El Museo del Orinal fue creado en 2006 y es único en el mundo. Se encuentra instalado en el antiguo seminario de San Cayetano, de Ciudad Rodrigo (Salamanca), debido a una iniciativa privada.
Tengo la sensación de haber empezado a escribir este artículo impulsado por el espíritu de nuestro admirado maestro Francisco de Quevedo, que pasó algunos años de su etapa de formación en la misma ciudad en la que vivo. Vamos allá.
Tan original (aquí la sílaba “gi” es fundamental por consustancial) museo está instalado en el antiguo Seminario de San Cayetano, muy cerca de la catedral de Santa María, en una zona monumental y eclesiástica de Ciudad Rodrigo, en la provincia de Salamanca. De esta forma, por la zona de su ubicación y por la condición de colección museable, debemos ahuyentar de nuestra mente cualquier vulgarización de conceptos que pueda despertar esta colección de 1.320 orinales que recorren la historia del hombre, la mujer y el niño; del rey y la reina; de la dama y la criada; de la monja, el obispo, el cura y el sacristán; del enfermo y el sano, de todo hijo de vecino y del propio vecino.
De un tiempo a esta parte (un tiempo que se remonta a la XIX dinastía egipcia o a los chinos de Xian) el ser humano ha necesitado a diario, generalmente salvo imprevisto estreñimiento, del mencionado artilugio. No olvidemos que dos de las satisfacciones humanas más gratificantes —el buen comer y el buen beber— tienen su postrera ofrenda en estos recipientes universales, globalizados por la fisiología humana.
Las 1.320 piezas exhibidas en el museo mirobrigense son de los más diversos materiales: hojalata, madera, latón, cerámica, porcelana, cobre, aluminio, piedra, barro, cristal, hierro… Muchas tienen incrustaciones de oro y plata, y otras tienen pinturas con escenas bucólicas de muy seria intención artística. Los amigos del buen José María del Arco “Pesetos” buscaron en tiendas, anticuarios, conventos, hospitales, bodegas y mercadillos para obsequiarle orinales como el mejor regalo que se le podía hacer a un hombre tocado por la magia, a veces manía, del coleccionismo.
En la cultura occidental las letrinas personalizadas y comunitarias ya se usaban en Roma en el siglo III, en tiempos de Diocleciano. En los castillos y monasterios se construían en los recodos de las escaleras, con un canal de desagüe que terminaba en el foso (en el caso de los castillos), o en el río o arroyo próximo (en el caso de los monasterios).
En París, en 1375, se aconseja a los constructores que las casas tengan suficientes letrinas, pues la letrina era un síntoma de progreso. Y desde el siglo XVIII se construyen masivamente, de porcelana y barro cocido, según la categoría de los demandantes, piezas individuales, algunas personalizadas, como las instaladas en sillones regios o fraileros, propios de nobles y obispos, algunos de cuyos ejemplares se muestran en este peculiar museo bajo el nombre de “dompedros”.
El primer inodoro de la historia, dotado de agua corriente, lo invento en 1596 sir John Harrington para su prima la reina Isabel I de Inglaterra. El rey de Francia Luis XIV (el llamado Rey Sol) tenía entre los criados a su servicio dos llamados “limpiadores”, de reconocida discreción, que debían intervenir, por delante y por detrás, en acción perfectamente sincronizada y rápida, mientras otro sirviente escamoteaba el bacín (uno de los muchos nombres que le damos) con su carga.
Por cierto, ¡los nombres! No nos olvidemos de los muchos que en nuestro castellano viejo ha tenido el artilugio. He aquí una muestra escrita a vuela pluma empezando por el más extendido y común: orinal (el diccionario de la Real Academia Española indica la procedencia latina del vocablo urinālis: recipiente de vidrio, loza, barro u otros materiales, para recoger los excrementos humanos). El diccionario de la RAE se permite una chuscada al dar a renglón seguido la expresión “orinal del cielo” como expresión coloquial para indicar que así se llama al lugar donde llueve con mucha frecuencia. Otros nombres y sobrenombres muy manejados son estos: bacinilla, bacín bajo, pelela, perico, chata, cuña, tiesto (no hacerlo fuera de él), tibor, jarrillo, galanga (son los del tipo botella que se construían en los años 1800), dompedros (los de sillón de madera noble, palosanto, roble, cerezo o caoba, que suelen llevar incrustaciones).
Los griegos llamaban al orinal “amigo” y los romanos le pusieron varios nombres en función del material en que estaban construidos y la forma que tenían: “metallum”, cuando eran de bronce, y “matula” cuando tenían forma de jarra o puchero, que eso significa la palabra latina. Nosotros aportamos dos vocablos usados en el castellano tradicional: “bacinica” y “servidor”.
