“El miedo no anda en burro”, se dice todavía cada vez que el peligro pone alas en los pies del pusilánime. A la rabia también le gusta ir a galope, y ya se ve la huella de sus estropicios. Ninguno de los dos en realidad se distingue por hábil o entendido, pero en su prisa suelen ser persuasivos. Es decir ostentables, transferibles, endosables. Algo creerá que gana quien pasa de temer a lo desconocido a preocuparse por una idiotez. ¿Cómo iría a cambiar jumento por corcel, si aún no sabe el miedo de quién huye, y todavía menos hacia dónde?
Dicen los Avett Brothers que las patrañas no requieren de aviones para perseguirte. No he olvidado a la amiga de mi madre que reiteradamente la proveía de augurios tan terribles como infundados, como si desahuciar al porvenir disminuyera el peso de su cruz hasta el punto de hacerla sentir interesante. Hay gente que encuentra compensación en contagiar sus miedos y recompensa en verlos realizados. “¿Ya ves lo que te dije?”, se pavonean después, si es que acertaron, como si fueran a cobrar un premio. Y uno les pagaría con algo de respeto, si no se hubieran hecho la fama de mitómanos que suele precederles.
¿Qué habría hecho la amiga de mi madre de haber tenido un WhatsApp a su disposición? Lo mismo que millones de enterados que cada día se entregan a reproducir toda clase de datos imposibles y los comparten como confidenciales. Muy pocos les preguntan de dónde los sacaron, no porque se los crean ciegamente sino porque se mueren por desperdigarlos y hacerse con el crédito de connoiseurs. Cosa no muy difícil cuando abundan las cifras oficiales que tampoco puede uno dar por buenas, ya que sus creadores no se tomaron la elemental molestia de hacerlas tan siquiera verosímiles.
Descanso últimamente en la tranquilidad de no creer un demonio de lo que oigo, venga de donde venga. El mundo es hoy un mismo pueblo fantasma, recorrido a galope por miles de rumores de origen tan incierto como las cifras negras de la semana próxima. Verdad es que hago números, no tanto porque crea que me sirven para algo como para evitarme la sensación de ser la piltrafa indefensa que al mundo entero le consta que soy. ¿Qué más nos hace iguales, por ahora, sino el pasmo ante lo desconocido? Al demonio banderas y fronteras: cabemos todos juntos en este corral.
Ahora bien, no es el miedo sino la desazón el mayor enemigo de los confinados. Nos acecha, persigue y embosca igual que un forajido en tierra de nadie, aprovechando que no tiene prisa y puede ir y venir a lomos de cualquier burrito jorobado. A falta de mensajes alarmantes, la desazón se cuela hasta los huesos y se instala en el ánimo como el pariente cínico y encajoso que llega de visita cargado de maletas. Tiempo de consultar alguna red social y proceder a reírse hasta las lágrimas de la última amenaza imaginaria que estremece a los todavía crédulos. Qué haríamos sin ellos, me pregunto.
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