Al sintagma «obra maestra» le ocurre lo que a la vieja moneda de Mallarmé, que de tanto pasarla de mano en mano —por los críticos— sus marcas se han ido borrando. Para no desvirtuar la categoría, uno debe cuidarse mucho de usarla, pues cuesta creer que, en lo que dura una vida, sea posible tener acceso a tantas como parece desprenderse de los suplementos culturales. Así, como a un niño malo, al crítico de vez en cuando han de quitársele esas dos palabras, porque juega con ellas a lo bruto. En mi defensa, diré que, por escrito, únicamente he adjetivado un libro de ese modo: Vivir abajo, de Gustavo Faverón Patriau. Y a causa del mismo culpable, me veo forzado a gastarla de nuevo: Minimosca, recién publicada por Candaya, es una obra maestra y, pasado el tiempo, su autor alcanzará el estatus de clásico. No me cabe duda.
Ahora bien, hay un tema cuyo tratamiento resulta novedoso: la cuestión del doble (a veces, el múltiple). Gombrowicz o Gombrich (¿o Gombrowicz O’Gombrich?), Allen Ginsberg o Jaime Sáenz, Melville-1 o Melville-2, Biblia o Antibiblia, Sócrates o Setarcós, el Santo o el Diablo, John Sinclair o Agustín Duarte, personas que nacen dos veces y son una, y otras que nacen una y son dos, etc. Y todo ello transido, por un lado, de metaliteratura (el libro en sí resulta una suerte de noir metaliterario), de donde se desprende una teoría acerca del doble o —casi— una poética: «Es, en el fondo, la historia de todos los escritores, que en algún momento de su vida mueren como personas y solo sobreviven como autores de relatos, y que en algún otro momento de su vida se dan cuenta de que todas las historias que cuentan vienen de la parte de ellos que ya murió» (p. 319); y por otro, del juego y el recurso de la tradición: su quehacer cervantino —desde retomar la idea del manuscrito encontrado hasta la inclusión de relatos dentro de la novela—, su uso explícito de referentes (el Ugolino de la Comedia de Dante) o su uso implícito (la vida de Washington semeja la de Goliadkin en El doble, de Dostoievski).
Minimosca es un puzle, una novela escrita a retales en la que la pérdida de identidad del personaje, experimentada a su vez por el lector, acarrea la pérdida de la configuración de la narración. Cuando llegamos al final, uno recapitula todo lo sucedido; el curso de los acontecimientos va al revés para recuperar el pasado. Como le ocurre a Edipo, solo después llega a comprenderse quién era quién, solo al mirar un curso de acción concluido, la totalidad de la trama confiere identidad. Pero en el mundo violento, la memoria es un problema —de ahí la obsesión por la ceguera que recorre el libro—: ¿cómo aceptar esa identidad conferida? ¿No vale más arrancarse los ojos a la manera del héroe trágico? ¿Habría que decir, con Gimferrer, que «si pierdo la memoria, qué pureza»?
Faverón Patriau pone a funcionar la hiperstición (CCRU dixit): cómo las construcciones ficcionales, a través de su circulación y creencia, provocan efectos en el mundo real y se autocumplen, volviéndose también reales —el libro de Esmée Maisse, el manuscrito hallado por John Sinclair—. Asimismo, coloca al monstruo —llamarnos «seres humanos» solamente es un eufemismo para encubrir nuestra condición monstruosa, como ha expuesto Ulrich Horstmann— en la mesa de disección y lo mueve por un infierno dantesco, que es «el peor de los infiernos, porque es un infierno de palabras» (p. 247). En el intento de cauterizar la conciencia, Minimosca se erige como un logro comunicativo entre las partes de este mundo demediado.
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Autor: Gustavo Faverón Patriau. Título: Minimosca. Editorial: Candaya. Venta: Todos tus libros.
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