Han pasado ya numerosos años desde que conocí a Edgar Symons y este me contara, con su peculiar voz ronca, aquella historia sobre el naufragio del Wind Rose. No hace mucho la referí durante la conversación de una cena con viejos compañeros del hospital. Fueron algunas las conversaciones que mantuve con este veterano marino sobre el casco de un viejo barco abandonado. Incluso, y en contra de mis creencias, sobre aquella fantasmal visita del capitán Marlowe y su joven esposa, Lady Houghton. Como digo, todo eso ocurrió hace ya bastantes años. Por entonces, me había trasladado a la casa de mi difunta tía Rosalind, cerca de Falmouth. Pronto concluiría mi período de formación, con el objetivo de conseguir después un trabajo en el Hospital Cornwall. Muchos eran los recuerdos anteriores en aquella casa familiar. Siendo un chiquillo, pronto comprobé que la mayor de las pasiones de la tía Rosalind era la de cuidar de sus flores y sus gatos. Para cuando la primavera irrumpía triunfal, el jardín de su casa exhibía begonias y rosas que, junto a un sinfín de hortensias, petunias y margaritas, cercaban de olores todos los segmentos del jardín. Mientras jugábamos, me quedaba extasiado aspirando el fresco aroma de las flores. Allí podía observar el incesante baile de mariposas y abejas entre el canto de los pájaros. La casa, guarecida de las inclemencias del tiempo, se encontraba situada en la parte alta de un pequeño promontorio. Y cuando soplaba viento del Noreste, desde la ventana de mi habitación, su sonido y el fragor del mar lejano se hacían mucho más intensos. Eran esos días en los que la vida parecía cobrar mayor fuerza y sentido. No había miedo ni temor en un corazón tan joven. Lo que acaecía allí fuera, junto a las fuerzas naturales, parecía atraerme mucho más. Tal vez, todo ello estaba unido a la libertad de sentirse vivo. Sobre todo, en aquellos días en que el viento, como si fuera un fiero Gregal, atizaba ráfagas tan violentas que le hacían a uno agacharse. Un viento que batía con fuerza el mar y creaba un baile de olas ascendentes de color verde grisáceo, en cuyas crestas se coronaban potentes rizos de espuma blanca.
Durante cerca del año y medio que viví en la casa de la tía Rosalind, tuve tiempo de visitar la costa y otros muchos lugares. Incluso las inhóspitas y alejadas tierras bajas, un impreciso y bello paisaje de arena y rocas que, por otro lado, comprometía la navegación de muchas embarcaciones cerca del mar cuando todo se anegaba. Hacia el Sur, aquellas tierras se fundían con las sombras del extenso mar, un paisaje que cambiaba según la estación del año y la fuerza de los rayos de sol que se escapaban por entre las nubes. Incluso la superficie de las colinas, de un intenso color esmeralda, adquiría mayor contraste cuando los rayos incidían sobre los cortados calizos de la costa y lo transformaba todo en una potente mole de color blanco, visible varias millas a lo lejos.
Fue el señor Edgar Symons quien me invitó a conocer aquellas tierras alejadas. Lo había tratado como paciente en el hospital, y tras una colecistectomía conseguimos que llevase una vida totalmente normal.
—Hay un barco abandonado a cuatro millas del dique, hacia el Sur. En ocasiones, solemos reunirnos allí algunos amigos. Si le apetece, venga un día y pase a visitarme. Le gustará conocer el sitio, Dr. Turner —me dijo.
Hasta Bream Cove había cuatro millas. Eso suponía un paseo de hora y media caminando por senderos de interior y de costa. Días antes a mi visita, me puse en contacto con el señor Symons y le comuniqué mis intenciones para visitar la zona.
—Hola, Dr. Turner. No podré acompañarlo. Salgo mañana hacia Plymouth. Voy a conocer a mi nieta. En otra ocasión iré con gusto y le contaré la historia de ese barco. Lleve cuidado si decide ir. La previsión para estos días es que soplará un endemoniado viento del Sur. Por cierto, ¿cree usted en los fantasmas? Dicen que ha habido alguna presencia en ese barco. Pero yo nunca los he visto. Ya me contará —me dijo por teléfono.
