El 22 de febrero de 1939 moría en Colliure, Francia, el poeta Antonio Machado. Otro poeta le rinde homenaje hoy en Zenda a los 83 años de su muerte
“En poesía es mucho más importante lo que no se quiere ver que lo que se ve”, escribió Octavio Paz. Y esto ha ocurrido con algunos de los grandes poetas españoles del siglo veinte. Ha existido una obsesión “política” por hacerlos circular por un solo camino. Con Antonio Machado esa maniobra ha sido reiterada y muy bien planeada por el poder y por el mercado. Ha habido, y hay, muchos responsables al diseñar una imagen machadiana de una sola dirección, y no de muchas, como corresponde a la obra variada y universal de nuestro poeta. La última antología que ha llegado a mis manos de D. Antonio repite una vez más los tópicos de pedestal del santoral laico, de acuerdo con lo políticamente correcto del momento. No es la primera vez que se fabrica un Machado de vía estrecha para que circule por ella, a sus anchas, la ideología dominante, a la moda, de la cultura oficial. La Falange y el franquismo lo intentaron publicando sus obras incompletas y ofreciendo antologías edulcoradas. El régimen soviético hizo lo mismo durante muchos años con sus clásicos. Con los nazis la purga libresca era en las hogueras.
De todos esos manejos y tejemanejes ha salido ileso y robustecido Antonio Machado. Y su figura se agiganta con los años. A él le ocurre lo que a los grandes clásicos de todos los tiempos y de todas las culturas: que no acaba de decir nunca lo que realmente está diciendo, y siempre nos dice cosas nuevas. El pozo no tiene fondo y el agua es siempre fresca. De algunos autores se ha dicho que son toda una literatura ellos solos. Este es el punto de Antonio Machado. Por eso siempre que hablamos de él tendremos que aclarar de qué Machado hablamos. Delante, o al lado del uno, estará siempre el otro. Los garrulos, revestidos de doctores o de políticos, siempre intentan lo mismo con D. Antonio: llevarse el toro a su terreno, pontificar sobre su obra, catequizar con ella.
A mí el Machado que más me interesa es aquel que ofrece menos corrección social y política. El que le dice a la gente lo que la gente no quiere oír de ninguna de las maneras (“El hombre sólo es rico en hipocresía”), el que nos hace ver lo que no queremos ver. Y, haciéndolo, nos transforma y nos hace diferentes. El que sigue un camino propio, aunque seguirlo le cueste la soledad, el exilio y la muerte. El que, más allá del Arte, no juega con las palabras sino que se la juega. El que torea en el centro del ruedo de la vida, exponiéndose al infortunio y a la tristeza. Como lo hizo Federico García Lorca. Como lo hizo Miguel Hernández, y Luis Cernuda, y tantos otros poetas y escritores, de una España, de la otra, y de la tercera. O sea: un Machado diferente al que la izquierda más oficial, en connivencia con la poesía más oficial (o al revés, tanto monta), han puesto de moda en la España de los últimos 40 años. Por lo menos.
Como nos ha enseñado en sus libros Terry Eagleton la izquierda se ha sentido atribulada siempre ante la idea de la muerte, ante el mal, ante el sacrificio y ante lo sublime. Para todas estas cosas la izquierda ha tenido preparada siempre la jaula. Hay un Antonio Machado que no cabe en esa jaula. Un Machado que amplía el lenguaje de la izquierda y desafía al de la derecha. Un Machado de la política y la metafísica juntas, que torea en el sitio más peligroso para todos.
