LOS TRECE ESCALONES, XIX: EL NORMANDO
Lo apresaron al inicio de la primavera, justo cuando la pequeña ciudad renacía entre el fulgor macilento de las últimas nieves. Estaba acusado de pillaje y otras atrocidades, y dado que era el único bárbaro al que las tropas del gobernador habían logrado echar el guante, nadie dudaba de que su martirio sería largo. Debía servir de ejemplo y distracción tras aquel invierno interminable. No parecía haber prisa por juzgarle. Los días crecían, el sol bendecía la tierra con su calidez, las matas de saúco volvían a mecerse en el vado del Boyne, y todos los chiquillos del lugar se acercaron furtivos al muro del castillo, para poder espiar al Normando a través de la reja.
—Es un brujo —decían unos.
—Es un demonio —apuntaban otros.
—Se come a los niños desobedientes —apostillaban las madres, tratando de alejar a sus vástagos de aquel tragaluz que parecía atraerles como un mal encantamiento.
—En el nombre del cielo, qué fascinación… —protestaban.
—Parece que los tenga hechizados…
—Y mira que es feo como un pecado…
—Es un salvaje. Un diablo. Está podrido hasta el tuétano.
—Espero que el gobernador lo ahorque de una buena vez.
—Antes le darán tormento.
—Bien merecido lo tiene, por hereje.
Y en eso, todos en la villa estaban de acuerdo. Salvo Aoife. Poco se sabía de aquella joven callada y hosca, salvo que el gobernador la había acogido bajo su techo y que su esposa no le tenía especial simpatía. Junto a los fogones se comentaba que era hija del bastardo y de alguna de sus incontables amantes. Al señor de aquellas tierras no parecía importarle demasiado. La niña contaba con su afecto. Quizá porque eran iguales. Esquivos, de pocas palabras, un tanto bruscos. Perdidos casi siempre en sus pensamientos, como si los asuntos mundanos les molestaran.
Aoife había cumplido dieciséis años días después de la Natividad del Señor, pero el gobernador se resistía a presentarla debidamente y no quería ni oír hablar de buscarle un marido. Cualquier intento de cortejarla caía en saco roto. Al terrateniente no le agradaba ningún candidato. A ella solo le interesaban sus paseos por la orilla del río, los libros que devoraba sentada sobre la hierba… y la reja del muro. Tampoco Aoife se había librado del inquietante influjo del Normando. Cada mañana acudía sigilosa al vano, y atisbaba en el oscuro interior hasta que sus ojos adivinaban las formas. El prisionero apenas cambiaba de posición, siempre sentado en el húmedo suelo, la espalda contra la pared de piedra. Costaba creer que no fuera un demacrado espectro. Durante más de dos semanas, el Normando no dio muestras de interés por aquella visitante silenciosa. Después, empezó a anticiparse a su llegada, y Aoife fue testigo de que, pese a permanecer obstinadamente mudo y quieto, sonreía. Hasta que, por fin, un día abrió los ojos para ella. No hablaron. No hubieran logrado entenderse.
La víspera de su ejecución, Aoife acudió puntual a la cita, y, como de costumbre, se acuclilló junto a la reja, sosteniendo un libro en su regazo.
—No tienes miedo —musitó de pronto.
No era una pregunta, sino más bien una observación. El Normando se mantenía inalterable, como ajeno a su propio destino. La miró con sorna, esbozando una sonrisa artera.
—Yo, libre —dijo, con la voz cascada y ronca por los largos meses de aislamiento—. Tú, prisionera.
Para que no hubiera dudas, la señaló sin miramientos e hizo un gesto inequívoco, entrechocando las muñecas. Después, se tocó la sien y aleteó con los dedos.
—Yo también soy libre —afirmó la niña, alzando la barbilla con gesto orgulloso. Le mostró el libro entre los barrotes, esperando que él se riera con desdén. No hubo burla. El Normando asintió, comprendiendo.
La noticia de que el reo había logrado escapar, escabulléndose en la oscuridad de la noche, corrió como el viento de enero. No hubo forma de averiguar quién había sido su cómplice. Años después, aún se repetía la historia, convertida ya en leyenda, deformada y exagerada, salpicada por fantasías improbables, romances secretos, traiciones, ejércitos fantasmales e incluso pactos con el maligno.
Aoife había alcanzado la vejez cuando una bochornosa tarde de verano, en otra ciudad, casi en otra vida, se estremeció de pies a cabeza ante la visión de un ahorcado. Sobrecogida, se persignó en un gesto rápido y lleno de aprensión, mientras el recuerdo de unos labios fríos le detenía el pulso.
—Rezaré por ti —le había dicho entonces, ingenua y arrebatada, en otra ciudad, casi en otra vida, cuando se despidieron al romper el alba en la pálida neblina del bosque.
El Normando la miró con una mezcla de malicia y ternura, pronunciando una única palabra, solo una, que Aoife entendió que debía de ser su nombre. Logró atesorarlo algún tiempo. Después, tras muchas primaveras, se le había terminado escurriendo entre los dedos, borrándose de su memoria.
Escrutó el cadáver, conteniendo el aliento. El mismo rostro. Los mismos ojos. Un hijo, quizá. Tal vez un nieto.
—¿Os encontráis mal, señora? —preguntó una joven cargada con un cesto.
—Es el calor —respondió la anciana, forzando una sonrisa.
No había vuelto a pensar en él, pero, como un inesperado trueno en medio de una mañana despejada, le resonó dentro del pecho. Sven. Sven. Lo repitió en un murmullo tenaz, decidida a no volver a perderlo. Se ajustó el chal, respiró hondo y cruzó la plaza sin mirar atrás.
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