Nos despedimos, y varios días después decidí caminar hasta allí. Me sorprendió su pregunta sobre si creía en los fantasmas. Salvo por los relatos leídos de literatura fantástica, no creía en ellos. ¿Qué impulso misterioso me encaminó hacia aquel lugar en un día como ese, en el que el viento del Sur soplaba con fuerza? ¡Ah! La juventud tiene esas cosas. Por entonces yo tenía veintiocho años y la adrenalina y la aventura aún eran grandes compañeras de viaje, como si esa fuerza sólo residiera en las palabras vencer o morir y al observar con arrolladora violencia los elementos de la naturaleza sobre el mar todo cobrase mayor sentido sobre la vida. Conocía de sobra el valor de la vida y la muerte; casi idéntico sobre las dos caras de la misma moneda. Pude sentir cómo el poderoso oleaje despejaba con furia la arena de la costa por encima de las playas, o las frías gotas de agua salada clavándose sobre mi rostro, y al viento, sin tregua, vapulear mi cuerpo y empujarlo sin demora bajo el frío de un paisaje solitario. Todo ello no eran más que eslabones de la propia vida de un joven que podía enfrentarse a todo. ¡Qué distantes podían parecer los alegres días del verano en esas circunstancias! ¡Qué diferentes las noches de primavera con la luna sobre el mar trazando una brillante línea de plata sobre la ondulante superficie de las olas! Todo consistía en eso; observar los cambios que traen los desiguales momentos de los días y las estaciones del año.
Después de un largo trecho de dos millas contra las inclemencias, allí estaba el casco de ese viejo barco abandonado. Una imagen fantasmal y distinta a lo que en otro tiempo debió de ser. Zarandeado por el viento, trepé por el carcomido costado de barlovento y desde allí, en su interior, me encaramé a una pequeña escala que subía a la cubierta de proa. Una vez allí, sobre el sólido esqueleto de una superficie llena de agujeros, accedí a lo que parecía ser una caseta.
—No hay nadie en este barco, y menos en un día como éste —pensé.
Sentado bajo cubierta y con el amortiguado viento que entraba por todos lados como una corriente de agua, me senté sobre un viejo cajón de madera. En soledad, y ante un paisaje hermoso y casi aterrador, contemplé a las únicas compañeras del lugar, las desafiantes gaviotas. Siempre me fascinaron las aves marinas. Millares de ellas visitaban la zona. Aves de paso que, en muchos casos, llegaban con el ocaso y retornaban su vuelo con las primeras luces del día. Ahí estaban esas poderosas viajeras persiguiendo a los bancos de peces. Era una extraña y tempestuosa mañana, algo fría para el final de verano, en donde la vida se agitaba sobre la superficie del mar. Me reconfortaba ver cómo otros seres vivos concurrían en la fiesta de la vida y luchaban en armonía con el espíritu combativo de todo cuanto a su alrededor existía. Saqué mis prismáticos y seguí con ellos la línea de costa junto a las tierras bajas y el mar. Las grandes gaviotas sombrías se alzaban girando contra el viento, para abatirse chillando como planeadoras sobre la superficie del mar. Otras, revoloteando, remontaban desafiantes el vuelo sobre el pico de las olas y se precipitaban como flechas sobre la impulsiva superficie de las aguas. Había algo de extraordinario en el frenesí de sus chillidos. ¡Qué admirables resultaban todas las aves que, cruzando el cielo, sobrevolaban largas distancias sobre tierras y mares, batiendo una y otra vez sus alas hasta perderse en la frontera de los días y sus noches!
Me quedé recostado pensando en que muy pronto llegaría el otoño, seguido del invierno, y que entre los últimos días soleados por venir, las brumas y la fría niebla irían ganando terreno.
—¡Ah, la peligrosa y acechante niebla! —pensé.
No me gustaría estar ahí fuera y ser sorprendido por ella. Siempre ha habido casos de gente que ha desaparecido. Es el peor de los enemigos. Ante la angustia por escapar a la ausencia de visibilidad, la niebla te hace perder el sentido y te aleja del sendero de vuelta a casa. La niebla inunda con su silencio todo el paisaje; es como un lienzo mortífero que lo cubre todo.
Después de casi dos horas, había llegado el momento de regresar a Falmouth. Seguían los graznidos de las gaviotas y el ulular del viento que entraba por los costados. Ya de pie, y dispuesto a sortear la cubierta para iniciar mi vuelta, escuché un sonido hueco al otro lado de la caseta. Cuando me di la vuelta, la silueta de un hombre y una mujer hicieron acto de presencia.
—Buenos días —dijeron al unísono.
