Con motivo del centenario del Desastre de Annual la editorial Destino recupera la novela de Lorenzo Silva El nombre de los nuestros, en una edición revisada cuyo apéndice del autor, «Un siglo después: Post scriptum a la edición de 2021», publica Zenda.
Un siglo después
Post scriptum a la edición de 2021
«A la memoria de los que no tienen nombre» está consagrada la construcción histórica según Walter Benjamin, que así lo escribió en una nota a sus conocidas tesis Sobre el concepto de Historia. Tiene uno serias dudas, como las tenía el propio Benjamin, de que buena parte de la historiografía acepte esa misión y la responsabilidad que lleva aparejada. Los libros de Historia, y no digamos los manuales escolares, tienden a explayarse en el recuento de las hazañas y los desmanes de los personajes ilustres, mientras ignoran las cuitas de los que están a pie de obra: esos seres anónimos cuya peripecia queda velada y cuyo perfil se traga para siempre el olvido.
El nombre de los nuestros, desde su mismo título, proclama su radical compromiso con los peones de la Historia. En este caso, con los cerca de diez mil soldados que en el verano de 1921 perdieron la vida en el territorio del Rif comprendido entre Annual y Melilla y acabaron en su inmensa mayoría sepultados en fosas comunes, después de pudrirse al sol durante meses. Nunca sabremos el número exacto y nunca tendremos la lista de sus nombres. Las autoridades de la época no consideraron necesario hacerla, y los historiadores que con celo encomiable lo han intentado en los cien años transcurridos desde aquel desastre no han podido pasar de ofrecer aproximaciones al censo de los caídos, tan arduas como incompletas. Por eso elegí representarlos a través de personajes de ficción, con nombres también ficticios, para no honrar en mi relato literario la memoria de unos por encima de la de otros. Esa es la razón de que incluso aquellos que tienen un trasunto real y nombre conocido no aparezcan aludidos por este, que tengo otro poderoso motivo para evitar: en la novela no aspiro a hacer un retrato fidedigno de aquellas personas, y menos aún a levantar un atestado de sus actos en aquellas horas trágicas, de los que en algún caso tenemos un testimonio demasiado somero. Preferí, para tratar de acercarme al sentido de lo que vivieron, tener libertad para fabularlos.
Sin embargo, en los veinte años que la novela lleva circulando por ahí, algún lector, conocedor de los acontecimientos históricos, me ha afeado que no recogiera en el libro los nombres reales de las personas que se hallan tras la urdimbre ficticia de algunos de mis personajes. Según su reproche, viene a ser una paradoja que una obra que trata de reivindicar la dignidad de unos soldados abandonados, sacrificados y olvidados omita dar razón de quiénes fueron aquellos a quienes sí se recuerda. En su día pensé que no era necesario consignar unos nombres que pueden encontrarse en los libros y documentos relativos al desastre, pero la queja me hizo comprender que no todo el mundo tiene acceso a ese material documental y que no sobraba anotar, para quienes lo desconocieran, quiénes fueron los seres de carne y hueso en los que en algún caso se inspiran, siempre libremente, mis criaturas de ficción.
Por eso me permitirá el lector que acabada la novela tenga la deferencia de leer estas líneas —prescindibles y añadidas a posteriori—, recordar antes de nada esos nombres que no están en su texto ni figuraban en la edición original. Para ello, tendré que decir que el coronel Morán de la ficción está inspirado en el coronel Gabriel de Morales, atento estudioso de la idiosincrasia rifeña y de la historia de Melilla y un buen consejero al que el comandante general de la plaza y responsable militar de la catástrofe, Manuel Fernández Silvestre, no supo en su día escuchar, como le recomendaba su superior y alto comisario, el general Dámaso Berenguer. El sargento Badía del capítulo 19 se alimenta del talante y las vicisitudes del sargento Francisco Basallo, médico improvisado que salvó la vida de no pocos prisioneros tras la derrota y que contó lo vivido en manos del enemigo en sus Memorias del cautiverio. Él nos atestigua que el prisionero que se detuvo a besar los cráneos de los cadáveres de Sidi Dris antes de darles tierra se llamaba Horacio Correa. En cuanto al caudillo de los rebeldes, aludido en la novela como el Jatabi, no puede sino ser, como más de uno habrá adivinado, trasunto de Mohamed ben Abd elKrim el Jatabi, el antiguo colaborador de los españoles que galvanizó y dirigió la violenta respuesta de las tribus rifeñas al verse despreciadas por Silvestre.
