Foto: Juan Martínez
Hasta hace no mucho, cuando uno entraba en la página web de El Nombre de las Cosas, le saltaba de inmediato ante los ojos una de las frases más célebres del inicio de Cien años de soledad, la portentosa novela en la que Gabriel García Márquez buceó en las remembranzas y los mitos de su propia infancia para levantar el universo de Macondo: «El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Era una buena manera de sintetizar los porqués de una aventura —porque suena feo referirse a El Nombre de las Cosas como una simple empresa— que no era más que la materialización del amor que Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) comenzó a sentir por las palabras a una edad bien temprana. Se trata del mismo amor que le condujo a pergeñar algunos libros indispensables a la hora de asomarse al paisaje de la poesía española contemporánea —Aquelarre en Madrid (1983), Gran Vía (1990), La semana fantástica (1996) u Hotel vivir (2015), por citar sólo unos pocos— o de instalar en la biblioteca de Grado (o Grau, por emplear el topónimo oficial, mucho más pertinente) el Aula de las Metáforas, una iniciativa prodigiosa que acumula miles de títulos gracias a las donaciones del propio Beltrán y otros generosos mecenas y que ha convertido esa pequeña localidad asturiana en una meca para los lectores de poesía.
Conviene aclarar una cosa antes de seguir: a Fernando Beltrán y a quien esto firma nos une una amistad que se inició hace ya más de una década. No creo, sin embargo, que mis palabras suenen excesivas porque no conozco a nadie que lo haya tratado sin llegar a la conclusión de que el personaje que nos ocupa es uno de los tipos más lúcidos, buenos y generosos con los que se puede tropezar uno en la procelosa jungla de las letras. Y aclaro todo esto porque, tras leer La vida en ello (Universidad de Valladolid), he cerrado el libro con la impresión de que sus páginas contienen las esencias más personales del Fernando al que he tenido la suerte de ver a pie de obra, ese hombre de la calle capaz de vislumbrar atisbos de belleza allí donde la mayoría sólo hallamos escenografías cotidianas y prosaicas. «Me preguntan si escribo con el corazón o con la cabeza», se lee en uno de los capítulos, «y contesto con los dos al tiempo, pero más aún con los pies, que son al fin y al cabo los que transportan a ambos de un lado para otro».
Se trata de un volumen coordinado por el profesor Leopoldo Sánchez Torre que reúne textos de diversa índole —hay intervenciones públicas, artículos de prensa, prólogos, retales de conversaciones y hasta fragmentos de un libro inédito— en los que Beltrán, a lo largo de los años, ha venido dejando diseminadas pistas sobre su vida. Pasajes de un fructífero periplo vital en el que se suceden evocaciones autobiográficas, homenajes a maestros y amigos o reflexiones sobre la formación sentimental y literaria. Hay en todos mucha emoción y mucha verdad. Hay, también, ese asombro permanente que exhibe siempre Fernando Beltrán ante las cosas del mundo, esa vocación de mantener la inocencia a salvo aun en las circunstancias menos propicias al ensueño.
Podría poner muchos ejemplos de por qué la lectura de este libro es uno de esos placeres a los que uno sucumbe con placer en las horas muertas de las tardes, pero quiero detenerme sólo en dos que, por razones estrictamente personales, me resultan bastante próximos. El primero, «La lluvia siempre vuelve», lo leyó en el otoño de 2007 en las jornadas de escritores de Pravia, allá por las fechas en que nos conocimos, y es una larga divagación acerca de los recovecos semánticos que se agazapan tras el sintagma tierra natal. En él, el hombre que convirtió Oviedo en Lloviedo comienza extraviándose en reminiscencias familiares —«De toda la ropa que heredé de mi padre, conservo sus guantes, su gabardina y dos pares de zapatos que me hacen daño al andar, como cuando vivíamos juntos. Conservo también la sorpresa de usar la misma talla en casi todas las prendas, después de habernos creído tan diferentes, después de habernos equivocado tanto»— para culminar en una revelación tan audaz como gozosa: «La lluvia siempre vuelve, porque no se fue nunca. La lluvia siempre vuelve, también, porque sabe que aún quedan muchas cosas por decir y cada vez menos tiempo para hacerlo. Lo amado se deshace, como se van la luz, los padres, los inviernos, el amor, la verdad y las ventanas, como se va de pronto hacia uno mismo sin saber siquiera dónde estás». El segundo, «Aula de las Metáforas», contiene la intervención que pronunció el día en que se inauguró en Grau, la villa donde viniera al mundo su progenitor, la que quizá sea su criatura más querida. El carácter singular de aquella fecha vino dado desde su misma ubicación en el calendario —fue un 29 de febrero, uno de esos días que se repiten cada cuatro años— y quedó refrendado con una gigantesca e inusual nevada que tiñó de blanco el occidente asturiano. Las palabras que Beltrán dijo en esa ocasión terminaron de subrayar la magia de una velada que ha quedado inscrita con letras de oro en la historia reciente de la cultura norteña. Dijo entonces: «Se sabe dónde comienza, pero jamás dónde concluye una metáfora. Pone el poeta un paisaje ante sus ojos y la vista de pronto se desborda en montañas de tinta, o en océano de letras, o en un bosque de versos simplemente que al final intentan, sin conseguirlo nunca, suplir a una mirada, que es, o sería al fin y al cabo, otro poema perfecto».
Todo en Fernando Beltrán, que vive de ponerles nombres a las cosas para que no haya que señalarlas con el dedo, es una gran metáfora. Quizá sea una metáfora también él mismo. El hombre de la melena brava y encanecida, de las gabardinas larguísimas, de las bufandas al viento, aparece y desaparece con la misma facilidad con la que brota y se disuelve la espuma de sus versos para permanecer luego, indeleble, en la memoria. Nos vimos por última vez hace unas semanas, en una cafetería cualquiera, y en los escasos minutos que transcurrieron entre la llegada de su autobús y el abordaje de un taxi le dio tiempo a condensar en el fulgor de unas pocas palabras todo el resplandor de la amistad y las complicidades. Luego se despidió poniendo entre mis manos este libro. «Aquí una parte contra viento y a favor de marea de mi vida», escribió en las páginas de respeto a modo de dedicatoria, pero es en realidad su vida entera la que queda desnuda en sus renglones. Esa vida que a él le va en ello, por suerte para nosotros.
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