(Casi un cuento de Navidad)
(I)
Anda encorvado, tiene una perra muda y calza unas Skechers. Vive bajo el alero de una veranda sin cristales a la entrada de un conservatorio municipal. Sus posesiones son un colchón, mantas, una maleta roja de ruedas, dos cajas de cartón grandes, una bolsa de deporte, dos vasijas de metal para que el perro coma y beba, una botella de agua mineral, una escoba, dos paraguas, una sudadera a medio secar que cuelga junto a un par de pantalones y dos camisas en perchas de plástico. Un farolillo con una vela dentro le acompaña en las noches de insomnio. También tiene una silla plegable de playa, más que nada como adorno porque nunca le he visto sentado en ella.
No sé cómo se llama ‘mi’ mendigo y me da no sé qué preguntárselo. “Y a usted qué más le da”, podría decirme. Y llevaría razón. El mendigo, como el perro, apenas habla. Antes, hace unas semanas, pedía la voluntad, pero como esa virtud es un bien escaso en la zona ahora sólo se sienta junto a un vaso de plástico y espera el momento de debilidad del vecindario. Se suele sentar en la escalera del soportal que cobija una frutería, una panadería, una tienda de chuches y periódicos, y una zapatería para poner suelas, medias suelas, tacones y donde, como el negocio no da para más, también hacen juegos de llaves.
Los vecinos también disfrutamos de una iglesia, junto a la piscina descubierta, con las puertas siempre abiertas. Si un viandante pasa cerca del templo puede ver el altar y a Cristo crucificado desde antes de las nueve de la mañana hasta las ocho. La iglesia tiene una feligresía respetable, en número y en condición. La regenta un párroco que siempre va con/de clériman, es bajo, calvo y grueso. Y con ganas de captar clientela. Al final de la misa de una de los domingos se suele tomar, risueño, una caña con algunos feligreses, matrimonios jóvenes con una retahíla de niños vestidos todos igual (calcetines de rombos hasta la rodilla, chalequito, camisa blanca, jersey de cuello cerrado o en pico, faldas plisadas y coletas). Las madres calzan bailarinas, lucen diademas y exhiben bolsos Michael Kors. Todos son muy educados, los niños nunca chillan y los padres los miran con arrobo. De anuncio.
El barrio (no sé si les gustaría la palabra a esas familias) tiene también sus espaldas, una zona más humilde, por donde a veces pasan gitanos. ¿Se acuerda usted de la novela Las leyes de la frontera de Javier Cercas?, pues eso. Las gitanas se toman a veces su manchado con el delantal, las zapatillas de estar en casa, el moño ‘recogío’ y la chiquillería haciendo de las suyas a voz en grito en la misma terraza del bar del cura, pero entre semana. Como el mendigo, que ya me perdonará usted pero no sé cómo se llama.
No digo que el mendigo no beba sus cervezas, pero quién está fuera de toda tacha. Además, qué se puede esperar de un barrio sin mendigo. El mendigo cumple su función, y no una sino múltiples. Por ejemplo, las limosnas apaciguan la mala conciencia; otra cuestión es que el buen samaritano le mire a los ojos en el momento de la oblea. “Gracias, caballero”. Al mendigo también le he visto pegar la hebra con esas muchachas que te preguntan si fumas en el estanco cuando vas a sellar una carta. Son muchas horas al día y la gente se cansa, se cansa de todo, de la mañana, del frío, de los pies y de sí mismo.
Hasta aquí, todo normal, pero si hoy estoy escribiendo esto es porque esta mañana, cuando iba a vacunarme, he visto que dos hombres con botas de jardinero y ropa de soldador terminaban de poner unos barrotes en el hueco de la ‘casa’ del mendigo mientras una bandada de cotorras argentinas alborotaba la niebla. Me acordé de la jaula donde cuenta la leyenda que encerraron a Ezra Pound como un animal por aquellas alocuciones nocturnas en la radio defendiendo el fascismo, pero también denunciando la usura. Ni rastro del mendigo, de su colchón, de su transistor a pilas que colgaba de una rama rebelde de un fresno cercano. Qué lástima, el mendigo estaba en vías de ser un melómano a fuerza de escuchar sonatas de Mozart que le llegaban a través de las ventanas del conservatorio, esas partituras machacadas por niños aburridos. Y nadie puede negarme que por la noche no sintonizara Radio Clásica a través de esa radio de a cinco euros en los chinos.
No he preguntado qué ha sido de él porque me lo imagino y hay cosas que es mejor no saber. No he visto rastro de su colchón, de sus bolsas ni por supuesto de la perra. Justo ahora, que se había dejado bigote.
