Hacía prácticamente un siglo que no se realizaba una traducción completa de un libro tan importante para la comprensión del funcionamiento de la Naturaleza como El origen de las especies. Hasta ahora, se usaba un texto de principios del siglo XX —o adaptaciones del mismo— y nadie cuestionaba la problemática de manejar un documento tan antiguo. Por suerte, Alianza ha puesto remedio a esta carencia con una nueva traducción de Dulcinea Otero-Piñeiro que recupera la sexta y definitiva edición de esta obra capital del pensamiento occidental.
En Zenda reproducimos la Introducción que el propio Charles Darwin escribió para su El origen de las especies mediante selección natural (Alianza).
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INTRODUCCIÓN
Durante el tiempo que pasé como naturalista a bordo del H. M. S. Beagle, me llamaron mucho la atención ciertos hechos sobre la distribución de los seres orgánicos que habitan en América del Sur y sobre las conexiones geológicas entre los pobladores actuales y los pasados de ese continente. Como se verá en los últimos capítulos de este volumen, aquellos hechos parecían arrojar alguna luz sobre el origen de las especies, ese misterio de misterios, tal como lo ha denominado uno de nuestros mayores filósofos. A mi regreso a casa se me ocurrió, ya en 1837, que tal vez podría desentrañar algo sobre esta cuestión recopilando y considerando con detenimiento toda clase de hechos que pudieran guardar alguna relación con ella. Después de cinco años de trabajo me permití especular sobre la materia y redacté algunas notas breves; en 1844 amplié estas últimas para esbozar las conclusiones que entonces me parecieron probables: desde aquel tiempo hasta el día de hoy he perseguido con perseverancia el mismo objetivo. Confío en que se me dispense que entre en estos detalles personales, pues los doy para mostrar que no me he precipitado al tomar una decisión.
Este resumen que ahora publico es imperfecto por necesidad. No puedo incluir en él referencias ni fuentes autorizadas para respaldar mis afirmaciones diversas, y debo contar con que el lector deposite alguna confianza en mi rigor. Es indudable que se habrán deslizado errores, aunque espero haber tenido siempre la cautela de fiarme únicamente de las buenas autoridades. Aquí solo puedo aportar las conclusiones generales a las que he llegado, junto con unos pocos ejemplos a modo de ilustración, aunque espero que sean suficientes en la mayoría de los casos. Nadie sentirá más que yo la necesidad de publicar más adelante y en detalle todos los hechos, con referencias, en los que se han basado mis conclusiones, y espero hacerlo en una obra futura, porque soy bien consciente de que apenas se discute un solo punto en este volumen sobre el que no se puedan aportar ejemplos que a menudo parecen conducir a conclusiones directamente opuestas a las mías. Solo es posible llegar a un resultado imparcial si se expone y sopesa la totalidad de los hechos y de los argumentos de ambas posturas en cada cuestión, y esto es imposible aquí.
Lamento sobremanera que la falta de espacio me impida la satisfacción de reconocer la generosa ayuda que he recibido de tantos naturalistas, a algunos de los cuales no conozco en persona. No puedo, sin embargo, dejar pasar esta oportunidad para manifestar mi profundo agradecimiento al doctor Hooker, quien en el transcurso de los últimos quince años me ha ayudado de todas las maneras posibles con su gran cúmulo de conocimientos y su excelente criterio.
Al considerar el origen de las especies es muy comprensible que un naturalista, tras reflexionar sobre las afinidades mutuas de los seres orgánicos, sobre sus relaciones embriológicas, su distribución geográfica, la sucesión geológica y otros hechos semejantes, llegue a la conclusión de que las especies no se han creado de forma independiente, sino que han descendido como variedades de otras especies. Sin embargo, aun estando bien fundada, esta conclusión resultaría insuficiente mientras no se demostrara cómo han cambiado las innumerables especies que pueblan este mundo para adquirir esa perfección estructural y coadaptativa que despierta, con razón, nuestro asombro. Los naturalistas apelan continuamente a condiciones externas como el clima, el alimento, etc., como la única causa posible de variación. Como veremos más adelante, esto puede ser cierto en un sentido limitado; pero es absurdo atribuir a meras condiciones externas la estructura, por ejemplo, del pájaro carpintero, con sus patas, cola, pico y lengua tan admirablemente adaptados para atrapar insectos bajo la corteza de los árboles. En el caso del muérdago, que se nutre de ciertos árboles, que necesita que sus semillas sean transportadas por ciertas aves y que tiene flores con sexos separados que dependen por completo de la intervención de determinados insectos para llevar el polen* de una flor a otra, es igualmente absurdo explicar la estructura de este parásito* y las relaciones que mantiene con varios seres orgánicos distintos a partir de los efectos de las condiciones externas o del hábito o de la voluntad de la propia planta.