Se cuenta que un aficionado le preguntó en cierta ocasión a Juan Belmonte: “Maestro, esto de torear debe de ser una cosa más que difícil”. «Pues no», contestó el de Triana: «se torea como se es». ¿Y quién fue realmente Antonio Machado? Alguien inasimilable por la sociedad que le rodeaba, que nunca sintió como suya. Nunca se sintió integrado en los sitios por los que pasó. Siempre se nos aparece al fondo de un laberinto de espejos. Hablar, lo que se dice hablar, habló poco. Tampoco en esto fue un español al uso. Cosa curiosa: uno de los grandes españoles de todos los tiempos, en lo que se ha convertido él, fue siempre un inadaptado, un orillado, un sacrificado por el destino. Como Cervantes y como tantos otros “españoles al margen”, que diría D. Américo Castro. Estuvo siempre más cerca de Lázaro de Tormes que de Rodrigo Díaz de Vivar. Desde muy niño sufrió los porrazos de la vida.
Siempre me he sentido atraído por el Machado que en su tiempo fue más allá que nadie en eso que podríamos llamar la poesía de la conciencia: un diálogo dramático consigo mismo y con el mundo, capaz de alumbrar nuevas preguntas en la literatura universal. Enraizado además en esa tradición hispánica en la que poesía y pensamiento van más que de la mano. Acordémonos de lo que dejó escrito Don Antonio sobre San Juan de la Cruz: “Es el poeta más hondo de España”.
A nuestro poeta se le ha querido hacer “edificante” a toda costa, además de “santo laico”. Para esas maniobras había que practicar, una vez más, el reduccionismo. Primer escalón del proceso de beatificación: la preferencia, y la persistencia, de una, o unas ideas, sobre otras muchas, también enriquecedoras. En esta fase de lo que realmente se trata es de ofrecer la cara más amable, y más accesible, de alguien tan complejo como grandioso. Segundo escalón del proceso de beatificación: no hablar nunca, o casi nunca, del Machado más indigesto, del más maldito, por decirlo de alguna manera. Su poesía tiene unas formas poderosas, pero más poderosa aún es la intención espiritual de la que surge. Sus palabras van más allá de la esfera estética, tan inmensa.
Lo que sorprende en el caso de Antonio Machado es que siendo un escritor con un “lenguaje de hueso trágico”, como diría Unamuno, esta tragedia haya sido “blanqueada” de tantas y tan variadas maneras. Por sus versos circulan la monotonía y el cansancio, el fracaso, el tedio, el hastío, la maldita juventud sin amor; y la vida, no pocas veces, es de un vacío espantoso. Ante su poesía no queda más remedio que plantearse el problema del mal. Es muy duro concebir la existencia humana como maldición. Implica una idea religiosa de por medio, la que está presente en muchos versos machadianos. Idea religiosa con desdén divino incluido. Machado formula un tipo de maldición no solo cósmica, sino también histórica en gran parte de sus poemas. Hay un Machado donde la Naturaleza ya no sirve de consuelo. Son “tierras malditas” en “páramos malditos”. En fin, Antonio Machado es también un maestro en “sembrar preocupaciones”, como dice Juan de Mairena. Y su poesía es, también, una afirmación trágica de la existencia. Y posee un callejón sin salida, propio, alumbrado y conducido por una lucidez extrema. Nos queda otro consuelo, aquella frase que Federico oyó de labios del cantaor Manuel Torre: “Todo lo que tiene soníos negros, tiene duende”. Y D. Antonio Machado no es para menos. Además, recordando a Rubén, ¿quién que Es no es maldito?
«La existencia humana como maldición». Pues es a la conclusión a la que llegamos todos los que nos quitamos las lentes que nos han puesto para mirar dentro y fuera de nosotros con la visión y luces que Dios nos ha dado. Algunos, que no hemos nacido en el franquismo y por tanto carecemos de malas experiencias asociadas, nos damos cuenta de que esto ya estaba inventado y acogemos los matices que hace el cristianismo -el de antes, el serio, no ese humanitarismo demodé actual- al asunto.
Por cierto, Rodrigo Díaz de Vivar era un desterrado, un inadaptado, un ser libre o un francotirador (espero que no me empapelen por decir franco). No fue un héroe al uso, fue algo más complejo y poliédrico, fue un héroe español.