Tengo que reconocer que permanecí ágrafo durante varios días porque estuve dirimiendo si debería reenfocar mi vocación de escritor hacia la de productor de chistorra.
Quizás suene a broma, o más bien bromatología, pero tras más de 20 años viviendo en Estados Unidos, ya no pude resistir la tentación y sucumbí a la entelequia de convertirme en fabricante de este embutido por el que los navarros sentimos devoción sanfermínica.
Después de investigar diferentes recetas, proporciones de carne porcina y combinaciones de especias, y de adquirir una serie de artilugios e intestinos de cordero, finalmente me entregué a la largamente demorada tarea de ser orfebre de la grasa.
Hice mi propia mezcla de carne picada, machaqué con garbo una cabeza de ajos y vacié un frasco de pimentón dulce cuan deshollinador limpiando una chimenea, para luego amasar todo con mis manos. Puse las tripas ovinas en agua caliente y empecé a rellenarlas, primero con la delicada cautela de quien está a punto de romper una copa de cristal de Bohemia, para pasar luego a la destreza y confianza de un consumado ordeñador de vacas.
Las chistorras fueron emergiendo como sables en una fábrica toledana y no se me ocurrió mejor idea, brillante, por cierto, que colgar las ristras de la lámpara de mi comedor. La escena, aunque dantesca y un punto escabrosa, digna de una película de David Lynch, terminó con final feliz, y mi estómago dichoso por haberse reencontrado con semejante amalgama cárnica.
Ahora, mi hermano Pablo me conoce como el “Mendel de los lípidos”
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