En una ocasión me contó Luis Eduardo Aute (Manila, 1943) que, tras su titubeante debut musical con los Diálogos de Rodrigo y Gimena y las 24 canciones breves, no tenía nada claro que realmente supiera escribir canciones. De ahí que se dedicara durante un tiempo a instruirse en la materia y que sólo regresara al estudio de grabación cinco años más tarde. Entregó entonces esos dos trabajos redondos que fueron Rito y Espuma, donde su excelencia a la hora de combinar letras y acordes quedaba más que demostrada. Le pregunté por qué, una vez exhibido su pleno control del oficio, había elegido grabar un disco tan extrañamente particular como Sarcófago. «Llegué a un acuerdo con la discográfica», me respondió. «Yo hacía un par de discos de los que les gustaban a ellos, y ellos a cambio me dejaban hacer uno de los que me gustaban a mí».
La frase define bien el carácter de un creador indómito que ha navegado por casi todas las disciplinas del arte sin perder el norte (o extraviándolo sólo en determinadas circunstancias y muy a propósito) ni descuidar un ápice las dosis de locura y de curiosidad que hacen falta para continuar, pese a todo, persiguiendo la belleza. Nunca dejó de haber en Aute un poco de aquel niño que, recién terminada la II Guerra Mundial, oteaba los confines del océano desde un malecón del puerto de Manila. Eterno buscador de giralunas, quiso trasladar su realidad al lienzo antes de ponerla sobre partituras —alguien recordaba, no hace mucho, que la primera referencia que sobre él existe en prensa escrita se centra en su actividad como pintor—, y entre tanto y después escribió versos, perfiló dibujos, dirigió películas y apadrinó o acompañó a todos aquellos a los que, de un modo u otro, su talento servía de acicate. Se conoce mucho al Aute cantautor, como es lógico, pero acaso no se conozca tanto a todos los demás, que al fin y al cabo no dejan de completar las distintas vertientes de una personalidad tan compleja como inquieta. Nunca ha aspirado a ser maestro de nada porque siempre ha preferido todo lo contrario, es decir, erigirse en aprendiz de todo. De ahí su predisposición a embarcarse en aventuras como la que le llevó a dirigir el largometraje de animación Un perro llamado Dolor —delicado y sutilísimo homenaje a referentes como Luis Buñuel, Francisco de Goya, Frida Kahlo, Pablo Picasso o Salvador Dalí—, su afición a ilustrar las portadas de sus discos con cuadros pintados por él mismo que, a priori, podían resultar poco o nada comerciales —ahí están ejemplos como los de Cuerpo a cuerpo o Nudo— o esa querencia por osadías tales como proyectar, antes de los conciertos de su última gira, un cortometraje de veinte minutos en torno a Van Gogh, los basiliscos y esos giralunas en los que él ha simbolizado la búsqueda de un ideal (también vale decir «utopía») que no por inexistente es menos necesario.
Quizá de todas esas facetas la menos conocida sea la poética, pese a que seguramente se encuentre en el germen de las demás y resulte difícil, en ocasiones, entender unas sin las otras, ya que todas recogen, cada una a su modo, el flujo de obsesiones que han venido revelándose constantes a lo largo del medio siglo largo que abarca su trayectoria. Apenas quedaba ya memoria de los primeros poemarios de Luis Eduardo Aute y en estas décadas últimas el ritmo de su producción llegó a ser tan alto que se imponía un poco de orden. Se ha ocupado de ello Miguel Munárriz, buen amigo y gran conocedor de su obra, para dar a imprenta las páginas de Toda la poesía (EspasaesPoesía). El volumen parte de los textos más formales —si el adjetivo es admisible— que compusieron La matemática del espejo (1975) y La liturgia del desorden (1978), algunos de los cuales («Una ladilla», «El ascensor») terminaron convertidos en canciones, para ir adentrándose en el universo de los poemigas, ese híbrido entre el poema, el aforismo y la greguería del que se alimenta casi exclusivamente la poesía de Aute desde 1994. Un camino desde las estructuras más canónicas, por llamarlas de algún modo, hacia partículas de índole esencialista en las que el juego de palabras convive con la metáfora y las aparentes ocurrencias esconden varios niveles de lectura que convierten aquello que podría resultar banal en el meollo de un laberinto dialéctico del que rara vez se sale indemne. José Manuel Caballero Bonald, que prologa el libro, advierte cómo «Aute pasó casi sin transición del cultivo de una lírica de cuño intimista al de una épica de extravertidas alegorías, entre cuyos tentáculos forcejean algunos de los más tipificados signos de una sociedad atrofiada por su propia estulticia o su propia zafiedad». «El matiz», dice el propio Aute en una de sus creaciones más recientes, «debiera ser la matriz de toda ciencia, conciencia y consciencia reflexiva».
Matices hay de sobra en este libro que cuenta con dos ediciones —una en rústica, de precio más asequible, y otra en tapa dura, dirigida a los Autistas más acérrimos— y que conviene paladear poco a poco, con el mimo y la atención que se dedica a los buenos licores. El Aute que forma parte del imaginario sentimental de al menos tres generaciones —enemigo de la guerra y su reverso, la medalla; fundador mítico de Albanta; niño que mira el mar por si al otro lado del horizonte asoma el anhelado giraluna— recorre sus páginas con la fuerza de quien es consciente de que el sueño de la razón produce monstruos, pero también sabe que el raciocinio, sin unas suaves proporciones de ensueño, no conduce a otro lugar que al desatino. Esa convicción es la que ha movido los engranajes de toda su obra, y en su acierto radica la clave fundamental de su vigencia. Conviene devolverle la palabra a Caballero Bonald, porque lo sabe explicar mejor que nadie: «Aute ha ido elaborando un mundo artístico donde cabía el mundo».
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Título: Toda la poesía. Autor: Luis Eduardo Aute. Editorial: EspasaesPoesía. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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