Otro 20 de noviembre, el de 1820, Benjamin Lawrence, Obed Hendricks, Thomas Chappel —arponeros del ballenero Essex— se aplicaban en su trabajo, ignorantes de que ese día, merced a su actividad, iban a inspirar dos de los grandes títulos de la edad de oro de la literatura estadounidense, así como un cambio en la percepción que la historia natural tenía hasta entonces de los cachalotes e incluso a demostrar que no estamos por encima del resto de las demás criaturas en la cadena alimenticia o, por mejor decir, dar pie al apetito más abominable del ser humano.
El Essex inició el que habría de ser su último viaje con rumbo al Cabo de Hornos. El Pacífico Sur —las aguas donde la flota massachusettense daba caza a los grandes cetáceos— era su destino: un periplo que habría de durar dos años. El capitán Pollard, bastante bisoño, había obtenido el mando de la nave por vínculos familiares antes que por méritos profesionales, y no supo evitar una borrasca inesperada en las corrientes del Golfo de México. Fueron tan graves los desperfectos que el capitán quiso regresar a Nantucket. Pero Owen Chase y Matthew Joy —primer y segundo oficial respectivamente— le convencieron para que mantuviera el rumbo, con dirección a las Azores. En las islas de Cabo Verde el Essex pudo ser reparado con partes de otro ballenero.
Benjamin Lawrence, Obed Hendricks y Thomas Chappe mataron a la primera ballena tres meses después de partir de Massachusetts, ya frente a la Costa Este de Sudamérica. Aquello no fue, aunque pudiera parecerlo, presagio de nada bueno. Muy por el contrario, el augurio —malo, por supuesto— fue aquella borrasca en las corrientes del Golfo. Hubiera sido mejor volver entonces a casa. Tardaron un mes en bordear el Cabo de Hornos tras cobrarse su primera presa: los vientos arreciaban.
Ya en la costa de Chile, se encontraron con otros barcos de Nantucket. Las nuevas que les dieron eran malas: las ballenas parecían haber desaparecido de aquellas aguas. Era enero de 1820 y volver a casa habiendo fracasado no era una opción —que diríamos ahora—: para el capitán supondría la destitución del mando. De modo que ordenó seguir con rumbo norte.
Finalmente, frente a la costa de Perú, el vigía gritó aquel “por allí resopla” con el que se anunciaba el avistamiento de una ballena. Mataron tantas en ocho semanas que llenaron 400 barriles de aceite de ballena. Ignorantes —como el resto de los humanos de hace un par de siglos largo— de que estos cetáceos usan su canto para comunicarse, crear lazos sociales y navegar, ignorantes de que la suya es una de las formas de comunicación más impresionantes del reino animal, ignorantes de esa complejidad y esa hermosura, que a decir de la actual cetología entrañan unos sonidos tan hermosos y complejos como los de las ballenas en la vastedad y misterio del océano, la tripulación del Essex siguió depredando mares y tierras como solo se hacía en aquel tiempo. Así, mientras se abastecían de tortugas en las Islas Galápagos para comérselas, se dice que uno de los arponeros, Thomas Chappel, prendió una hoguera que acabó convirtiendo aquel lugar en un páramo calcinado. Aún seguía ardiendo cuando Pollard y su gente volvieron a hacerse a la mar. Parece ser que eso fue el 22 de octubre.
Pero un día como hoy de hace 204 años, vieron a un cachalote “gigante” —26 metros de largo—, mientras Lawrence, Hendricks y Chappel arponeaban a nuevas ballenas a unos 1.600 kilómetros al oeste de las Galápagos. Era un animal extraño, como si, por ese lenguaje prodigioso de su especie, hubiera acudido a la llamada de las ballenas que el Essex estaba matando. Les esperaba emergido, a estribor. Volvió a sumergirse, pero no mucho. Solo lo suficiente para tomar impulso y embestir al Essex a modo de ariete:
“Me di la vuelta y lo vi a unas cien yardas, delante de nosotros, bajando al doble de su velocidad ordinaria: unos 24 nudos (44 km/h)”, escribe Owen Chase en Narración del naufragio más extraordinario y angustioso del ballenero Essex (1821). Ni que decir tiene que aquel cachalote inspiró a Herman Melville Moby Dick (1851), una de las cimas de esa edad de oro de la literatura estadounidense —la centuria decimonónica— en la que autores como Mark Twain, Emily Dickinson o Nathaniel Hawthorne reflejaron la complejidad de la sociedad de su país en aquellos días. Al volver a emerger, continúa el primer oficial, el cachalote “apareció con diez veces más furia, con más venganza en su aspecto. Las olas volaban en todas direcciones a su alrededor con el continuo y violento golpeteo de su cola. Su cabeza estaba casi medio fuera del agua, y de esa manera se acercó a nosotros, y de nuevo golpeó el barco”.
Lo que sucedió a aquel naufragio fue horroroso. Divididos, mientras el Essex se iba a pique, en los tres botes de los arponeros, mandados, respectivamente, por Pollard, Joy y Chase, los supervivientes se comieron las tortugas gigantes que pudieron salvar de la venganza del cachalote. Y cuando las tortugas se acabaron, justo un mes después del naufragio, se dieron al apetito más abominable del ser humano. Las circunstancias les volvieron especialmente violentos.
Cuando también faltaron muertos para su dieta, echaron a suertes a quién matar. El desdichado fue Owen Chase, un primo de Pollard de tan solo 16 años, al que ni la edad ni su condición de familiar del capitán salvaron de su destino. Todos, tanto los de los botes de Pollard y Chase como los que arribaron a la isla Henderson —un atolón de coral elevado—, se vieron impelidos a la antropofagia para resistir. Y todos, tangencialmente, inspiraron a Edgar Allan Poe —“deidad y referencia de toda ficción diabólica” (Lovecraft)— La narración de Arthur Gordon Pym (1838). Para inescrutables, los caminos de la buena literatura.
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