Su presencia me estremeció. Me los quedé mirando con el semblante pávido. De no ser por la luz del día, parecían dos fantasmas sacados de una escena de película. Traían puestas unas desgastadas capas de agua sobre sus ropas. Más bien parecían sacadas de otra época.
—Buenos días. Vaya día que hace —contesté, y alargué mi mano como saludo—. Mi nombre es Alfred.
—Mi nombre es John Marlowe —dijo—. Ella es mi esposa, la señora Houghton. Disculpe que no le estrechemos la mano, estamos empapados.
Se sentaron sobre el cajón de madera con la mirada puesta en el exterior. Parecían dos espectros cansados.
—¿Son ustedes de por aquí? —pregunté.
Se miraron un instante y rieron.
—Hace muchos años tuvimos un cottage cerca de aquí, en Mawnan.
—Venimos a menudo a este lugar. Este barco es casi como nuestra casa —contestó ella.
—Tal vez, conozcan al Sr. Edgar Symons —dije.
—¡Oh, sí! Lo conocemos —volvieron a mirarse y sonrieron—. Hace tiempo que no le vemos por aquí. En alguna ocasión viene con nuestro hijo Harry —contestó el señor Marlowe.
Me sorprendió un poco su respuesta. Ella parecía muy joven, por lo que su hijo no debía de tener muchos años. Pero no quise insistir más sobre la relación con el señor Symons. Se quedaron sentados sobre el banco de madera. Tras un silencio, me despedí de ellos. Al salir, volví a mirarlos. Su presencia allí era como si nunca hubiesen abandonado ese barco. Como si una fuerza interior los hubiese atrapado para contemplar con su triste mirada aquel escenario.
—Al barco lo sacaron cuando la marea estuvo baja. Hombres y mujeres, junto a carros motorizados y una gran grúa de arrastre. Todos tirando con fuerza de los amarres. Una vez fuera, lo aseguraron aquí para que nunca más se hundiese.
La voz ronca que suena es la del veterano marino señor Symons. Sus escrutadores e intensos ojos azules contrastan con el pelo gris y su corta barba. Desde mi primera visita en solitario, no había vuelto al barco. Un farol halógeno cuelga de un gancho de la cabina. Atardece y hay poca luz en un día claro de otoño. Junto a él le acompaña otro hombre, ya maduro, de unos cincuenta años.
—La historia del Wind Rose —cuenta el señor Symons— es una historia corriente, pero trágica. Poco después de la segunda gran guerra, este barco transportaba a Bristol un cargamento de fruta, licores y café junto a la familia del capitán.
El señor Symons ha traído una botella de whisky que reparte generosamente en los vasos, y sigue hablando.
—Una noche, dada la buena travesía desde Puerto Rico, el capitán quiso dar descanso a su tripulación organizando una fiesta en honor a su mujer y a su hijo, que cumplía dos años. Mucho después de medianoche, la tripulación del Wind Rose gritaba y cantaba enloquecida. Hasta los de guardia y los que deberían haber descansado para dar el relevo estaban ebrios. Abajo, en un camarote, se encontraban ya durmiendo la mujer del capitán y su hijo. Nadie se percató de que el barco estaba hundiéndose. Una vía de agua se había abierto en el costado de estribor. Cambió el tiempo, y el mar, con olas rápidas, hizo que el barco fuese empujado hacia la costa, derecho a encallar. Cuando el primer oficial quiso darse cuenta de la escora ya era tarde y el agua entraba con fuerza y sin control. Enloquecido y desesperado, buscó al capitán, que dormía en la timonera. Todo parecía inútil. En el castillo de proa seguían las canciones y todo el mundo estaba borracho y ajeno a lo que ocurría. No había nada que hacer sin gobierno del barco. Con horror, supo que se hundía. Aunque, de manera milagrosa, logró sacar antes al hijo del capitán y llegar con él a tierra sano y salvo. Desde la playa cercana contempló cómo el Wind Rose se hundía en el fondo arenoso con su cargamento de vidas humanas.
Edgar Symons me contó que el primer oficial de aquel barco era él mismo, y que el niño al que había salvado se encontraba sentado con nosotros bebiendo whisky. A Harry Marlowe, que así se llamaba este hombre, le conté que la mañana en que subí por vez primera al barco tuve la presencia de sus padres. Edgar Symons me dijo que nunca abandonarían ese barco. Y así sería hasta el final de los días, como para el de todas aquellas almas que desconocían el destino que los esperaba.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: