiría en verso —«Olha que coisa mais linda, mais cheia de graça»— y que la imaginación de Jobim dibujó al instante el acorde de séptima mayor en el que quedaría envuelta para la posteridad. Hay una receta infalible para componer canciones memorables: escribir una buena letra, ponerle la mejor música posible y añadir después algo que nadie sabe qué es, pero que es lo más importante. Los tres ingredientes se confabularon aquel día para regalar al mundo una de esas creaciones que alcanzan la mayor gloria a la que puede aspirar un artista: engendrar algo que la posteridad recuerde por sí mismo, desligado por completo del nombre de su urdidor. La melodía de «Garota de Ipanema» la tararea hoy medio mundo por pura inercia, y sus estrofas se espigan en conversaciones informales como si los sustantivos y los verbos que las articulan surgieran espontáneas en el recoveco de la mente del que emergen las verbalizaciones. Todos hemos puesto cuerpo y cara a la chica de Ipanema en virtud de lo que nos dictaba nuestro entendimiento, y no pensamos en que esa muchacha formó parte de una realidad concreta, que habitó un espacio y un tiempo determinados y que fue su presencia involuntaria la que propició el alumbramiento del mito. ¿Es injusto? Sólo en parte. Ya no viven ni Jobim ni Vinicius, aunque sí lo haga la modelo Helô Pinheiro, que fue la musa de la composición, y aunque no todos recuerden siempre el nombre de los tres, la canción que enhebraron los dos primeros para inmortalizar a la tercera resguarda, de algún modo, la memoria de todos ellos. La síntesis no deja de revestir una simbología hermosa: nosotros nos acabamos, pero siempre hay algo nuestro que queda. Lo expresó el propio Vinicius de Moraes cuando hizo constar por escrito el significado de esos versos arropados por unas armonías que se acercan y se alejan, igual que la brisa marina: «una mujer dorada, mezcla de flor y sirena, llena de luz y de gracia pero cuya visión es también triste, pues lleva consigo, camino del mar, el sentimiento de lo que pasa, la belleza que no es nuestra — es un don de la vida en su lindo y melancólico fluir y refluir constante.»
La borrachera indeseable
Había en mi facultad un chaval que lo explicaba con una sinceridad y una lucidez encomiables desde cualquier punto de vista: «Yo cuando estoy sobrio soy de centro, pero en cuanto tomo un par de copas me hago facha.» Parece un chiste, pero lo decía completamente en serio. En los últimos tiempos, da la impresión de que la derecha española ha convertido la antaño llamada fiesta de la democracia en un aquelarre similar a los que según el grupo Fórmula V se montaban en casa del tal Blas. Más allá de las perlas involuntariamente humorísticas que nos ha brindado la retórica lisérgica del líder conservador —esos agricultores entusiastas que ordeñan a sus plantas, esas ganaderas abnegadas que se levantan a atender a las vacas en plena noche, esa remolacha y ese vino a los que tanto hacen sufrir las hordas socialcomunistas—, hay un devenir preocupante en ese afán por convertir las campañas electorales en una espiral de violencia verbal que alcanza su culmen en las exaltaciones de la patria a la más vieja usanza combinadas con la invocación de enemigos imaginarios. Si el sueño de la razón produce monstruos, el desbarre intelectual que hace del debate político no una confrontación de programas y razones, sino una apelación testosterónica a la necesidad de reivindicar mitologías patrioteras, termina por situar en el tablero unas emociones que la lógica más elemental aconseja desterrar de cualquier asunto que tenga que ver con la convivencia. Se dice ahora que Castilla y León es la cuna de la hispanidad como se dijo hace unos meses que Santiago de Compostela fue la cuna de la civilización occidental, como si ambas cosas significaran algo para la resolución de los problemas que puedan acuciar ahora mismo a ambos territorios, y no se encuentra a nadie que ponga freno al cúmulo de despropósitos en que la franja diestra del espectro político anda compitiendo desde que hace unas semanas otro iluminado declarara que el Cid volvería a campear por las estepas mesetarias. Tengo para mí que antes quienes pensaban esas cosas se cuidaban mucho de expresarlas en tribunas. En unos casos sería por vergüenza, pero en otros porque, aun creyéndoselas firmemente, eran conscientes de que, a la hora de ocupar un papel en el espacio común era conveniente emplear una mesura que alejara enfrentamientos e inspirara, si no concordias, al menos unas discrepancias solventadas con amabilidad razonable. El extravío de ese pudor antiguo, la asunción de que hasta la acusación más desnortada vale si se trata de arañar medio voto al adversario y no importa si con ella se enardece a los propios hasta el punto de conducirles a callejones sin salida, debería preocuparnos y obligarnos a plantear, una vez hechos el sarcasmo o la exégesis ingeniosa, si no vamos camino de convertir lo que debería ser una celebración elegante y medida en una de esas bacanales que frecuentábamos en nuestros años universitarios y solían terminar en bares en los que uno, mal que bien, sabía cómo entraba, pero no siempre estaba en condiciones de asegurar que saldría.
Toda una vida
«Las novelas acostumbran a ser más inteligentes que sus autores», me dijo una vez alguien a propósito de un escritor muy célebre cuyas opiniones públicas eran radicalmente contrarias al ideario que se desprendía de sus propias narraciones. Wenceslao Fernández Flórez fue un conservador nato cuyas convicciones superaron en más de un caso la radicalidad —en 1933 llegó a acusar a los falangistas de ser poco violentos—, pero su obra literaria exhibe una lucidez inapelable a la hora de diseccionar su propia época y denunciar los desmanes del modelo social que él mismo defendía. El suyo es uno de esos nombres que se han convertido en una simple nota al pie de la literatura española, arrumbados ante otros cuyo legado se ha revelado más meritorio o trascendente en el contexto general, pero el que su postergación tenga una lógica no implica que no haga falta volver sobre unos textos que se leen con gusto siempre y aún esconden aquí y allá maravillas ante las que sólo cabe deslumbrarse. La Fundación José Antonio de Castro acaba de publicar, en un volumen a cargo de Miguel González Somovilla —que hace poco se ocupó de elaborar para la misma casa una sustanciosa selección de la obra periodística de Álvaro Cunqueiro—, un volumen que recoge cuatro de sus novelas —Volvoreta, El secreto de Barba Azul, Las siete columnas y El bosque animado— como muestra suficiente de un quehacer que contemplaba el humor como un filtro irrenunciable a la hora de enfocar cuestiones importantes. He escrito en más de una ocasión de lo mucho que me gusta la última —que descubrí gracias a la adaptación cinematográfica de José Luis Cuerda—, desde su estancia primera hasta su ultílogo, y compruebo ahora la distancia que la separa de las tres que la anteceden. Es verdad que Las siete columnas y El secreto de Barba Azul se leen hoy con cierto agrado y que Volvoreta, pese a adolecer de unos cuantos resabios costumbristas, conserva el encanto que tienen esas viejas casas en las que nunca viviríamos de nuevo, pero a las que regresamos con esa melancolía que inspiran los pasados irrecuperables. Sin embargo, El bosque animado conserva intacta su frescura y su capacidad para embrujar al lector y llevarlo de la mano por ese universo de la fraga de Cecebre en el que la realidad y la fabulación se dan la mano para conformar un libro realmente memorable. Uno de esos que cualquiera querría escribir porque, a la larga, terminan por justificar toda una vida.
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