Es, por tanto, de suma importancia discernir con claridad los medios por los que se producen la modificación y la coadaptación. Al comienzo de mis observaciones consideré probable que un estudio atento de los animales domésticos y de las plantas cultivadas ofreciera las mayores posibilidades para resolver este oscuro problema. Y no me he visto defraudado; en este y en todos los demás casos desconcertantes he comprobado indefectiblemente que nuestro conocimiento, por imperfecto que sea, de la variación en la domesticación ofrecía la mejor pista y la más segura. Puedo atreverme a expresar mi convencimiento sobre el elevado valor de esos estudios, por más que hayan sido desatendidos por los naturalistas con gran frecuencia.
A partir de estas consideraciones, dedicaré el primer capítulo de este resumen a la variación en domesticidad. De este modo, veremos que al menos es posible una gran cantidad de modificación hereditaria; y lo que es igual de importante o incluso más, veremos cuán grande es la capacidad del hombre para acumular ligeras variaciones sucesivas mediante selección. Pasaré luego a la variación de las especies en un estado natural; pero, por desgracia, me veré obligado a tratar este tema con demasiada brevedad, puesto que solo se puede abordar como es debido aportando prolijos inventarios de hechos. Sin embargo, sí estaremos en condiciones de discutir cuáles son las circunstancias más favorables para la variación. En el capítulo siguiente se considerará la lucha por la existencia que mantienen todos los seres orgánicos en todo el mundo, la cual se deriva inevitablemente de su enorme proliferación en progresión geométrica. Esta es la doctrina de Malthus aplicada al conjunto de los reinos animal y vegetal. Si de cada especie nacen muchos más individuos de los que pueden sobrevivir y, en consecuencia, se repite a menudo la lucha por la existencia, se deduce que cualquier ser que varíe, por poco que sea, de un modo provechoso para sí en medio de las complejas y a veces variables condiciones de vida tendrá más posibilidades de sobrevivir y, por tanto, de ser «seleccionado de manera natural». De acuerdo con el poderoso principio de la herencia, cualquier variedad seleccionada tenderá a propagar su forma nueva y modificada.
Esta cuestión fundamental de la selección natural se tratará con cierta extensión en el capítulo cuarto, y entonces veremos que es casi inevitable que la selección natural cause una gran extinción entre las formas de vida menos mejoradas, y conduzca a lo que yo he denominado «divergencia de caracteres». En el capítulo siguiente abordaré las leyes de la variación, tan complejas como poco conocidas. En los cinco capítulos posteriores se expondrán las dificultades más evidentes y más espinosas para aceptar la teoría, que son, en primer lugar, las dificultades de las transiciones, o cómo un ser o un órgano simples pueden cambiar y perfeccionarse hasta transformarse en un ser altamente desarrollado o en un órgano complejo; en segundo lugar, el asunto del instinto o las capacidades mentales de los animales; en tercer lugar, el hibridismo o la infertilidad de las especies y la fertilidad de las variedades cuando se cruzan entre sí, y en cuarto lugar, la imperfección del registro geológico. En el capítulo siguiente consideraré la sucesión geológica de los seres orgánicos a través del tiempo; en el duodécimo y decimotercero, su distribución geográfica en el espacio; en el decimocuarto, su clasificación o afinidades mutuas, tanto en la madurez como en su estado embrionario. En el último capítulo brindaré una recapitulación breve de toda la obra y algunas conclusiones finales.
A nadie debería sorprender lo mucho que queda aún por explicar sobre el origen de las especies y de las variedades si se tiene en cuenta el profundo desconocimiento que tenemos sobre las relaciones mutuas entre los numerosos seres que viven a nuestro alrededor. ¿Quién es capaz de explicar por qué una especie está muy difundida y es muy numerosa, y por qué otra especie afín tiene una distribución reducida y es rara? Y, sin embargo, estas relaciones son de la máxima relevancia, puesto que determinan la prosperidad actual y, en mi opinión, el éxito y la variación futuros de cada habitante de este mundo. Menos aún sabemos sobre las relaciones mutuas entre los incontables pobladores del mundo durante las numerosas épocas geológicas pasadas de la historia. Aunque queda mucho por esclarecer, y así seguirá siendo durante largo tiempo, no me cabe la menor duda, tras el estudio más ponderado y el juicio más desapasionado del que soy capaz, de que es errónea la opinión que mantenía la mayoría de los naturalistas hasta hace poco, y que yo mantuve en el pasado, es decir, que cada especie se creó de forma independiente. Estoy plenamente convencido de que las especies no son inmutables, sino que las que pertenecen a lo que se conoce como un mismo género son descendientes directas de alguna otra especie por lo común extinta, de igual modo que las variedades reconocidas de una especie cualquiera son descendientes de esa especie. Es más, estoy convencido de que la selección natural ha sido el mecanismo principal de modificación, aunque no el único.
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Autor: Charles Darwin. Título: El origen de la especies mediante selección natural. Traducción: Dulcinea Otero-Piñeiro. Editorial: Alianza. Venta: Todostuslibros.
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