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El número

Tadeo retiró el número verde del artefacto. Era un almacén de chacinados en Curupa, Provincia de Buenos Aires. Le habían hablado maravillas del embutido del pueblo. Todo le sonaba mal: chacinado, embutido, del pueblo. Pero se había ausentado más de la cuenta, en aquel viaje comercial, y su esposa le había pedido específicamente esa reliquia artesanal, como el impuesto obligado en alfajores que paga el viajero a Marpla. No podés volver de La Feliz sin una caja de alfajores de regalo, aunque no tengas parientes, ni amigos ni compañeros de trabajo. En el peor de los casos le ofrendas la caja a un Dios desconocido. Pero una caja de alfajores de regalo procede. Otro tanto ocurría en Curupa con los así llamados chacinados. Lorena, la esposa, apuntó la compra del chacinado, no para ella, sino para su padre, Ramón. Llevar un salame para mi suegro, pensaba Tadeo. A eso se redujo mi existencia. Acabo de vender y comprar el equivalente a la mitad de nuestro patrimonio. Pero Lorena solo piensa en si cumpliré o no con el recado.

Meses atrás, a poco de cumplir los sesenta años, Tadeo se había prometido nunca más hacer fila. Ahora se sumaba a sus tantas promesas incumplidas para consigo mismo. Era el número 20, verde, en esos papeles del siglo pasado, utilizados esencialmente para rifas y turnos de farmacia. Esos papeles deprimentes habían sobrevivido al siglo XX. No se los había llevado puestos internet ni cualquier otro adelanto. ¿Cómo habían sobrevivido aquellos pequeños billetes cuadrados, despreciables, de colores pastel (ojalá Tadeo supiera lo que significaba “color pastel”); mientras que los boletos capicúa, fragantes y misteriosos, se habían extinguido cual dinosaurios?

"El desaire que le había hecho al no admitir su número, al cantar el 21 sin pasar por el 20, podía ser el comienzo de una simpatía. Pero no de una amistad con Cosme"

La actualidad era el futuro. Solo faltaban los autos voladores. Y sin embargo, el papelito verde número 20 aún garantizaba su lugar en la fila. El local, el más importante del pueblo, estaba repleto. Allí no entraba el frío, soberano en el resto de la comarca. El ambiente saturado le recordaba a Tadeo el acumulamiento de los ciervos en la jaula del zoológico porteño, para combatir las heladas del invierno. Ni el zoológico ni los ciervos existían ya en Plaza Italia. Pero el papel verde número 20 sí, entre sus dedos, hecho una trompetita. 21, cantó en acento castizo Cosme, el dueño de la chacinería.

20, gritó Tadeo, tengo el 20.

21, repitió Cosme. Tadeo se lanzó contra el mostrador. Pero ni Cosme, ni su hija, Angelina, le prestaron atención. Angelina transitaba erguida los 50, y atendía imponente. En cualquier caso, no le admitió el 20. Tadeo meditó acerca de cómo tallaba la atracción en ese rechazó inexplicable. Mientras que con Cosme se hubiera trenzado a trompadas, con Angelina hubiera ido a tomar un café. Hablemos de esto que nos pasó, le hubiera propuesto Tadeo. El desaire que le había hecho al no admitir su número, al cantar el 21 sin pasar por el 20, podía ser el comienzo de una simpatía. Pero no de una amistad con Cosme. Aunque si Angelina aceptaba el diálogo bilateral para resolver el diferendo, quizás Cosme finalmente se aviniera a conversar también amigablemente: un suegro amigo. Tadeo nunca había considerado esa posibilidad. Un suegro amigo. Tampoco tenía amigos. Pero la conjunción de ambas palabras siempre le había resultado incómoda.

"¿Cómo se llamaba el artefacto del que se desprendían los papeles para el turno? ¿De qué tenía forma? Parecía una nave espacial del pasado"

De convertir a Cosme en su suegro, amigo o no, Tadeo se libraría de regalarle un salame al regresar de Curupa. Ni siquiera debería marcharse de Curupa. Ya estaba para vivir en cualquier parte, con tal de no hacer fila. Cotejó sus opciones: insistir en que tenía el número 20. Retirar otro número. Mandarse a mudar. Comprar un salame en cualquier otro comercio. ¿O estaban etiquetados?

¿Qué le podía importar a Ramón si el salame provenía de Curupa o de Mercedes? ¿Por qué el ser humano hacía fila? Cualquier evento que requiriera de una fila debía ser inmediatamente descartado. Tadeo había aprendido a desertar de la peluquería, de la ferretería,  de la verdulería —supuestamente cada una las mejores en su rubro—, cuando había fila, cuando debía pedir turno, cuando por cualquier motivo se demoraban más de un par de minutos. Ningún lugar está lejos, se llamaba el best seller de Richard Bach. Lo mismo valía para cualquier negocio del ramo que fuera: hay otra peluquería, otra ferretería, otra verdulería. La lechuga no se va a ofender porque la compres en otro lado. El pelo no crecerá ni dejará de caerse. El tarugo puede esperar. El hombre no. ¿Cómo se llamaba el artefacto del que se desprendían los papeles para el turno? ¿De qué tenía forma? Parecía una nave espacial del pasado. Una nave para viajar a Marte, ya caduca: nunca utilizada, y finalmente descartada. Podía haber funcionado cincuenta años atrás. Pero por algún motivo nunca la activaron.

Salió con viento fresco, literalmente; aliviado de abandonar aquel calvario estático y sofocante. Guardaba el 20 verde en el bolsillo. Por una vez, no lo había perdido. Ese veinte verde no cambiaría de valor. Era una divisa inmutable. No importaba si Biden confundía a su tía con un florero o le disparaban a Trump.

"Espontáneamente, sin pensarlo, Tadeo le ofreció su número verde. El maitre asintió, pero señaló a la clienta solitaria de la computadora"

Pero el auto no arrancaba. Se había enfriado el motor, o alguna de esas leyendas. Las cosas funcionaban o no funcionaban. O volvían a funcionar. No había explicaciones ni remedios. Repentinamente Tadeo divisó una pulpería: ofrecían tamales, humitas, locro. Pocos comensales. Tadeo llamó por el celular a Lorena para explicarle que regresaría al día siguiente. Pero no había señal.

Dentro del restaurant regional, una mujer solitaria escudriñaba la pantalla de su computadora. Lo recibió una suerte de maitre telúrico apenas atravesó la puerta. Espontáneamente, sin pensarlo, Tadeo le ofreció su número verde. El maitre asintió, pero señaló a la clienta solitaria de la computadora. Los manteles eran densos, limpios, tersos.

Perplejo, Tadeo le ofrendó su número verde a la dama.

—Veinte —dijo ella, antes de aceptar el papel y asentir, sin asombro.

Tadeo ocupó la silla de enfrente, en la misma mesa. Eugenia sonrió. El turno que había retirado en la fábrica y despensa de chacinados, correspondía a otra instancia. Aún restaba averiguarla.

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