Hay más personas reales tras los personajes de ficción. En Afrau hubo en efecto un teniente de artillería que quedó al mando de la posición porque el titular estaba de permiso: en la novela no se dice su nombre, pero se llamaba Francisco Gracia Benítez. A su muerte lo reemplazó, como en la ficción, el teniente jefe de la sección de ametralladoras, Rivas en la novela, cuyo nombre real era Joaquín Vara de Rey. En cuanto a la protección de la evacuación final, quien de veras la asumió, heroicamente, fue el cabo Mariano García Martín, que después de recibir un tiro en el vientre, y dándose por perdido, se quedó solo disparando contra el enemigo que acosaba a la columna.
Por lo que toca a Sidi Dris, el comandante de la posición de la novela evoca a dos personas diferentes, reunidas en un solo personaje por conveniencias de la ficción: Julio Benítez y Benítez, que la mandaba a principios de junio de 1921, cuando sufrió el primer ataque —y que moriría al mes siguiente al frente de la posición de Igueriben—, y Juan Velázquez y Gil de Arana, que padeció el duro destino de sostenerla hasta que ya no pudo resistir más y pereció junto a la mayoría de sus soldados. A esta posición se acogió con sus hombres el capitán que mandaba la de Talilit, cuyo nombre también nos consta: se llamaba Benigno Ferrer. Y en Sidi Dris había en efecto un teniente médico: Luis Hermida Pérez. Debo el conocimiento de su nombre y de su rostro a Isabel García del Pino, bisnieta de un matrimonio con el que la familia del joven doctor mantenía amistad y al que regaló su foto. Reconozco que al ver en ella los ojos de aquel hombre sentí un estremecimiento.
Finalmente, el cañonero Laya lo mandaba en el verano de 1921 el capitán de fragata Javier Salas González, con quien se correspondería, aunque no trata de representarle, el comandante del buque en la ficción. En la fallida evacuación de Sidi Dris murió junto a ocho marineros el alférez de navío José María Lazaga Ruiz. Fue el alférez Pedro Pérez de Guzmán el que mandó la flotilla de botes tanto ese día como el siguiente, en socorro de Afrau.
Los protagonistas de la novela, comenzando por el alférez Veiga, del Laya, y continuando con el soldado Andreu, el cabo Amador y el sargento Molina, son creaciones del novelista, con el ánimo de transmitir al lector el carácter y el destino de aquellos hombres que se vieron envueltos en una tragedia que los superaba y fueron tragados por ella o lograron a muy duras penas sobrevivir. En el último de ellos, el sargento Molina, hay además una trasposición de mi abuelo, Lorenzo Silva Molina, que sirvió durante seis largos años en la campaña africana —aunque no estuvo en la zona de Melilla, sino en las de Larache, Tetuán y Ceuta— y a quien debo, a través de la narración oral recibida por conducto de mi padre, buena parte de los detalles que me sirven para evocar la áspera cotidianidad de aquellos soldados.
El miedo de los reclutas, la lealtad y la amistad de algunos miembros de las tropas indígenas, las descubiertas de la aguada, los que pagaban por no hacerlas, los piojos irreductibles, las corruptelas, las sórdidas cantinas, incluso el mono Luisito y el perro Macuto, están extraídos de los recuerdos de aquel hombre al que en plena juventud sacaron de su pueblo en los montes de Málaga para enviarlo a una guerra que iba a marcarlo de por vida. Por eso en la edición original la cubierta era una fotografía de mi abuelo junto a sus hombres, tomada hacia 1924 en una posición africana, y en la que por cierto podía verse al perro y al mono, que eran dos miembros más de la guarnición. Ser su nieto y haber recibido este legado me imponía casi el deber de escribir esta novela, para la que tenía el material más precioso al que puede aspirar un narrador: la experiencia honda y auténtica, rica en pormenores, contenida en ese relato oral guardado y transmitido celosamente que es la madre de todos los relatos. Antes de escribir la novela me esforcé por completarlo con un exhaustivo trabajo de documentación, a través del viaje físico a los escenarios de la novela y de la lectura y análisis de muchos otros testimonios. Creo que si algo puede aportar la literatura a la memoria de los hechos históricos, en un terreno distinto del de la historiografía, y sin aspirar a competir con ella, es entregar al lector, a través de sus recursos propios, esos fragmentos de verdad genuina que según Benjamin sólo encuentran su lugar en la obra de arte, y que conforme a la enseñanza de Stendhal habitan justamente en los detalles.
