Mossen había llegado a Karlovy Vary, en la ex Checoslovaquia, financiado por un enigmático judío francés residente en Israel. El señor Meguil, su mecenas, por llamarlo de algún modo, hablaba el español en un acento castizo, propio de Sefarad, la España de oro previa a que sus ancestros fueran expulsados, como si el edicto de los Reyes Católicos nunca hubiera existido. Era el castellano prístino y a la vez coloquial de Cervantes, hablado como por Fernando Fernán Gómez.
Mossen le dirigió al inversor, que lo había convocado para “ofrecerle” un trabajo, en un extraño bar de Tel Aviv, al mediodía, una mirada de extrañeza.
—Yo no soy espía —explicó Mossen—. Ni un “agente Romeo”, como llamaban los alemanes del Este a sus agentes duchos en seducir maduras alemanas de la República Federal. En el improbable caso de que esta mujer me devuelva el saludo, descubrirá cualquier ardid que me proponga, antes de que pueda siquiera imaginarlo.
—Su apariencia inofensiva, su curiosidad infantil, su completa falta de relevancia, son nuestras mejores bazas —replicó Meguil—. ¿Qué otra cosa tiene que hacer?
—No solo no tengo otra cosa que hacer —confesó Mossen—. El trabajo por el que me contrataron se ha cancelado. Solo me queda el pasaje de regreso a la Argentina, pero para dentro de una semana. Gasté dinero como si me fueran a pagar viáticos por un mes; y ahora si usted no se hace cargo de la consumición, tendré que permanecer a lavar los platos.
—Su vuelo sale para Praga mañana por la mañana —concluyó Meguil—. En el avión le darán de desayunar. De todos modos ya le anticipo unos dólares. Le ruego que no se detenga en Praga: ni la casa de Kafka ni ninguna de esas fantochadas. Directo a Karlovy Vary: es un lugar precioso. Su dacha está paga.
El viaje Tel Aviv / Praga fue ridículamente breve para Mossen. En el aeropuerto, un taxista le ofreció llevarlo a Karlovy por 100 dólares, incluyendo una visita gratuita a la casa de Kafka, antes de abandonar la capital, como parte de la oferta. Mossen rechazó el convite, recordando la admonición de Meguil.
Llegó por la noche a la ciudad termal, se dejó llevar a la dacha reservada, como un zombie o un insomne, sin cenar ni beber; durmió un sueño de limbo. Al día siguiente despertó con vista a una maqueta medieval en escala real: castillos, colores pastel, residencias rococó y un brazo de río de agua termal.
“Parece utilería”, se dijo Mossen. “Como estar dentro del tablero de El estanciero, pero ambientado por Chéjov”. Salió a caminar. Había muy poca gente. Desde la caída del Imperio soviético, los tradicionales visitantes de la gerontocracia stalinista habían optado por otros destinos. Aquella gigantesca entelequia opresiva, la Unión Soviética, se había derrumbado con una parsimonia inesperadamente incruenta. Excepto por casos como el de Ceausescu, en general los jerarcas, incluso los verdugos, habían logrado sobrevidas plácidas. La mujer en cuestión ocupaba una dacha del complejo y tal como Meguil había anticipado, Mossen la descubrió por el detalle de su cuerpo. Era magnificente. Insoslayable.
“Milenios de cultura”, reflexionó Mossen, admirándola, “no podrían reproducir este misterio. La ciudad carece de vida comparada con ella”. Pronto descubrió que la mujer hablaba unas palabras de español, con acento cubano. En un restaurant italiano, como el personaje de Fontanarrosa en El mundo ha vivido equivocado, Mossen se sintió alentado por la completa soledad propia y circundante. Le comentó que era argentino y le preguntó de dónde hablaba el español. Para su gran sorpresa, la mujer respondió con una mezcla de amabilidad y humor cerril:
—Mi madre tuvo un novio del Politburó: pasé años en Cuba. Me queda la dacha.
Bebieron Vana Talin y, como correspondía, acompañó a la dama hasta la puerta de sus aposentos. Hacía 33 años había caído el Muro y se había desplomado la tiranía comunista. Nadia, como dijo llamarse, debía ser entonces una quinceañera. A sus 48 o 50, era una beldad blanca y con ese inverosímil acento caribeño. Lo invitó a pasar.
“Ninguna técnica de seducción, si es que existe alguna, supera al azar. Los mejores momentos de amor que he conseguido en mi vida han sido completamente ajenos a mi voluntad”, meditó Mossen, mientras Nadia abría un whisky en la penumbra.
En las postrimerías del milagro, ella descerrajó:
—Yo sé por qué estás acá. Sos judío. No hay ningún manuscrito. Es solo un secreto.
Mossen se incorporó en aquella cama de ensueño, la escrutó en los ojos y confesó:
—Lo que vos digas, lo que vos quieras. No sirvo para espía.
—Mi madre fue la amante del jerarca soviético, el bisnieto del rabí de Praga. No creo que sea mi padre. Creo que soy hija de un cubano. Pero Igor, como se hacía llamar el bisnieto, que cambió su apellido, descubrió el secreto de “El otro Golem”.
Mossen la observó anonadado, simplemente hizo silencio. Le había revelado con su calor una verdad más poderosa que cualquier respuesta, lo que fuera que siguiera era menor. Por eso sucedía.
—Mijaíl Gorbachov era la criatura de barro. Esas extrañas manchas en su calva, eran salmos, escrituras taumatúrgicas. Gorbachov no era un hombre nacido de mujer: fue la creación del bisnieto del rabí de Praga.
—Pero…¿cuál era su poder? —se escuchó preguntar Mossen—. Lo defenestraron. Pasó a la historia como un pelele.
—El secreto de El otro Golem es la debilidad —detalló Nadia—. Kafka dice que las sirenas poseen un poder más mortífero que el de su canto: su silencio. La debilidad de Gorbachov derribó ese calabozo demencial. Era el Gólem débil. El otro Golem. Igor pereció en su redención.
La mención a Kafka cerraba la parábola. Probablemente Meguil supiera que era inevitable. Pero no había por qué acudir a la casa checa. Max Brod, el amigo y albacea de Kafka, había llevado los manuscritos del autor a Tel Aviv, nueve años antes de que se fundara Israel. Ahora quizás fuera Tel Aviv la casa de Kafka, y no el museo que había quedado en Praga.
—Es como la Mishná —le dijo Meguil a Mossen, en un restaurant lácteo de Tel Aviv, cuyos colores le recordaban a Mossen la piel de Nadia—. Un conocimiento oral. Me doy por satisfecho. Aquí tiene sus honorarios. Le garantizo dos noches en un kibutz, antes de su viaje de regreso a la Argentina. Lo upgradé a Primera Clase.
—¿Un kibutz? —se quejó Mossen—. ¿Y el hotel cinco estrellas?¿Qué voy a hacer yo en un kibutz?
—Cosechar paltas —se burló Meguil—. Exprimir naranjas.
—¿Cómo hago para olvidarla? —preguntó repentinamente Mossen.
—Si yo te olvidara… —recitó Meguil en su castizo cantarino—. Quien sea que haya compuesto aquel salmo, “Si yo te olvidara…”, sabía que no corría riesgos.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
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