Los poetas satíricos Juvenal y Petronio citan el orinal en algunas de sus obras, escritas algunos años después de Cristo, y San Clemente, el cuarto papa de la Iglesia, predicó contra los que presumían de poseerlos de plata. Camilo José Cela, nuestro premio Nobel de Literatura, que poseyó una nada despreciable colección de orinales, en un artículo publicado en ABC en 1996 dedicado a José María del Arco “Pesetos”, el creador de este mirobrigense museo, aporta dos nombres más: “tigre”, especialmente referido al orinal camuflado bajo un sillón (tradicionalmente conocidos como “dompedros”, según se ha dicho) y “tiorba”, que se usa por tierras aragonesas. Cela comenta, con respetuosa envidia, la colección de “Pesetos”, vista en una selección de setecientos ejemplares exhibidos en Málaga.
Según nos cuentan los actuales responsables del museo, la pieza más antigua es del siglo XIII. Se trata de un orinal de origen islámico, cedido en calidad de depósito al museo para su exhibición, no siendo, por tanto, de su propiedad. Por cierto, las piezas elaboradas durante el Romanticismo son tan bellas, tan finas, tan delicadas, tan finamente ilustradas que podrían pasar por soperas, si no fuera porque solamente tienen un asa en vez de dos.
Llamarán la atención del visitante, especialmente de las féminas, unos modelos franceses llamados “bourdaloue”. Tienen su particular historia. Por lo visto deben su nombre al sacerdote católico y gran predicador francés Louis Bourdaloue (1632-1714), que daba sermones tan largos que las mujeres de la burguesía gala, para no perderse detalle de la prédica, tenían a gala hacerse llevar al templo, por sus criadas, un orinal oblongo, de mano, que le permitía (era necesaria cierta práctica) miccionar y descargar por retambufa mientras el cura predicaba y sin perder detalle. Por cierto, un amigo me hacer notar, y yo compruebo, que la palabra “retambufa” no la admite el Diccionario de la RAE en su última edición, cosa que hago notar y lamento, pues me parece una palabra muy propia del lenguaje del marginalismo español.
El obligado complemento de estos artificios de higiénico uso —el papel higiénico— costó tiempo inventarlo. Los antiguos romanos usaban algo que tenían en abundancia y a mano. Me refiero a las conchas de moluscos bivalvos que podían ser reutilizadas tras permanecer algún tiempo metidas en una pileta de agua corriente con sal. Aunque no existe ningún testimonio escrito que lo confirme, algunos estudiosos creen que la valva que usó Afrodita para peinarse el cabello al surgir del espumoso mar fue una vieira, que en su parte externa es acanalada. Otros creen que fue una zamburiña, prima hermana de la vieira. Todos coinciden en la opinión de que, fuera zamburiña o fuera vieira, los varones romanos solían usar estas valvas para su higiene personal tras obrar.
Entre los estudiosos de esta materia es cosa generalmente sabida que los primeros que utilizaron papel higiénico fueron los chinos, concretamente los que vivieron en el siglo XIV, y más concretamente la familia imperial. El papel higiénico sin distingos, es decir, globalizado y de uso universal, apareció tarde, en 1857, vendiéndose, al principio, en cajas, como si se tratara de servilletas de papel. El rollo no se inventó hasta 1928. Se sospecha que en algún momento de esta etapa de nuestra civilización debieron de utilizarse hojas de plantas domesticas o de huerta, grandes y por su parte brillante, pues existen hojas que por su reverso son peludas e irritantes, y asimismo se habla del uso de musgo, pieles de animales, paja y pedazos de telas húmedas, que daban muy buen resultado, ya que era material recuperable. En Pompeya y Herculano fueron hallados en unas excavaciones palitos de madera y caña con un pedazo de tela en uno de sus extremos que se sospecha que fueron usados para este menester. Pero después alguien puso sobre el tapete la duda de que realmente para lo que pudieron servir los palitos era para limpiar las bacinillas. Se sabe que los romanos del tiempo de Cristo usaban palitos similares, llamados “tersorium” o “xylospongium”, para mantener aseado el cuerpo humano y el recipiente receptor, aunque en seguida se dieron cuenta de que para el primero de estos usos resultaban muy contagiosos de enfermedades. Tenían una esponja marina en la punta, escasamente higienizada.
El rollo de papel higiénico esta considerado el invento más imprescindible de la civilización moderna. Un artículo de primera necesidad. Así quedó demostrado en los primeros meses de obligado confinamiento a causa de la pandemia del virus covid-19. Los ciudadanos que se apresuraron a hacer acopio de alimentos y artículos de primera necesidad pensaron en un paquete grande de rollos de papel higiénico, por lo que pudiera tronar.
Parémonos un instante a pensar que, partiendo de un utensilio tan necesario (Quevedo llamaba a las letrinas “las necesarias”), podemos disponer en nuestros días de todo lo preciso para la higiene personal en una sola habitación de nuestra casa, que llamamos cuarto de baño, en la que hemos colocado varios inventos modernos. El citado Quevedo, poeta poliédrico, lírico, místico y escatológico, cuya madre, al enviudar, fue nombrada dueña de retrete de la reina, escribió: “No hay gusto más descansado / que después de haber cagado”.
Había pensado en concluir este trabajo con un verso hermoso o con una letra “c” en el verbo escatológico con que termina la frase quevediana, seguida de tres puntos suspensivos para evitar muecas y visajes; pero ¿quién soy yo para rectificar a don Francisco de Quevedo, mi muy admirado maestro?
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