Lo que narra El nombre de los nuestros es sin duda una tragedia, que ocupa un lugar central dentro de otra más amplia, la costosa aventura colonial de los españoles en el norte de África en el primer cuarto del siglo pasado. Una empresa que no sólo tuvo una significación enorme en la trayectoria personal de tantos jóvenes como mi abuelo —y en su conformación como individuo y la herencia que iba a transmitir a quienes de él descendemos— sino también en la propia historia de España. Lo sensacional del caso es que esa significación la sintetizó con exactitud pavorosa, antes de que la aventura se iniciara siquiera, alguien que no llegó a vivirla. En 1897, Ángel Ganivet publicó un libro titulado Idearium español, donde prevenía así respecto de lo que entonces era sólo una posibilidad que acariciaban ciertos sectores de la sociedad española: «¿Puede darse absurdo mayor que una empresa colonial de España en África? Más tarde recibiríamos el pago: un desastre económico, una guerra civil, otro ensayo republicano, un nuevo ataque a nuestra independencia, cualquiera de esas cosas y otras peores a elegir». Ganivet se suicidó en 1898, pero todos sabemos de qué forma se concretó su augurio en la tercera década del siglo siguiente, en gran medida como consecuencia de los destrozos que provocó la guerra marroquí, y muy en especial del desastre de julio de 1921 en la zona de Melilla, al que se acabó imputando la pérdida por parte del rey Alfonso XIII de su corona y al que cabe atribuir, en última instancia, la sucesión de acontecimientos funestos que vino después.
Sin embargo, y pese a la importancia que estos errores trágicos tienen en el curso de la historia de las comunidades —como ya subrayó Tucídides en la Historia de la guerra del Peloponeso, a propósito del fracaso de Atenas en la expedición contra Sicilia, determinante de su decadencia—, la clave que subyace en la construcción literaria de El nombre de los nuestros va más allá de la relevancia histórica de los hechos en los que se inspira. Conecta con una idea que trasciende este ámbito para situar la experiencia de aquellos hombres en el meollo mismo de la condición humana y de su expresión a través del acto de narrar. Nadie la ha enunciado mejor que, una vez más, Walter Benjamin, en este pasaje de uno de sus más bellos textos de crítica literaria, titulado El narrador: «No sólo el saber o la sabiduría de los hombres, sino, sobre todo su vida vivida (material del que surgen las historias) adopta una forma transmisible en el moribundo; en sus gestos y miradas surge lo en verdad inolvidable, comunicando a todo cuanto estuvo relacionado con él la autoridad que hasta el último bribón tiene al morir para los vivos que lo rodean». Y yendo aún más allá, sentencia: «La muerte es la sanción de cuanto puede contar el narrador. De ella toma prestada la autoridad que ostenta».
La mortandad de la que se nutre la historia contada en este libro posee esa autoridad inapelable y sobrecogedora, aunque el pueblo cuyos infelices hijos la protagonizaron apenas la recuerde y sobre las lomas que ocuparon las posiciones de Talilit, Sidi Dris o Afrau nadie se haya molestado en dejar la menor constancia, en homenaje a los hombres que allí lucharon y cayeron. A una de ellas, Sidi Dris, cuyo paisaje, todavía casi virgen, es tal vez el más evocador, he regresado varias veces. Todo lo que queda son algunas piedras y restos de alambrada, correajes o cartuchería, de los que a la vista del abandono me permití tomar alguna muestra que guardo en mi casa. Rebuscando en la tierra rojiza del lugar, se tropieza uno con innumerables y diminutas esquirlas blancas, lo que tiene una atroz explicación. Cuando la loma estaba todavía en poder del enemigo, y aun después, los barcos de la Marina de guerra española la bombardearon más de una vez, en maniobras de hostigamiento o para hacer prácticas de tiro. Alguno de los cañonazos debió de alcanzar la fosa común donde, como se cuenta en la novela, los cadáveres de los soldados fueron enterrados in situpor sus compañeros cautivos. Esas son las peculiares honras fúnebres que recibieron de su país unos hombres que lo perdieron todo por defender su bandera a muchos kilómetros de sus pueblos y de sus madres, en el corazón de un territorio hostil donde quedaron abandonados a su suerte, sin que nadie se ocupara siquiera de hacer la lista completa de sus nombres.
Cada vez que he vuelto allí, cada vez que he contemplado el horizonte azul desde esa tierra roja como la sangre me he acordado de ellos y he sentido que escribir este libro es uno de los pocos actos verdaderamente justos y necesarios que podrán anotarse en mi biografía. Casi un siglo después de su holocausto, siguen sin tener placa ni monumento que los honre, más allá del que bajo la advocación genérica «A los héroes y mártires de las campañas» se encuentra en la ciudad de Melilla. Poca cosa es un libro, y más en los tiempos que corren, pero quiero creer que estas páginas, que son un acto de rebelión contra su olvido y contra la indignidad de hurtarles el nombre, restituyen al hecho de su muerte, así sea de forma simbólica, el valor incalculable que tuvo: como consumación de su existencia, como iluminación para quienes vinimos luego y como simiente de una conciencia que nos redima de la inconsciencia y de la injusticia que propiciaron el sacrificio de sus jóvenes vidas.
Illescas, 4 de junio de 2020
***Las fotos del artículo son del autor de la novela, Lorenzo Silva.
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Autor: Lorenzo Silva. Título: El nombre de los nuestros. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros y Amazon
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