El misterio Cunqueiro no es la caída en desgracia del escritor en Madrid. Tampoco su supuesto paso por la cárcel (*). Ni su repentino regreso al refugio protector del terruño. O su resurrección mil años después en el tráfago de Vigo, esa ciudad agarrada con uñas y dientes a la ladera de una montaña para no terminar en el fondo del Atlántico.
Una literatura sobreabundante, maravillosa unas veces y absurda otras. Escrita día a día a lo largo de años, la literatura de Cunqueiro produce un efecto distorsionador que no está en ella, sino en quien lee. Cunqueiro escribió tres o cuatro “novelas” (por llamarlas algo) en gallego, como el Merlín o la del Sochantre, posteriormente traducidas al castellano, (se supone que por él: o sea, re-escritas). También escribió unas cuantas directamente en castellano, como el Orestes (premio Eugenio Nadal 1968), así como una serie de títulos de género impreciso, unos en castellano, otros en gallego (como Tesouros novos e vellos, en realidad el discurso de ingreso del autor en la Real Academia Galega), libros gastronómicos (o así), como el mítico sobre cocina gallega, que NO es un libro de recetas (aunque a veces se publique completado con recetas), y unos cinco o seis libros de versos, todos en gallego (como el delicioso Cantiga nova que se chama riveira), más una obra de teatro (Don Hamlet), varias guías de viaje en castellano para la que fuera imprescindible (y hoy inolvidable) editorial Everest y, sobre todo, un desmesurado río de artículos (cuyo número exacto difícilmente se llegará a cerrar algún día) en un castellano limpísimo y en un gallego juguetón que los obsesivos del “gallego normativo” no pueden asimilar. Cunqueiro fue, para empezar, lector impenitente en varias lenguas (**), un poeta como la copa de un pino, novelista ocasional, teatrero vocacional y, finalmente, profesional de la prensa, aunque parezca mentira (dada la nula relación de sus artículos con la “palpitante actualidad”). Encima tuvo que ejercer con la guadaña de Madama Censura aleteando sobre su cabeza, y aunque así no habría quien trabajara, la leyenda asegura que alguna vez llegó a escribirse él solito el Faro de Vigo del día siguiente, pies de foto y necrológicas incluidos. No es leyenda, desde luego, que en esas ocasiones se alimentó exclusivamente de café, como los periodistas “de raza”, y, quizá (aventuro yo), de amables vinos de Rías Bajas que ayudarían a empujar alguna que otro necorilla, mejillón o percebe subidos directamente de la ría hasta el sillón en el que vivía y del que sólo se bajaba cuando dejaba de soplar el suroeste. O sea, nunca. Cuentan que incluso se duchaba dentro de un cajón del escritorio para después cambiarse con ropa que le traían de casa, ponerse otra vez la misma corbata y seguir.
Cunqueiro gozó de un gran prestigio, no sólo entre el público, sino entre sus colegas periodistas, que es todavía más difícil. Un prestigio “puro”, construido sin shows, sólo escribiendo por la noche para ser leído por la mañana en el autobús y al tercer día acabar envolviendo dos kilos de mejillón en el Berbés. La afortunada conjunción de que la prensa tuviese por prestigioso contar con su firma y de que él anduviese corto de numerario de manera habitual obró el milagro de que sus artículos apareciesen de manera regular en Destino, Jano, La Voz de Galicia, Faro de Vigo, El Noticiero (de Barcelona), Sábado Gráfico y otras diez mil cabeceras entre las que yo habría jurado que se encontraba también la Gaceta Ilustrada, pero parece que no.
El misterio Cunqueiro está en unos textos alados en los que si nada es del todo cierto, todo es absolutamente verdad, unas veces mágica y otras tonta, según el día. La literatura de Cunqueiro es un poco como la Palabra de Dios, y perdonen la blasfemia: verdad verdadera para creyentes como servidor, charlatanería de feria para el descreído. Y es que a Cunqueiro se va como a Dios: desnudo de pretensiones, carente de expectativas y limpio de vanidades. En Cunqueiro hay que entrar como el bebé en la pila bautismal: a quitarse la roncha del Pecado Original y basta. A Cunqueiro hay que llegar con la inocencia de un niño.
Hay mil antologías de todos esos artículos dispersos, tanto en castellano como en gallego, realizadas con cincuenta mil criterios no siempre claramente expresados. Entre las mejores que servidor ha catado se cuentan las cuatro o cinco en castellano que Cesar Antonio Molina, Nestor Luján y algún otro hicieron para Tusquets con fino paladar de buenos connaisseurs (la mar, los tesoros, la comida…) nada más fallecer el “director perpetuo de Faro”.
Servidor tiende a cruzarse con su fantasma, un fantasmón grandón y apacible, cada vez que logra atravesar las montañas y llegar a Vigo (aunque la única manera de llegar de verdad sea en barco). Y es que la ciudad le ha dedicado a “su” escritor un gigantesco hospital con forma exterior de escultura abstracta y nombre completo oficial estrafalario, Complejo Hospitalario Universitario De Vigo Álvaro Cunqueiro (o simplemente CHUVIAC, que ya tiene delito), atormentada denominación que en el trajín cotidiano se queda en “El Cunqueiro”, con lo que la memoria del genio mindonense vive en el día a día de esa ciudad demencial. Grandes rótulos en rotondas, calles y autobuses gritan “Cunqueiro” por doquier. Si amo Vigo—, que es posible, aunque difícil—, es por eso. Y por la Vigo Bay, su ría, uno de los países más hermosos del mundo, pese al feísmo, a los cruceros (que no cruceiros, que son otra cosa) y a la infame impostura navideña. En fin, que para Vigo me voy, mi negra dime adiós: Ernesto Lecuona, siempre vivo en el recuerdo.
Para Vigo me voy,
mi negra dime adiós
que la conga ya se va
para nunca más volver a sonar.
Para Vigo me voy.
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(*) José Besteiro. Un hombre que se parecía a Cunqueiro. A Coruña, 2021. Ediciones del Viento.
(**) Cunqueiro leía, sin duda, portugués, inglés seguro, italiano casi seguro y francés y alemán, probablemente, aparte latín, español, quizá griego y, cómo no, gallego, que al fin y al cabo era su lengua materna. Cunqueiro dominaba entresijos, variedades y localismos de esa lengua-habla que se entrevera con las brumas del noroeste y que él enriqueció, engrandeció y contribuyó a fijar como nadie desde Rosalía.
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