Considero que el oficio de novelista tiene dos servidumbres inabdicables; la primera y capital es la obligación de plegarse a la voluntad del personaje; o sea, dejarlo discurrir y que vaya dictando los sucesos que compondrán la novela, sin torcerle las querencias. Ya uno, en su potestad de relator, impone demasiado y a sus anchas. Para comenzar, ha escogido el asunto con que estremecer o divertir al lector. Algo que, en un primer momento, no es sino una sospecha a dilucidar o un problema moral que le acucia y que, luego, guiado por las andanzas del protagonista, vertidas fielmente sobre un puñado de folios, se tornará en eso que denominamos novela. Al punto que el escritor será —o debiera ser— el primer sorprendido al descubrir cómo concluyó aquel vago y tan picajoso barrunto que le obligó a sentarse a escribir día tras día.
La segunda servidumbre del novelista es la devoción por las palabras. Estas las ofrece la tradición impresa y, por supuesto, el vagar por las calles ojo avizor. Ambos ejercicios, tanto el dejarse las pupilas entre los maestros antiguos de la lengua y escrutar con meticulosidad de cirujano sus mañas y dichos, como el arrimarse a un corro vocinglero y atrapar sus requiebros guasones o sus improperios encabritados, son veneros imprescindibles para el novelista. Y aunque el novelista no sepa cuándo va a servirse de ellos, sin embargo sí tiene una certeza: en cualquier momento —más bien en un futuro vagaroso, absolutamente, vagaroso— para hacer latir a uno de sus personajes, deberá extraer de su memoria esa expresión o aquel ademán. Pues el novelista también sabe —o debiera saber— que si sus meninges no albergan tales palabras y gestos con una viveza de antes de ayer, más aún, si no los ha estudiado con delectación, no podrá imbuírselos con soltura a un personaje cuando este los requiera, y por tanto, le nacerá muerto o como uno de aquellos recortables de soldaditos que se plantaban sobre su base de papel, para formar, sobre el tapete de la mesa camilla, un desfile de mucha figuración, pero sin vida ni emoción alguna.
De ahí que el novelista emparente con el antropólogo en su curiosidad por husmear, escuchar, descubrir y hasta peritar ambientes; cuantos más y más variados, mejor: desde el más alto estrado hasta el más ínfimo y sórdido tabuco. El novelista, pues, ejercita —o debiera ejercitar— la contemplación porosa e insaciable. Y por distante y hasta petulante que se nos antoje este ejercicio, no es más que otra de las servidumbres ineludibles de su quehacer, sin la cual el novelista no nutrirá el acervo de su imaginario y, por tanto, su capacidad para plasmar la circunstancia donde, a la vuelta de un punto y aparte y de forma imprevista, lo conduzca el protagonista de su relato.
Asunto derivado de lo anterior, pero en absoluto menor, es la sensualidad de una novela. Bien explícitamente con los adjetivos oportunos o bien con algunas otras artimañas narrativas, la temperatura, el cromatismo y hasta los hedores o aromas que provoque en la mente del lector —que son armas sutiles y muy necesarias para emocionarlo y embeberlo— dependen, como se colegirá, tanto del empeño para coleccionar términos y expresiones como de la curiosidad andariega del novelista. Es más, de la sólida mezcla de ambos nutrientes —que no es cosa fácil, pues requiere de muchas y frustrantes probaturas— el escritor suscitará en el lector la realidad del protagonista sin que su evocación eche nada en falta; al contrario, conseguirá que se instale en ella con toda naturalidad.
Trabando, con el debido disimulo, el anterior sensualismo del relato o eso que convenimos en designar como “ambiente de una novela”, discurre el ritmo; esto es, la prosodia, que bien pudiera ser larga y densa o breve y afilada. Aunque, a mi parecer, el ritmo general de una novela debería amoldarse a los requisitos de la trama —es decir, a la situación existencial del protagonista—, con sus excepciones, cuando variará de cadencia —o sea, de sintaxis y de abundancia en los calificativos— para mayor resonancia de este o aquel pasaje.
Cuestión muy distinta, pues en ella poco o nada interviene el protagonista, dado que la determina el frío y racional truco, es la arquitectura final que presente el relato. La variedad de planos espaciales y temporales o de voces con que se urda una novela es un dominio exclusivo del escritor, y este acierta si tal andamiaje fortalece la trama y yerra si al lector se le antoja impostado. Entonces es que, por torpeza o por un descuido, el novelista enseñó el truco, y el lector, claro, acabó distanciándose de la peripecia en cuanto percibió que estaba ante una novela y no embebido en un retazo de vida que fluía a borbotones, renglón tras renglón.
Llegados a este punto, se adivinará que no soy partidario de esas novelas planificadas con antelación a su escritura, pues suelen abocar —y más si flaquean de vocabulario y discurren entre convenciones— en ese desfile de soldaditos de papel de la mesa camilla de nuestra infancia; o sea, carecen de aliento vital. Y la novela es un reflejo o una destilada parábola de la vida y, como la misma vida, fluye incesante y hasta atropelladamente, al extremo de que el novelista no es más que un médium que convoca al personaje, pero para que esta convocatoria tenga un vigoroso y eficaz efecto, ha de nutrir su mente de palabras y circunstancias y, después, esperar paciente a que le inquiete un asunto, y que este reclame a su adecuado protagonista. Lo que luego ya suceda es la novela misma.
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Autor: Gastón Segura. Título: Las calicatas por la Santa Librada. Editorial: Drácena. Venta: Amazon
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