El mendigo tendría que haber tatuado en el lomo del perro: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. Otro gallo le hubiera cantado.
(II)
Daba por terminadas estas líneas hasta que esta mañana le vi paseando por la calle, desmadejado, con desgana, más encorvado que nunca, con una mochila al hombro. Andaba despacio que otros días, como si tuviera miedo a tropezarse, apoyándose en una muleta que no recuerdo haber visto antes. Ni rastro del perro. Puede que no fuera él porque lo vi de espaldas desde una ventana de mi casa, un quinto piso. Hurgaba con su mano izquierda en un bolsillo del pantalón, como si buscara un mechero.
Su ausencia al principio fue muy comentada. Escuché esto a una madre que había dejado el coche en segunda fila y llevaba de la mano a una niña pequeña hacia el conservatorio: “¿Ves?, ya no está el señor”. Otros, cuando pasaban cerca, se limitaban a señalar con un gesto de la cara “En ese hueco, dentro de las rejas, vivía el mendigo del que te hablé. Nadie ha vuelto a saber de él”. Hasta que me lo encontré a las puertas del estanco. Le invité a un café en el bar del cura y las gitanas (y mío y de toda la zona) y le pedí que me contara su vida. Este es el resumen.
“Me llamo Joaquín Moreno, tengo 63 años, cumplidos el 15 de septiembre. Estoy operado del pulmón, del hígado y he pasado dos ictus. Tengo el cuerpo hinchado. Le pedí al cura que me diera un bocadillo y me dijo que no y no sé por qué porque la gente lleva a la iglesia, por la parte de atrás, bolsas con comida. Yo lo he visto porque ahora vivo allí mismo, pero fuera, tapado pero en la calle”.
También contó que había cotizado 25 años, que trabajó en Mantequerías Leonesas, que había sido camarero, tornero y repartidor de propaganda. “La perra se llama Luna, tiene cinco años y los papeles los tengo en regla”. La voz se le iba por los huecos de las varias muelas que le faltaban. “Está vacunada hasta las cejas, tiene su chip, la llevo atada y, como habrá visto, siempre con bozal. En marzo la vacuné contra la rabia, 40 euros”.
“Mis hermanos y mis hijas me roban. Yo vivía en Leganés, allí me vaciaron un pulmón, estaba lleno de pus y líquido. Paso mucho frío. ¿Que dónde hice la mili? En Salamanca, al lado de la plaza de toros. La hice de cocinero. Me casé pero mi mujer me engañó y me separé. Soy fuerte, para vivir en la calle hay que ser fuerte, pero cualquier día te da el palo. No me meto con nadie, pero no te ayudan”.
Joaquín desayuna todos los día a cuenta de una tal María, que le paga un café y una porra. “Podría pedir dos o tres, pero con una me vale. Me levanto con hambre todos los días”.
“Yo tenía la potestad de mi madre, pero me la anularon y me robaron. Yo me quedé con 19.000 euros y ellos con 29.000 cada uno. Somos cuatro hermanos pero no los quiero ni nombrar. ¡A un asilo!, ¿por qué tendría que ir a un asilo? Me fallan las piernas. La asistente social de Manoteras ya no me contesta. El cura me quiere echar, pero yo tengo un amigo que es hacker y vamos a ir contra él, vamos a llenar el barrio con pancartas. ¿Dónde va el dinero del bote de las misas? Y la comida que traen en bolsas por la noche, ¿a dónde va? Se va a enterar, no conoce a mi amigo”.
Días después me acerqué hasta la parte de atrás de la iglesia. Allí estaba su colchón, una radio invisible que decía no sé qué de una guerra, dos botellines de agua, una escoba, un recogedor, un cuenco de metal, tres mantas, sábanas, el colchón de siempre de canto, dos chubasqueros y un carro de la compra con un paquete de galletas María y tres latas Litoral sin abrir, una bolsa de comida para perros Pedigree Biscrok Multi Mix, una cuchara de metal usada y un tenedor de plástico negro. Y una correa de perro con una argolla.
Una noche que llegué tarde a casa me acerqué hasta allí. Quería verlo dormir. O quizá estar seguro de que dormía allí. Claro que estaba. Llovía, pero él roncaba, o eso parecía. Puede que se estuviera riendo del mundo entre sueños.
precioso texto, solo una correccion, las cotorras se las exportamos desde uruguay, asi que son uruguayas , no argentinas, a ellas tampoco les gusta que las confundan.