Me ha dado por pensar que desde el instante en que hemos hecho de la felicidad un grotesco pasatiempo todo —los libros también— cuanto hacemos va en su detrimento, entregándonos a una insustancial realidad de feria alérgica al individualismo bien entendido. Una sustantividad artificial e infructuosa. Tal vez se persiga otra perspectiva desde el vacío: volar momentáneamente como solo era capaz de hacerlo Nijinsky, suspendidos en el horizonte cartón-piedra de un ajado escenario trompe l’oeil. Sí, quizá se persiga eso. O tal vez no.
Cabría decir que hoy en día manejar el concepto de felicidad es abocarse irrevocablemente a la estupidez, pues hemos llegado a concebir dicho concepto como simple fetiche o idea virtual de usar y tirar. Actualmente, la felicidad está en el ruido sin nueces, la dieta y el desmadre, el smartphone y el reguetón, el tik-tok, los decibelios, el bufé libre, las pastillas, la subvención, el after hours… A lo sumo, la felicidad descansa en el atontamiento. Ya no se halla en el recuerdo ni en la esperanza, tampoco en la reflexión, y mucho menos en las palabras.
¿Y los libros?…
Ah… Los libros, entre otros caprichos, siempre han servido para distinguir al género humano y evitar las semejanzas entre los individuos que lo conforman, entre quienes prefieren la fantasía y los que simplemente la ignoran. En la actualidad, o leemos todos lo mismo —quienes aún leen— o vivimos al margen del rebaño, fuera de la foto.
Uno piensa que no es posible alcanzar la felicidad si se carece de pensamiento propio, algo de lo que adolece el individuo actual. Pero es que uno ya se siente prediluviano en compañía de sus libros.
El Diablo —ese celeste Lucifer, en palabras de Rubén Darío a propósito del conde de Lautréamont— es el ser más inteligente porque al hombre se le ocurrió un mal día apartar la inteligencia de la bondad, y por ello, mientras a Dios le fue otorgado —eran otros tiempos— el atributo de la bondad infinita, al Diablo se le concedió el don perverso de la inteligencia. Y la verdad es que, atrapados en la pamplina, ni uno es tan bondadoso ni el otro tan inteligente. Lo que llaman por ahí el Bien y el Mal no es más que la distancia entre la Bondad y la Inteligencia, dos metas contradictorias —según nuestro democrático, y por lo tanto asequible, raciocinio en préstamo— que en los tiempos presentes quedan aparcadas en el almacén de las futilidades (sería oportuno rescatar, entre tantos otros, los relatos de Jules Barbey d’Aurevilly, ese dandy feo, católico y sentimental, recogidos bajo el clarividente título de Las diabólicas).
Sympathy for the devil cantan los Stones pensando en la magnífica novela de Bulgákov, El maestro y Margarita; o sea, pensando en el diablo, que viene a hacer de las suyas en una ciudad cualquiera (Moscú) camuflado como Vóland.
Rolling Stones fue un efímero semanario humorístico de finales del siglo XIX en el que colaboró activamente O. Henry. Y también es el título que encierra un puñado de relatos de este autor, prosas irónicas y de fino humor, algunas de ellas ambientadas en el Lejano Oeste, como si pretendiera anticiparse al poema épico de América, esa suerte de Billielniñeida que la madre de Ezra Pound se empeñaba en proponerle a su hijo que lo escribiera él. Pero éste optó por entregarse a sus Cantos, tomando como faro a Dante —quien nos mostró a todos el Infierno— en lugar de Billy el Niño.
O. Henry vivió en sus propias carnes muchas de las vicisitudes que rodean a sus personajes, trotamundos perseguidos por la ley y víctimas del infortunio social. Aun así, sus narraciones están dotadas de un finísimo sentido del humor.
Está claro que todo me lleva a la literatura —hasta el mismísimo Demonio— dado que, sin proponérmelo, la busco hasta debajo de las piedras (stones), donde sorpresivamente la descubro agazapada al igual que esos gusanos de tierra que los niños asturianos llamábamos merucos.
Los mejores finales de relato nos los ofrece O. Henry. Leyéndolo, he llegado a discernir los misteriosos efectos de la felicidad. Lo descubrí hace años por su magnífico cuento El regalo de los Reyes Magos, incluido en la antología Cuentos anglosajones (Gadir, 2017), compuesta por once magistrales relatos pertenecientes, junto O. Henry, a Dickens, Hawthorne, London, Poe, Stevenson, Stoker, Twain y Wilde. Casi nada.
Pese a la excelencia del conjunto, me quedé especialmente impactado con la lectura del cuento de O. Henry, autor que yo desconocía. Y desde entonces no he dejado de seguirlo y detenerme en todo lo suyo que al paso me sale.
En el relato aludido, Della vende su hermoso pelo para poder adquirir el regalo navideño que haga feliz a su esposo, Jim: una linda correa para el reloj. La sorpresa llega cuando, tras justificarse ella ante su esposo por la pérdida de su melena, él entrega a Della su regalo: un bonito juego de peinetas que adquirió tras vender su reloj. Ante el recíproco fracaso (ella recibe sus anheladas peinetas ahora que no tiene trenzas donde lucirlas y él a su vez la correa para el reloj que ya no posee), O. Henry resuelve su historia con una contagiosa apuesta por la felicidad, la misma que supera todo pasatiempo.
Lennon compuso «I Am the Walrus» pensando en Finnegans Wake (goo goo g’joob) y otras confluencias literarias (Man, you should have seen them kicking Edgar Allan Poe), tales como el poema de la morsa y el carpintero incluido en la novela A través del espejo y lo que Alicia encontró allí. Lo cierto es que, tras escuchar un millón de veces la insuperable canción, podemos concluir que todos tenemos algo de morsa y yo, además, mucho de hombre huevo (I’m the eggman…) reflejado en mis semejantes (They are the eggmen…).
Literatura y rock and roll, como en la canción de los Manics —Manic Street Preachers— titulada «Faster», en la que tres versos son suficientes para dar cabida a Henry Miller, Harold Pinter, Norman Mailer y Sylvia Plath. Proclaman los Manics: I am stronger than Mensa / Miller and Mailer / I spat out Plath and Pinter.
Lou Reed rescató a su antiguo profesor, el poeta Delmore Schwartz, en la canción «My House», donde asimismo rememora a James Joyce.
La lista se interminable.
Un joven poeta escribió un poema pensando en mí, y me confesó haberlo hecho desde la venganza y la compasión. Esas fueron sus palabras, pese a las cuales tuve la cortesía de perdonarle la vida. En el poema no menciona al Diablo ni habla de morsas, pero acaricia la monstruosidad en su más amplio sentido conceptual al descubrir mi nombre de meruco feliz.
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